Tiempo de lujosos preludios en el Museo Nacional de Artes Visuales (MNAV). Por un lado, abrió la sólida muestra sobre Raúl Javier Cabrera, el legendario Cabrerita, que comprende casi todo el material de la Colección Esterista francesa, recientemente donada al museo. El centenar de piezas –con algunas obras de los años 40 realmente destacables no sólo en la trayectoria del artista, sino dentro de lo producido en aquella década en el país (Torres incluido)– es una especie de degustación previa del gran plato que se preanuncia para el año que viene: una retrospectiva completa de este sofisticadísimo “ingenuo”. Asimismo, en la sala 4 se armó la densa selección de Xilografías de Petrona Viera (unas 80, la mitad de lo que se conserva): aparentemente, en 2019 se verá también una gran muestra personal de esta artista, que a pesar de ser la más presente en el acervo del museo, con más de 1.000 obras, nunca ha tenido una exposición monográfica en ese espacio. Tal vez aguijoneadas por la tan pulsante cuestión de género y por la reescritura de cánones en pleno progress, las cosas están cambiando y, por ahora, es toda una ampliación de conocimiento y disfrute poder analizar sus grabados, probablemente el anillo más débil de su producción (vale decir, comparados con los óleos y los dibujos), aunque igualmente sabrosísimos.

Casi todos, imagino, conocen su historia, así que la resumo esbelta y torpemente: hija de Feliciano Viera, que fue presidente de la República, sorda desde los dos años a causa de una meningitis, con una juventud pasada en semirreclusión (voluntaria) en su casa –aunque comunicándose, por medio de la lengua de señas, con las muchas personas que frecuentaban a la familia y con sus familiares–, a los 25 años empezó a tomar clases de pintura, primero con el catalán Vicente Puig y luego con el que sería su mentor pictórico y gran amigo, aquel Guillermo Laborde, autor planista –pero de un planismo bastante off por distorsión y fructífero exceso de engalanado– que, por intermedio del Círculo de Bellas Artes, estaba formando a notorias figuras de nuestra pintura. De Laborde supo extraer el néctar de su estilo plano, ya heterodoxo, para ir, de alguna manera, radicalizando la faceta más austera de aquel: en Viera nunca se concede nada al decorativismo; cualquier tentación de armonía forzada se anula; los tonos son controladísimos –eventualmente, con algunas escapadas excéntricas, pero que sólo confirman la regla–; el eje es, evidentemente, una sencillez tan terca que parece ya piropear a futuras aventuras abstractas (además de no conceder nunca, por supuesto, ni una sola alusión al claroscuro, a menudo borra los rasgos de sus personajes). Pero mientras vivió Laborde, Viera vivió en el color: así, su incursión en el grabado –por supuesto, el grabado en madera (el más “planista” de todos)– parece reflejar la entrada a territorios mas luctuosos –quizá por la pérdida del amigo– en los que todo se juega en el blanco y negro y además, especialmente en algunas series, predomina este último (aunque haya, sí, algunas incursiones en el color en las xilografías).

Cambia de maestro para aprender la técnica y elige muy bien: Guillermo Rodríguez, uno de los más destacados de la época, de impronta orgullosamente nativista. Quizá su influencia haya sido formalmente más clara en la xilografía vieriana de lo que fue la labordiana en la pintura; sin embargo, Viera logra edificar un estilo propio y, sobre todo, casi no varía sus temas favoritos: niños jugando, bañistas, paisajes autóctonos, con altas dosis de idealización bucólica, pero, salvo algunos casos, nunca retórica hasta las extremas consecuencias. Por cierto, la artista fue menos osada con el buril que con el pincel, sobre todo si se tiene en cuenta el trabajo de otras mujeres que la precedieron en esta técnica. Porque si se puede afirmar que Viera fue la primera pintora uruguaya de peso de la historia, al campo xilográfico llega relativamente tarde: la anteceden, en la década de 1920, la actuación pionera de Renée Magariños Usher y el pasaje uruguayo de María Clemencia Lopéz Pombo –la argentina que firma las ilustraciones del extraordinario libro La guitarra de los negros, de Ildefonso Pereda Valdés– y, ya en la década de 1930, el parco pero eficaz trabajo editorial de Giselda Zani y, sobre todo, de Tina Borche, que utilizan con soltura soluciones vanguardistas.

La cúspide de las series que se presentan en la muestra es, probablemente, la que abre la exposición: las imágenes dedicadas a los niños y sus juegos. Predomina la tinta; los blancos aparecen como sutiles nervios para conformar la acción con un curioso efecto tenebroso que contrasta con el candor (o supuesto tal) de las escenas, que son todas campestres, involucran a menudo la relación con animales y están liberadas, así como no lo están en ciertos paisajes, de las ataduras de la iconografía del género. Las figuras parecen congeladas; se siente la dureza de la madera y, sin embargo, en varios grabados asoma un dinamismo cautivante, por ejemplo, en Niños saltando de un tronco, o en otro –sin título, como la gran mayoría de las piezas– de un chapuzón en el lago, especie de modernos y divertidos snapshots deportivos (y la misma voluntad de rápida captura del instante vuelve, por ejemplo, en Árboles movidos por el viento).

Es interesante la serie de bañistas, que mezcla con cierta audacia un tema clásico y clásicamente resuelto (los desnudos en poses de “historia del arte”), con visiones más cotidianas, por ejemplo de entretenimiento femenino al borde de una pileta, todo tratado con una contradictoria firmeza delicada. En vilo, entonces, entre el ejercicio formal y la reivindicación de un espacio femenino.

Si antes de la muerte del padre, en 1929 (y de cierta decadencia económica que impuso una mudanza), el tema de su obra se reducía a su casa quinta, set de todos sus primeros cuadros, vienen luego salidas a las playas o a silvestres rincones de los alrededores montevideanos que, obviamente, aparecen también en las xilografías. Tema nuevo es, sin embargo, el ornitológico: según la estudiosa Raquel Pereda, los pájaros empiezan a aparecer en esta época, revelando, se conjetura por cierta “rigidez” y ángulo del trazo, nuevos niveles de inquietud de la artista: desafortunadamente, los ejemplos acá colgados son pocos y no incluyen las “aves de rapiña”, en las que más comparecería esta actitud. Pocas son también las flores. Abundan, en cambio, los paisajes, de seguro interés (curioso y logrado el “registro” de la casa de Juan Zorrilla de San Martín, por ejemplo) pero, en definitiva, lo menos “petroniano” de su repertorio xilográfico. Quedándonos en destacadas grabadoras y en el mismo MNAV, cabe mencionar que hay tiempo todavía para ver la exposición de otra artista uruguaya, muy poco conocida pero autora de notables serigrafías abstractas armadas con estimulantes combinaciones de planos y colores, activa sobre todo en la década de 1950: Margarita Mortarotti espera al público en la sala 1 del museo.

Xilografías, de Petrona Viera. Museo Nacional de Artes Visuales (Tomás Giribaldi 2283). Hasta el 6 de mayo.