“Soy su fan número uno” suele ser un lugar común de dudosa validez epistemológica. Es decir, ¿cómo se mide eso? ¿Con qué se compara? ¿Uno entre cuantos? Sin embargo, entre el público que comienza a entrar a la sala de La Trastienda está el tucumano Amadeo Gandolfo, que se vino directamente de Buenos Aires para poder ver a Britt Daniel detrás del micrófono. Y al verlo correr de a saltitos hacia la baranda de la primera fila, mientras canta para sí mismo versos de alguno de los nueve discos de la banda, queda claro que él es el fan número uno, al menos entre la gente concentrada en un radio de diez kilómetros a partir del epicentro de Fernádez Crespo y Cerro Largo.
¿Qué hace a alguien fan de Spoon? Es algo bien peculiar, porque la banda de Austin, Texas, siempre pareció a medio camino entre todo. Sus arreglos y estructuras suelen ser demasiado complejos para ser rock and roll de estadios, y, a la vez, hay un componente directo y fuertemente afincado en la tradición que la aleja de lo más idiosincráticamente indie o experimental. Sus letras también quedan en un interregno entre lo poderosamente emocional y el comentario astuto, ligeramente distanciado, de quien sabe esperar a lo que llega (“If there’s anything you want / Come on back cause it’s all still here”, en “There’s a Better World”).
Incluso, temas como “I Turn My Camera On” suenan perfectamente a todo lo que funcionaba en aquel 2005 –ese beat bien marcado, ligeramente disco y un poco garajero y mod que les permitía a los Strokes, Franz Ferdinand o los Arctic Monkeys juntarla en pala–, pero aun tienen algo ligeramente distinto, que no deja configurar el megahit que los podría acercar a un público más grande. Quedaría así instalada la maldición del underdog, el segundón, el desvalido, el casi, de la que habla uno de sus temas más insignes.
La discografía de Spoon es un bellísimo gradiente de influencias y cambios de configuración. Desde la primera época, de sonido más directo y seco, de Telephono (1996) o Girls Can Tell (2001) –con un sonido fuertemente influenciado por Wire, pero con una sensibilidad menos abrasiva–, a la progresiva orfebrería pop que terminaría tomando forma completa en Gimme Fiction (2005), pasando por un proceso de despojamiento hacia lo más básico y potente, que empieza por Ga Ga Ga Ga Ga (2007) –posiblemente el mejor disco de la banda hasta la fecha– y llega a Transference (2010), que bordea el low fi. Todo esto, para más tarde retomar un hermoso barroquismo arreglístico en They Want My Soul (2014) con la producción de Dave Fridmann, de los Flaming Lips, y el sonido más envolvente que haya tenido la banda.
Spoon está de gira por Sudamérica presentando su disco Hot Thoughts (2017), posiblemente su álbum más cercano a lo electrónico hasta la fecha.
El propósito de esta larga disección es exponer cómo sus fans gustan de seguir la discografía con un afán cuasi gourmet sin, por ello, quedar en una pose o mostrarse distanciados. Mi álbum de cabecera es el más tardío They Want My Soul, por la elegancia y belleza de arreglos que hay en temas como “Inside Out”, “Rainy Taxi” y “Knock Knock Knock”. Amadeo, que se pone a gritar los temas antes de que la banda siquiera ponga un pie en el escenario, prefiere “Kill the Moonlight”, por una suerte de elegancia, por ser el primer álbum que decidió llenar la mezcla de sintetizadores y por el valor emotivo de sus temas más rockeros.
Lo fascinante de un escenario como La Trastienda en comparación con otros boliches de igual densidad en otros países (no hablemos de estadios o megafestivales) es la escala, que te permite ir hasta la primera fila y tener a el o la cantante sudándote en la cara. En Argentina es distinto. En Argentina la primera fila es un lugar que se defiende con sangre, sudor y lágrimas.
Y ahí, por fuera de nuestras más locas expectativas, está Britt Daniel, llegando con su blanca Telecaster y su saco sport azul marino, con ese porte que sólo puede tener cierta gente . El show comienza con “Do I Have to Talk You Into It”, que con un beat persistente de la batería de Jim Eno (único integrante de Spoon que acompañó a Daniel en toda la carrera de la banda) avanza pesado bajo la sombra de un loop de piano que parece planear sobre el tema como la oscura sombra de un avión, mientras que otros sintetizadores –y, ocasionalmente, la guitarra– decoran la base como bellas y luminosas guirnaldas.
Es en “Inside Out” que se percibe el primer detalle fundamental del funcionamiento escénico de Spoon: detrás de la hipnotizante presencia de Daniel (viéndolo ahí, con la forma en que elige agarrar y soltar la guitarra para meter un detallecito, sorprende que no sea inglés) está Alex Fischel, el obrero en el cuarto de máquinas. A diferencia del espigado Daniel, Fischel es petiso, barbudo, con un ligero parecido a Zack Galafianakis. Da la impresión de que el primero dejara pasar a través de él todo lo etéreo, mientras que el enano, detrás de los gigantescos sintetizadores, funciona como el auténtico combustible de la banda.
En esta forma de aporrear las guitarras, sin perder un ápice de refinamiento, está el principal distintivo de Spoon. En su base, detrás de toda la complejidad de estructuras, es una banda inherentemente rítmica. Por momentos la batería parece bordear el motorik (ritmo distintivo de la escuela de Düsseldorf, acuñado por bandas como Neu! y Can, en que lo percusivo toma un tono repetitivo y ascendente, como un avión despegando), pero el más claro barómetro es cómo las guitarras podan todo lo que sobra.
Los momentos más altos de la noche llegan con la canción “The Underdog”, posiblemente el tema rítmicamente más festivo (en contraposición con la letra) de la obra de Spoon (las palmas, inevitablemente, acompañaron todo el tema) y con “I Ain’t the One”, que, luego de una larga intro climática, da entrada a un piano “eltonjohnesco”, y en la que Daniel juega a la perfección con los silencios e intervenciones.
Ya en casa vuelvo a poner el Gimme Fiction y todo suena exactamente como sonó en el show. Para casi cualquier banda sería un punto negativo, pero hay algo que cambia con Spoon, siempre iguales, siempre distintos.