El premio Gutenberg de narrativa joven, organizado en conjunto por la Unión Europea y la editorial Fin de Siglo, premia desde 2015 a escritores menores de 35 años. En la primera edición lo recibió Carolina Cynovich por El síndrome de las ciudades hermosas; en 2016, Carolina Bello por Urquiza; y el año pasado el profesor de literatura y periodista Fabián Muniz por La epopeya de las pequeñas muertes, articulada como un relato poético. En la línea de recientes publicaciones como Ecuador, de Diego de Ávila, y Los rotos, de José Arenas, más que relacionarse con la narrativa tradicional y su estructura estándar de acciones, descripciones y diálogos, se acerca al fluir torrencial y elíptico de la poesía, colmado de sensaciones, símbolos e imágenes. La historia se centra al comienzo en Renato Pérez, un poeta mantenido y mimado por su madre, obeso y depresivo, pero luego lo abandona y el foco pasa a integrantes de su entorno y su familia. Esta libertad del relato y el uso de diferentes voces en distintos tiempos y lugares le brindan a la novela una movilidad y dinámica que la enriquecen, pero tal vez la intención de abarcar muchas historias determina que algunas queden poco desarrolladas o inconclusas, como si más que de un relato inquieto y movedizo se tratara de un zapping.

Muniz crea un universo particular, con su historia a lo largo de generaciones, en la ciudad de Applecore, tan reconocible como desconocida. En ese sentido, la ciudad también se torna protagonista, sobre todo en la segunda parte de la novela, que relata sus últimos años y la forma en que cierta placidez provinciana, cierto bienestar comunitario, se termina a partir de la invasión por parte de una ciudad más poderosa, que transforma a Applecore en apenas una mala versión de lo que fue. Esto tiene que ver también con el cambio de los personajes: la decadencia del lugar se relaciona con el modo en que los micromundos familiares y los vínculos se van pudriendo o simplemente enfriando. Esa progresión, proveniente de la narrativa, se integra al discurso más poético y le brinda profundidad al relato.

Es interesante cómo, dentro de ese universo, lo raro se incorpora de tal forma que parece normal y, más que darle características fantásticas o weird a la narración, la torna expresionista, porque muchas veces lo extraño se asocia con algo interior de los personajes que se exterioriza y hasta modifica el entorno, reforzando lo poético. Algo similar sucede cuando las relaciones entre los personajes escapan de lo habitual o previsible, y esto es todo un logro del autor en cuanto a la construcción del universo y el trabajo de caracterización de sus creaturas.

Que la historia no esté centrada en acciones da lugar también a reflexiones o divagaciones de los personajes o del propio narrador, que atenúan la intensidad y eficacia del relato, principalmente cuando se refieren a la poesía, el arte o la vida misma. En muchas oportunidades, esos pasajes diluyen durante varias páginas una narración que estaba encendida y había logrado atraparnos.

Hay, en definitiva, una intención de salirse de la tradición narrativa que muchas veces normativizó en exceso a la creación local, generando formas de prosa muy similares entre sí (lo que no quita que muchas de ellas sean más que interesantes) y contribuyendo a bloquear, entre los autores contemporáneos, el desarrollo de una diversidad y un eclecticismo que sin duda establecerían un panorama más saludable y vital. En ese intento, las dificultades quizás surgen cuando se recurre más a reflexiones y transtextualidades que a contar algo que se quería contar, teniendo en cuenta qué de todo eso es lo que se elige decir. En todo caso, esa es una problemática que persigue constantemente a los escritores y a los artistas en general, por lo que no se trata de algo que invalide o desmerezca a esta novela, que deja ver a un autor inquieto, lector y que parece disfrutar de la escritura, algo nada menor ante tantas muestras de inercia y falta de pasión.

La epopeya de las pequeñas muertes, de Fabián Muniz. Fin de Siglo, 2017. 118 páginas.