“Hoy entonamos la canción que hace los sueños realidad”. “La ronda de los niños”, Mariana Ingold

La mamá de Martina estaba cansada. Era octubre y la motivación por salir en carnaval estaba en un nivel particularmente bajo; además del cansancio, había un poco de amargura y desgano. Se lo comentó a su hija y la reacción fue inmediata: Martina se angustió y empezó a llorar sin consuelo. Cuando logró calmarse, su madre le preguntó por qué se ponía así, por qué la murga era tan importante. Le contestó: “Mamá, es mi familia”. Su madre decidió salir. Con 12 años, Martina es una de las hijas de integrantes de La Mojigata más grandes y, salvo el año en que nació –y los años en que la murga no salió–, su crianza siempre estuvo apegada a la dinámica del colectivo artístico.

En 2012, su último año en carnaval antes del regreso –el año pasado–, La Mojigata presentó el espectáculo “Cantos encuentados”, con una gran alegoría inspirada en tradicionales personajes de historias infantiles (y no tanto): la princesa, el rey, el bufón, el juglar, entre otros. Para buena parte de la construcción del espectáculo utilizaron la dinámica de taller, habitual en la historia de esta murga. Lo novedoso fue que, dada la particular temática, los niños, hijos de los murguistas, también participaron en el proceso, principalmente en lo relacionado con la letra de la retirada. Por ejemplo, Martina y Malena le llevaron una carta de amor al príncipe, le propusieron casamiento y, de yapa, le regalaron dos chicles. Todo eso mientras Ría y Tiago dormían en el estuche del bombo. Matilde hoy tiene diez años y, por lo tanto, participó en aquel taller con cuatro. Hace pocos días volvió a ver ese espectáculo y se sorprendió con momentos que, por su edad, no había registrado con tanto raciocinio, pero que por contagio igual la hacían reír: la idea de que la princesa chuponeara con cualquiera en el bosque, algunos chistes del juglar o un personaje como el verdugo. No fue la primera vez que La Mojigata se acercó a la niñez en lo artístico: en 2004 presentó el espectáculo “Los piojos son los padres”, en el que los murguistas interpretaban a niños, de principio a fin; en 2010, el recordado cuplé sobre la diferencia entre “los menores” y los niños; y este año le dedica uno a los futuros aportantes al BPS (para que la jubilación de los actuales adultos esté asegurada).

Sin niños no hay carnaval

Los niños son el pulso de los tablados, los elementos más activos aparte de los artistas –y muchas veces los superan–. Se asombran con esos seres maquillados, con los cuerpos agrandados por trajes de colores y brillos novedosos; los miran con tanta admiración como miedo, porque la realidad y la ficción se entreveran y generan un indescriptible nerviosismo. Algunos se largan y abrazan con pasión, mucho más a toda esa información que a quien se encuentra debajo, como Lucía, una niña del tablado de la Unión que abrazaba con vehemencia casi sin mirar las caras. Eran abrazos al momento.

Como ponerse un traje mucho más grande o traspasar un maquillaje de cara a cara no son acciones fáciles de concretar, los niños suelen pedir los gorros. En una de las actuaciones de La Mojigata en el Velódromo, uno de cuatro años se lo pidió al bombista. Gratificado, este cedió a la solicitud. Pero hacía tanto calor y lo había transpirado tanto mientras tocaba que el niño se lo puso e instantáneamente le dijo: “Sacámelo que está lloviendo”.

Las palabras y las cosas

Para los hijos más grandes de los murguistas, el vínculo con el vestuario es habitual, pero no por eso menos fascinante. Este año, antes de las actuaciones de La Mojigata en el Teatro de Verano, fueron felices y disciplinados ayudantes de la vestuarista: Agustina, Martina, Emilia, Matilde, Renzo, Julia, Juanma, Ainhoa y Unai, con roles diferentes y estipulados, estuvieron chequeando los trajes y pasando estado de situación. Las dos primeras, incluso, visitaron el taller donde se estaban confeccionando antes de que empezara el carnaval. Mientras Emilio, de tres años, se dedicaba entusiasmadísimo a ordenar los guantes que se iban a utilizar en el cuplé “El jefe y el empleado”, Mora, de cuatro, preguntaba a viva voz cómo podía ayudar en el armado de la escenografía. En un momento miró a la vestuarista y le dijo: “Muchas veces juego a que soy vos”.

En definitiva, ese es el punto, el factor en común: el elemento lúdico. Es el motor en la cotidianidad de cualquier niño, y, en la dimensión de un espacio artístico, muy especialmente en la de una murga, explota y salpica. Lo lúdico como marco. Por eso Isabela, de cuatro años, entendió cuando la misma vestuarista le explicó sobre algunas palabras en el texto de La Mojigata: por ejemplo, “sorete” o “la puta que lo parió”. En un ensayo, cada vez que escuchaba una de esas expresiones cantada por la murga, se tapaba las orejas y decía en voz baja: “Oh, es una mala palabra”. Quiso investigar un poco, así que preguntó por qué decían malas palabras. La vestuarista le explicó que estaban jugando, que todas las palabras dichas mientras cantaban eran parte de un juego. Desde entonces, al escuchar esas palabras, Isabela reaccionó con complicidad hacia su mensajera: “No pasa nada, están jugando”.

En relación con el lenguaje se abre un campo magnífico. Los niños se aprenden los espectáculos de memoria, muchas veces antes que sus padres. El efecto esponja, una hoja en blanco interna, la novedad y la consiguiente sorpresa ante palabras que no utilizan regularmente, y que no tienen ni idea de qué significan. Al escuchar el libreto 2018 de La Mojigata, Pedro, de tres años, le preguntó a su padre qué es la revolución; Emilio canta: “Ta bueno socializar el capitalismo si hay pérdida pero nunca si hay ganancia”, sin mucho cuestionamiento. En otro momento comprenderá la ironía.

“Pienso para un lado y giro para allá”

El momento preferido de los niños en el espectáculo de La Mojigata es “La rotonda del pensamiento”. Algunos murguistas se quedan en el escenario, otros bajan y todos interactúan con el público por medio de una simple coreografía. Con energía, empatía y poco más, se genera una situación muy especial, cuyo desenlace determina que en cada tablado decenas de niños terminen subiendo al escenario para bailar “la rotonda”. Pedro la palpita ya desde el ómnibus, Ulises le pide a su padre que se la muestre en un video, Lara la practica frente al espejo, Salvador la transforma en pogo arriba de la cama, Ría se la enseña a su hermano Tiago para que pueda lucirse, y todos se suben.

Mora lo hizo en el Velódromo, pero no para bailar la coreografía, sino para tocar con sus platillos nuevos. Se paró en la línea de la batería, se acompasó a los ritmos y los cortes, y cuando terminó la canción le dijo a la platillera oficial: “Todavía no me bajo, ¿ta? Tengo que tocar la retirada”. Obviamente, se quedó. La tocó de punta a punta y vio cómo volvía a subir, esta vez en la bajada, el resto de los niños. Algunos de la mano de sus padres, otros de la mano de cualquiera. La bajada desemboca en el ómnibus, para ir al siguiente tablado o para volver al club a sacarse el maquillaje –grandes y chicos–. En el viaje, se sientan de a tres o cuatro en asientos de a dos, se cuentan sobre lo vivido minutos antes y no preguntan “¿cuántos tablados tienen mañana?”, sino “¿cuántos tablados tenemos mañana?”. Esta escena tiene música de fondo: la celestial voz de Emilia sentada con su padre, cantando la retirada como si estuviese en una nube, no en un tablado.

En el Teatro de Verano no pueden subir al escenario; ellos lo tienen claro y esperan a sus padres al pie de la escalera. Este año, en uno de esos encuentros finales, Martina abrazó llorando a su madre, tiempo atrás dubitativa, y sentenció: “¿Viste?, no quiero que esto termine nunca”.

Mateo Magnone, desde la cuerda de segundos.