A veces, los locos no están tan errados, ni tan solos. En el caso de los Halloran, pasan el tiempo en una mansión incomunicada, desde la que dominan la vida del pueblo y de sus empleados, a la vez que se pierden en un jardín laberíntico de rosas, esculturas y arbustos. En el centro, un reloj de sol advierte: “¿Qué es este mundo? ¿Qué se desea tener? Un momento estás con tu amor; al siguiente, solo y sin amigos en la tumba fría”. Entre el susurro agitado de las hojas, y una disposición elegante y firme, el reloj habilita dimensiones paralelas, y el tránsito hacia una revelación ominosa y absurda: el fin del mundo. Mientras lo esperan, en la casa se suceden escenas impensadas y fascinantes, del tipo: “–Tal vez caiga muerta al pie de la puerta. Dime, Fancy querida, ¿te gustaría ver a la abuela caer muerta al pie de la puerta? –Sí, mamá [...]. ¿Y si la empujo como ella empujó a mi papi?”; o “Estoy segura de que Lionel habría evitado morirse, tía Fanny, de haber sabido que su funeral interferiría con mi sesión de backgammon [dice la madre]. ¿Ahora sí se terminó el vino, Miss Ogilvie?”.

A lo largo de su obra, la escritora Shirley Jackson matiza un estilo claro y preciso con una descomunal ferocidad en el tratamiento de la escena doméstica, lo humorístico y lo gótico que, en su momento, la convirtieron en referencia de autores como Joyce Carol Oates (“caracterizada por la fantasía y el fatalismo de los cuentos de hadas, la ficción de Shirley Jackson ejerce un hechizo mordaz, hipnótico”, comentó), Kurt Vonnegut, Roal Dahl, Stephen King o Neil Gaiman (“una escritora asombrosa [...]. Si no leyeron a Jackson se han perdido algo maravilloso”). Este misterio que suscita un horizonte próximo es el inquietante tejido que sostiene su potencia política y literaria, desde la que registra personajes aristócratas, o pueblerinos, o víctimas del azar. Inusualmente signada por la ironía y la muerte, El reloj de sol –que se traduce ahora por primera vez al español– es una de sus obras maestras dedicada a la espera: a lo largo de 300 páginas, la familia se disputa la herencia y aguarda, enclaustrada, el apocalipsis, entre tensiones, represiones y niñas crueles. En paralelo, la narración alterna descripciones, diálogos y desvaríos alucinados, con desparpajo y espontaneidad, mientras los Halloran se pierden en el onanismo y la elucubración. Un encuentro entre la señora Halloran y Essex, el catalogador de la biblioteca, lo define a la perfección: “–Me pregunto en qué clase de locuras estaríamos metidos si no estuviéramos haciendo esto, señaló la señora Halloran. –Nosotros somos los dioses –dijo Essex– sentados en el pórtico del Olimpo, desde donde observamos las acciones de los hombres. Probablemente no sea tan malo que tengamos locuras de las cuales ocuparnos; piense en el daño que haríamos si estuviéramos aburridos”.

Si bien la tía Fanny es incapaz de hacer una sola cosa sobria o certera, fue quien anunció el fin y profetizó los incendios y las inundaciones, la lava ardiente y la muchedumbre de gente intentando huir, sin éxito, de la catástrofe. La gran mansión Halloran saldrá indemne, e inaugurará un nuevo mundo, verde, encantador y fértil. Así es como se suceden las incomprensiones e injusticias, el falso deseo de comunicarse, el suspenso y el viejo rencor. A partir de estos pliegues, Jackson diseña el tapiz del conflicto social y trascendente del ser humano, y sus zonas insondables, cultivando una estética cómica y dark, alimentada de los resabios del gótico fantástico, que siempre transcurre al filo de la locura y el absurdo.

Lo que vino después

A lo largo de su vida, Jackson publicó seis novelas: la primera fue The Road Through the Wall (1948), y la última The Haunting of Hill House, (1959, un año después de El reloj de sol), que muchos consideran una de las obras de horror más importantes del siglo XX. También más de un centenar de cuentos y varios ensayos. La revista The New Yorker dio a conocer gran cantidad de sus relatos, entre ellos, en 1948, “La lotería”, que la lanzó a la fama. Ambientado en un pequeño pueblo, registra una costumbre perversa: la realización de un sorteo para elegir quién va a morir apedreado. La reacción horrorizada de los lectores se extendió de inmediato, y a la autora le llovieron cientos de cartas. A partir de aquel breve cuento Jackson delineó los cimientos de su obra, en la que siempre se trabajan los vínculos. El tratamiento general va mucho más allá de los límites del terror, y lo sobrenatural es un canal que sus personajes transitan como pueden, manteniéndose siempre apegados a la escena íntima y doméstica.

Muchos críticos de la época cuestionaron que Jackson malgastara su talento escribiendo textos sobre asuntos cotidianos, que a veces publicaba en revistas “femeninas”. Les costaba aceptar que “La Lotería” y “Aquí estoy, lavando platos de nuevo” fueran de la misma autora. En la intimidad, su marido insistía en que ella debía criar a sus cuatro hijos y encargarse de las tareas domésticas, mientras él se dedicaba a la docencia y la crítica literaria. Ante la opresión social y familiar, Jackson acató su maternidad y mantuvo, como pudo, su oficio. Con el tiempo, comenzó a abusar del alcohol, los ansiolíticos y las anfetaminas. En 1965 –con sólo 48 años– murió de un infarto, tras una siesta atestada de pastillas. Así se fue la gran dama de la literatura gótica, pero, como pocos, dejó una serie de obras memorables que continúan interpelando y conmoviendo. “–No fue tanto la trama, ¿sabes?”, dice uno de los personajes de la novela, y agrega: “Fue más bien la actuación. O sea, era tan auténtica que de verdad pensabas que era gente real”. Tantos años después, esto es lo que se vuelve a confirmar en cada uno de sus libros.

El reloj de sol, de Shirley Jackson. Buenos Aires, Fiordo, 2017. 302 páginas.