Para empezar, es fácil calificar The Cloverfield Paradox (“la paradoja de Cloverfield”, en adelante TCP) de “mala”. No diría “muy mala” porque visualmente tiene sus puntos a favor y ni la música ni la dirección de Julius Onah molestan (digamos que son inanes), del mismo modo en que las actuaciones son todas más o menos aceptables. Cabe ponerse un poco más exigente, pero también señalar que, en ese sentido, es una película del montón y no tanto una catástrofe. Es decir: no es lo peor que se ha visto recientemente (si me preguntan, encuentro muchas más razones para desestimar Get out –Jordan Peele, 2017–, al menos en tanto cine de horror), pero sin lugar a dudas no es, ni remotamente, un film bien hecho o que valga la pena ver si no se tiene un interés previo motivado por las dos películas anteriores en la serie (Cloverfield –Matt Reeves, 2008–, en adelante C; y 10 Clover Lane –Dan Trachtenberg, 2016–, en adelante 10CL).
A la hora de buscar algún elemento de interés, una opción (algo tramposa) es detenerse en el modo de promoción que recibió TCP, anunciada por sorpresa el 4 de febrero pasado a la audiencia inmensa del Superbowl –la final estadounidense de fútbol americano– y estrenada de inmediato en Netflix, con una estrategia que, sin duda, parece generada específicamente para una película que se enmarca en una serie o saga.
Sin embargo, no es un esquema de defectos y virtudes cinematográficas o un truco de marketing lo que me importa reseñar, sino más bien algunas pautas que cabe pensar como ante todo narrativas y, en particular, relativas a la manera en que funcionan los ciclos narrativos en el cine más reciente. Porque si bien TCP ofrece la respuesta a interrogantes propuestas por los dos films que lo precedieron (en síntesis ¿qué es ese monstruo y de dónde salió?), lo llamativo es que esa respuesta carece de importancia, y termina por socavar el interés creado por las películas anteriores.
Crisis en tierras infinitas
Para empezar, TCP propone la noción de mundos paralelos o “multiverso”; se establece que esta película no transcurre en “el mismo mundo” (o serie de eventos, o historia) que C, y tampoco en el mismo que 10CL, dejando de paso la sospecha de que esas dos anteriores tampoco comparten una línea cronológica y deben ser pensadas como relatos en sendos mundos paralelos. Entonces, cuando aparece la posible respuesta al interrogante planteado por el monstruo de C y 10CL, se nos explica algo, pero ese algo no afecta necesariamente a las películas previas de la serie (o sí, pero más como verdad dada o impuesta que como “explicación” en regla). Se explica, entonces, y no se explica.
Algo similar ocurre con Alien Covenant (Ridley Scott, 2017): se nos da un origen de los aliens/xenomorfos pero queda claro, a la vez, que no se trata exactamente de las mismas criaturas de Alien (Ridley Scott, 1979); sin embargo, Alien Covenant logra aportar elementos de interés a la saga en que se inscribe, pero TCP, como se verá, no termina de hacerlo. Y esto va más allá de que el guion se muestre notoriamente despreocupado en cuanto a ofrecer una lógica de ciencia ficción dura o clásica: se nos dice que ante la activación de un acelerador de partículas en órbita podrían pasar cosas raras, y listo, como si apelar a una suerte de misterio esencial (la mecánica cuántica, que, se sabe, muy poca gente entiende y es rara, weird, en sí misma) fuera suficiente para inferir más o menos cualquier cosa, como de hecho sucede con tantos libros de pseudociencia y autoayuda que vinculan el poder sanador de los cristales, los registros akáshicos y la alquimia con la mecánica cuántica o, peor, con la “magia cuántica”.
En rigor, el miedo a lo que puedan hacer los aceleradores de partículas está instalado en la cultura popular desde hace tiempo: cada vez que la Organización Europea para la Investigación Nuclear anuncia un experimento, saltan las alarmas sobre la posibilidad de que se produzca un “microagujero negro” o, como se dice en TCP, un “desgarro de la membrana del espacio-tiempo”. A partir de ahí, la película nos muestra a un teórico de las conspiraciones y autor de un libro (homónimo con la película) que “explica” que el experimento con el acelerador en órbita terminará por convocar al “caos” –y ahí queda todo dicho: cualquier rispidez argumental (y las hay, muchas: gusanos transportados al interior de un cuerpo humano, brazos capaces de escribir por sí solos que desaparecen y aparecen...) termina justificada por esa apelación al caos, que si estuviera un poco más desarrollada podría tener cierto interés, por ejemplo en la línea de Quentin Meillassoux y su crítica al principio de razón suficiente en el indispensable Después de la finitud (2006). Pero si bien la noción de “caos” puede valer la pena por sí misma, uno de los problemas de TCP es que la usa apenas para justificar lo que los guionistas no tuvieron, aparentemente, ganas de pensar, y de paso plantea la explicación más desganada posible para la aparición del monstruo.
Como si hiciera falta más, el teórico conspirativo dice también que el acelerador de partículas podría traer “demonios” a nuestro mundo: quizá la ciencia ficción más pop de nuestra década no logra pensar en el caos sin convocar a una noción tan antigua como esa. Y no se trata de quejarse de la apelación a un elemento más de fantasy que de ciencia ficción, pero convengamos que, para el contexto de C y 10CL, la idea de “un demonio que aparece porque sí” resulta un poco insuficiente o desilusionante.
Ciencia demoníaca
En última instancia, lo que está en juego es cierto pensamiento antiprometeico: la ciencia pone en peligro el bienestar colectivo en su afán de explicarlo todo o, como en TCP, porque busca resolver la escasez de recursos energéticos (que es lo que se pretende, sin mayores explicaciones, con el acelerador de partículas). O, dicho de otra manera, “hay cosas que no deberíamos saber” o “cosas que no deberíamos tratar de mejorar porque son parte de lo que somos”. Esto queda sugerido de una manera un poco torpe con la apelación a tres personajes que tienen “fe” (uno de ellos es brasileño y se lo llama “Monje”; por cierto, todos llevan cosidas en el uniforme banderitas que indican su nacionalidad, y así el brasileño/médico/creyente se opone al comienzo al alemán/físico/ateo, conflicto en el que interviene el estadounidense/militar/prudente) y que refuerzan la línea “demoníaca” pidiendo a Dios que “esta vez” esté de su “lado”.
Volviendo a pensar en términos de la saga completa, el experimento en la línea de tiempo de TCP ocasiona que los monstruos aparezcan en las líneas de tiempo de C y 10CL. Esa sería, entonces, la explicación en plan “origen”, pero, insuficiente como es (en tanto se parece demasiado a “aparece porque sí”) permite (demanda, en el sentido musical) una resolución.
Se me ocurren varias posibles, pero debería ser tomado en cuenta cierto proceso capitalista: la no-resolución sirve de impulso a la serie porque genera la necesidad de otra película, y por tanto mayores beneficios económicos, pero, a la vez, la posibilidad de un fracaso por desilusión del público pone en peligro la realización material de esa película siguiente. En principio, la explicación “porque sí” parece demandar que sucesivos films se ocupen mejor del problema; la lógica narrativa, entonces, pasa a requerir que justifiquemos insuficiencias de una película en particular pensando en un “bien mayor” en el contexto de la serie, y en que el contrapeso del momento deficiente que acabamos de ver se nos propondrá en el futuro. Y todos contentos. Entonces, la no-explicación, más que una no-relevancia, debería pensarse como un elemento de transición o de tensión: se incrementa la tensión para generar la pertinencia de otro film que “resuelva” el asunto.
Esta lógica podría extenderse –y acá, en mi opinión, aparece su verdadera dimensión de interés– a la noción del plot hole (falla en la continuidad o “cabo suelto”) como combustible en una serie de televisión o de cine. Es el caso de Lost: en su momento, necesitábamos seguir mirando esa serie para que se nos explicaran ciertos asuntos, y si la explicación no llegaba, cabía pensar que las condiciones nuevas del relato la hacían superflua o innecesaria. Los plot holes, en esta lógica narrativa, hacen avanzar la trama más que socavarla y, al final, algunos son resueltos satisfactoriamente y otros permanecen como enigmas; o, mejor, como preguntas que generaron nuevas preguntas eventualmente contestadas (o no). Lo que queda en el camino podría pensarse mediante la analogía de un cohete del que se desprenden partes cuando cumplieron su función y ya no son necesarias.
Pero mi duda con respecto a TCP tiene más que ver con lo que efectivamente explica la película y lo que efectivamente impone a las que vendrán. Porque (volviendo a Lost) la escala de plot holes, para que funcione, debe operar en dirección de un aumento en el sentido de la maravilla (o del horror, o de la aventura, o de lo que sea que esté en la esencia de la serie), y no permitirse retrocesos desilusionantes. Entonces, lo peor de TCP, incluso pensándola más como un momento en una serie que como una película individual y autosuficiente, es que todo podría haber sido explicado de un modo más interesante, compatible con el clima weird o de extrañeza construido por los dos primeros films de la serie y apto para que se construyera a partir de allí (en vez de nivelarlo todo con la explicación más llana posible). Es cierto que la idea “abrimos una grieta en el espacio-tiempo y de ahí salen demonios” puede reclamar cierta ascendencia lovecraftiana (pensemos en el cuento “Los sueños en la casa de la bruja” o, ya en el terreno de las adaptaciones cinematográficas, en Re-sonator –Stuart Gordon ,1986–), pero cuando TCP nos lleva a extrapolar la “explicación” del monstruo a las otras líneas temporales, el vacío que aparece es difícil de pensar en términos diferentes a los de algo que “juega en contra” de la saga o de su potencialidad. Decir “este monstruo es un demonio que apareció porque alguien rompió la estabilidad del espacio-tiempo en una realidad paralela” parece más apresurado que fértil a la hora de imaginar la serie Cloverfield como una nueva y fascinante rama del horror cósmico/weird en el cine. Es en ese sentido, finalmente, que TCP desilusiona más de lo que ofrece.
The Cloverfield Paradox, dirigida por Julius Onah. Estados Unidos, 2018, Netflix. Con Gugu Mbatha-Raw, David Oyelowo, Daniel Brühl, Elizabeth Debicki y Roger Davies.