Cartagena no es muy diferente de otras ciudades de Colombia como Cali o Barranquilla, salvo por su centro histórico. Entre murallas se conserva, a orillas del mar Caribe, una zona de arquitectura colonial: callecitas estrechas, casas con puertas antiguas y balcones con plantas de Santa Rita colgando. Como otras ciudades colombianas, es una locura de gente y ruido, pero dentro de las murallas esa locura es peor porque se le agrega uno de los peores flagelos de la humanidad, el turista con plata. Todo parece estar a la venta, y salir muy caro. Da la sensación de que el único acercamiento posible a esa parte de la ciudad es como turista, es decir, en la suma de entretenimiento y consumo. Turismo gastronómico, aventura, religioso, arqueológico, literario y también sexual, con quejas de las prostitutas cartageneras debido a la reciente inmigración de venezolanas que cobran menos y trabajan más.
En ese contexto, hacia fines de enero se llevó a cabo el Hay Festival, una idea surgida en Gales (el nombre no viene del verbo haber, sino de la pequeña localidad de Hay-on-Wye, donde comenzó a realizarse en 1988), que hoy es uno de los eventos literarios más poderosos a nivel mundial. Invitados de renombre como JM Coetzee, Salman Rushdie o Leila Guerriero se mezclaban con los seleccionados del Bogotá39, una convocatoria del festival en el que un jurado elegía a 39 escritores de América Latina menores de 39 años.
Murallas adentro
La actividad inaugural fue el 22, con un homenaje a Gabriel García Márquez en su ciudad natal, Aracataca, aunque tanto en la programación oficial como en los medios de prensa se decía que el festival empezaba el 23 en El Pozón, un barrio alejado, al que todos los cartageneros que consultamos nos recomendaron no visitar.
El centro de información y acreditaciones se instaló en el hotel Santa Clara, ubicado frente a una plaza embanderada con el logo de un gran grupo editorial, que casualmente era el que publicaba a la mayoría de los invitados y a gran parte del Bogotá39, y que casualmente iba a concretar una reunión mundial de su editorial en la misma ciudad, después del festival.
La noche del 22, luego de las acreditaciones correspondientes, insistimos en averiguar la ubicación del centro educativo 14 de Febrero, en El Pozón. Ni el equipo de prensa ni la organización del festival encontramos a alguien que supiera cómo llegar a ese barrio desde el corazón de la muralla. Fue así que comenzamos a interpelar a toda persona con apariencia cartagenera que pasara por la calle, hasta que un montón de gente vestida de blanco entrando a una casa colonial nos llamó la atención y nos detuvimos a observar desde la vereda de enfrente, en la plaza Fernández de Madrid. Un vendedor callejero de figuras de insectos artesanales nos comentó que se trataba de un cóctel del festival. Cuando le preguntamos cómo ir a El Pozón, volvió a insistir con la misma idea: “Es mejor que se queden por aquí, hay muchas actividades, no es necesario que vayan a El Pozón, ese lugar no es para ustedes”.
Culminamos la noche y se vislumbró la grosería de las desigualdades: hay una Cartagena murallas adentro, la del Hay Festival, y otra murallas afuera, la de la gente que trabaja en el contexto del festival y en un día laboral gana menos de lo que cuesta una entrada a una charla con una de las tres integrantes del grupo ruso de punk feminista Pussy Riot, que ganó notoriedad mundial en 2012, cuando sus integrantes fueron condenadas a dos años de cárcel por vandalismo.
Hay comunitario
En la programación no había información de la dirección del centro educativo 14 de Febrero ni de cómo llegar hasta él. Preguntando, llegamos en una buseta a una carretera desde donde supuestamente debíamos tomar otra.
Al bajar de la buseta, el panorama de ruta sin camino a seguir era desolador. Detrás nuestro, un campo abierto; cruzando, un supermercado, motos y bicitaxis. Quedaba acercarse y preguntar a un muchacho del bicitaxi o a unos niños que casualmente atravesaban el alambrado para dejar atrás los pastizales y adentrarse en la selva de la ciudad. Resultó que El Pozón empezaba del otro lado de la ruta; había que mirar a un costado, con la cabeza gacha, para no intimidarse con los militares, unos jóvenes de 20 años armados hasta los dientes. “Es demasiado lejos, tienen que tomar otra buseta”, dijo uno de los niños, que, sin mirarnos a los ojos, desapareció en el mismo instante en que emitió palabra. Sólo cruzar una calle era una travesía: seguimos vacilando y la duda nos detuvo por un momento, mientras veíamos alejarse a los niños, de unos ocho años, cada uno con una jaula colgando de su mano, con dos pájaros encerrados en ella.
Caminamos unas cuadras por un barrio popular muy alejado del infierno que nos habían vendido y una vecina nos recomendó ofrecerle 2.000 pesos colombianos a un mototaxi para que nos llevara a los dos. Así, llegamos, tres en una moto, detrás de un auto rodeado de mucha seguridad. Cuando bajamos nos dijeron que en ese auto venía la primera dama. Efectivamente, rodeada de un operativo de seguridad estricto bajó la esposa del presidente Juan Manuel Santos, vestida con ropa clara, y luego de saludar a cuanto niño pobre encontró, se sentó en la primera fila. La actividad prevista era una entrevista pública a Julieta Venegas realizada por Juliana Salcedo, una reportera comunitaria de 14 años. Pero la mexicana no se había hecho presente, así que la entrevistada fue la cantante cubana Haydée Milanés, hija de Pablo Milanés. Pero quien se robó toda la atención fue Salcedo. Le hizo a Milanés preguntas sobre el lugar del arte en un régimen “casi dictatorial”, la desigualdad de género y las dificultades de ser artista y mujer en Cuba, dejándola descolocada en más de una ocasión. Al conversar con la joven periodista luego de la actividad, nos contó que tiene un programa de champeta, uno de los ritmos tropicales más escuchados en Cartagena, en una radio barrial.
Para la vuelta ya no hubo necesidad de una mototaxi. El argentino-francés Daniel Mordzinski, conocido como “el fotógrafo de los escritores” y contratado por los organizadores del festival para registrarlo en imágenes, nos consiguió lugar en una van.
“Me molesta cuando dicen que el Hay no es inclusivo”, vociferó su directora, Cristina Fuentes Larroche, mientras señalaba a lo lejos, en la cima de un cerro, la escuela que Shakira donó a Cartagena, y traducía esa información a tres señoras inglesas implicadas en el festival. A pesar de que le indicamos la poca trascendencia que se les daba a eventos fuera del centro histórico, y el costo elevado de las entradas para las actividades, ella siguió insistiendo con la inclusividad, el aire acondicionado continuó sofocando y, del otro lado del vidrio, hombres, mujeres, niños y niñas, permanecieron trabajando bajo el calor opresor de la disparidad.
Conversaciones en la catedral
La poca presencia de sujetos de una franja etaria ubicada por debajo de los 50 años era alarmante. La mayoría del público que llenaba las actividades eran señores y señoras mayores, con aspecto de alto poder adquisitivo. “Las entradas las compré en noviembre, yo soy de Bogotá pero viajo todos los años por el Hay”, explicó una mujer mientras esperaba para entrar, bajo la sombra de su capelina.
Las actividades fueron variadas pero simultáneas; había que optar.
“Hay que hablar de sexualidad y violencia con los adolescentes”, afirmó el español Nando López, y la estadounidense Jenny Valentine añadió: “La adolescencia no es una edad sino una forma de mirar el mundo. Que no se hable de sexo en los libros no quiere decir que los jóvenes no lo hagan”. Reunidos en una sala llena parecida a una capilla, ambos escritores hablaron sobre la literatura juvenil, a menudo ignorada por la crítica y por cierta intelectualidad.
El uruguayo Damián González Bertolino participó en una mesa sobre autoras que derivó en una charla sobre desigualdad de género, lo que pareció incomodar a varios integrantes del panel, pero no a la brasileña Natalia Borges, que estaba informada y mencionó al pasar algunos datos sobre el rol de la mujer en la literatura de su país.
La colombiana Pilar Quintana presentó su última novela, La perra, en una sala colmada de señoras en busca de autógrafos, y habló sobre su vida en la selva. “Con mi ex marido tuvimos la idea de ir a vivir al Amazonas y construir una casa con nuestras manos –contó–. Yo viví nueve años en la selva y escribía de la ciudad, los bares. Me fui de la selva y empecé a escribir de la selva. Creo que necesito distancia para escribir”. La perra, uno de los libros más comentados durante el festival, lo escribió en un celular mientras amamantaba a su hija recién nacida.
Nadya Tolokno, de las Pussy Riot (nacida Nadezhda Andréyevna Tolokónnikova), fue una de las artistas más publicitadas. En un teatro Adolfo Mejía de bote a bote, respondió a las preguntas del británico Luke Harding, un corresponsal de The Guardian que escribe libros sobre conspiraciones. La plática giró en torno a Donald Trump, Vladimir Putin, la circulación de la información, los años que la rusa pasó en la cárcel y la forma de combatir al sistema. “No hay que estar en una marcha para protestar, por eso no fui”, dijo Tolokno acerca de la Marcha de las Mujeres contra Trump en Nueva York, el 20 de enero.
Cómo no podía ser de otra manera en una ciudad como Cartagena, tan asociada con García Márquez y con la crónica periodística, la argentina Leila Guerriero y el colombiano Héctor Abad hablaron de la forma en que cada uno trabaja ese género y de sus obsesiones personales. Al final, junto a otros cronistas como el colombiano Daniel Samper y el estadounidense Jon Lee Anderson, y con la presencia de la viuda del italiano Michael Jacobs, anunciaron que la beca Michael Jacobs para Periodistas de Viajes había sido ganada por la ecuatoriana Sabrina Duque, con un proyecto sobre la vida de las personas en función de los volcanes en Nicaragua. Samper destacó que el nivel de los proyectos había mejorado en relación con convocatorias anteriores, aunque reconoció que no había leído los 246 trabajos presentados, pese a que integraba el jurado junto con Anderson y con Diego Cobo, ganador de la beca en 2017.
Cóctel molotov
Cada noche, las actividades que congregaron más gente fueron los cócteles exclusivos. Hubo más de uno por noche, y los organizadores, por lo general empresas patrocinadoras del festival o algunos particulares, se disputaban la concurrencia de las principales figuras. En uno de ellos, González Bertolino salvó a Salman Rushdie de caerse en una piscina.
Concurrían invitados del festival, editores y gente que parecía del mundo empresarial o simplemente aristócratas de la ciudad vestidos de blanco, que bailaban cumbia y champeta, y comían arepas de huevo y empanadas fritas, servidas por mozas negras vestidas con trajes típicos.
En uno de esos cócteles conocimos a Katleen, una joven abogada que trabaja con comunidades desplazadas por el conflicto paramilitar y que, luego de que le comentamos que investigábamos sobre la cumbia, nos dijo: “Tienen que entrevistar a una señora de 102 años, cantadora, que fue la única que se negó a abandonar su pueblo cuando llegaron los paramilitares. Ahora no hay conflicto y se habla de paz, pero el cultivo de palma africana está desplazando a las comunidades campesinas y contaminando los suelos. La situación actual no es muy distinta a la que había con la guerrilla”.
El verdadero rey de los cócteles fue Wilson, un periodista radial de un pueblo cercano que entrevista a escritores sin saber quiénes son, y que hizo gala de grandes conocimientos acerca de fecha, hora y lugar de los agasajos, y del modo de ganar acceso a cada uno de ellos.
“Hay un mercado negro. Las acreditaciones se venden en la calle a 30.000 colombianos, las revenden y las usan para las actividades o para los cócteles”, nos informó otro cartagenero, y comprendimos por qué, de las 200 personas con acreditaciones de prensa, siempre estábamos trabajando las mismas diez. Le preguntamos el motivo de que los ricos se vistan de blanco para ir a los ágapes y rio al responder: “Es una tradición colonial que sirvió en un principio para diferenciar a la aristocracia del resto del pueblo, con fiestas que llamaron Noches Blancas”.
¿Una entrevista? No, gracias
Una periodista nos canceló la entrevista, al igual que una cantante y activista. Tampoco aceptaron un novelista y guionista, y un artista visual. Pero sí entrevistamos a muchos que no estaban en los planes y con los que nos sorprendimos gratamente.
Gabo decía que “las entrevistas son como el amor: se necesitan por lo menos dos personas para hacerlas, y sólo salen bien si esas dos personas se quieren”. Cabe preguntarse, entonces, cómo es posible querer a alguien a quien aún no se conoce.
“Puede tener un mal día”, dijo Mordzinski sobre las negativas cuando le comentamos la situación, pero la duda carcome: ¿no será antiético para un periodista no aceptar una entrevista?
Apártense, vacas, que la vida es corta
El festival se fue desintegrando. Muchos de los invitados ya habían partido el penúltimo día, porque también iban a participar en actividades de Hay en Bogotá. Por eso el final fue apagado. Al otro día, la ciudad era otra. No había nada en la plaza o en el hotel que diera cuenta de lo que había pasado. Incluso las calles estaban más tranquilas. Siguió siendo todo caro, con muchos turistas, pero de a poco fue retomando un ritmo menos frenético, más cotidiano.
“Hay gente que compra casas para venir al Hay una vez por año”, nos contaron para explicarnos por qué una vez terminado el festival la ciudad se había vaciado.
Guayabo de lo que nunca hubo
La última cerveza del festival la tomamos con Mordzinski. Le contamos que seguíamos viaje, que íbamos a un pueblo llamado Arjona a conocer a la cantadora de bullerengue Petrona Martínez, después a María la Baja a entrevistar a esa cantadora de 102 años de la que nos había hablado Katleen, y a investigar sobre la plantación de la palma africana, en Palenque, buscando el origen africano de la percusión de cumbia, y a San Jacinto en busca de los iniciadores de la cumbia de gaita y acordeón.
“Veo que tienen muchas historias, yo que ustedes paro un poco, porque con todas las historias que tienen, pueden tener una enfrente y no estarse dando cuenta”, dijo el fotógrafo de los escritores en la puerta de La Terraza, un bar de la plaza frente a la que está el hotel Santa Clara, luego de tomarse una limonada de coco con una flor como detalle, y de reprocharle de modo amable al personal del bar (completamente vacío salvo por una persona sentada en el balcón, que insistió en obtener la clave del wi-fi) que no hubiera avisado que estaban por finalizar la jornada. A eso de las diez de la noche, a diferencia de los días anteriores, el centro histórico de Cartagena era una ciudad fantasma.
Decidimos hacer caso omiso a las palabras experientes del fotógrafo. No estábamos en Cartagena por el Hay Festival, no habíamos recibido ningún dinero por parte de ningún medio de pago, trabajamos con la esperanza de vender las entrevistas y poder costear algo parecido a cumplir un sueño que cumpliríamos al día siguiente. Conocer a Petrona Martínez.