Uno a veces tiene la tendencia a lidiar con la Academia de Artes y Ciencias Cinematográficas y sus premios Oscar como si se tratara de una inteligencia unificada. Así, se puede describir la premiación atribuyendo criterios, con frases como: “No le dieron el premio a mejor película a ¡Huye!, entonces, como consuelo, le dieron un absurdo premio a mejor guion original, para quedar bien con la comunidad afrodescendiente y evitar que se reiteren acusaciones de racismo como las que hubo hace dos años, protagonizadas por el movimiento #OscarsSoWhite”. Pero no, no funciona así: los miembros de la Academia, que eligen por voto individual secreto, no tienen idea de cuáles serán los resultados antes de emitir sus votos, y los enormes intereses económicos en conflicto parecen ser una buena garantía contra cualquier tipo de fraude.

Por lo tanto, los premios Oscar se pueden apreciar bajo el modelo de esa especie de semiinteligencia con componente caótico que caracteriza a los sistemas electorales. Los direccionamientos son más bien estructurales: los alrededor de 6.000 integrantes de la Academia distan de abarcar o representar a la totalidad de los profesionales estadounidenses del sector. El único criterio de admisión neto es el hecho de haber sido nominado, y esto corresponde a aproximadamente un tercio de los miembros. La admisión de los otros dos tercios obedece a criterios no revelados. La nómina es reservada, así que es muy difícil hacer estadísticas, pero una investigación de 2012 de Los Angeles Times estimó que, en una población estadounidense con 78% de blancos y 48% de varones, 94% de los integrantes de la Academia eran blancos y 77% varones, y que esas diferencias se radicalizaban en el más restringido cuerpo directivo (98% blancos y 85% varones). Hay una campaña consecuente para que la Academia sea más representativa de la diversidad humana estadounidense, al menos dentro de los parámetros que actualmente están de moda (género, “raza” y, en alguna medida, etnicidad), y eso podría tener su efecto en la medida en que se asuma la premisa de que las mujeres tenderán a votar más por mujeres, los negros por negros, los asiáticos por asiáticos, los latinos por latinos, los homosexuales por homosexuales, etcétera (tal presunción es uno de los fundamentos de la política identitaria, que a su vez fomenta la aplicación de ese criterio de representatividad de “tipos de gente” definidos y categorizados con cada vez mayor minucia).

Otro tipo de censura estructural está dictaminado, como en la mayoría de los procesos electorales llamados “democráticos”, por el hecho de que, del cuerpo enorme de películas elegibles, los votantes elegirán entre las que vieron, y estas tienden a estar entre aquellas que tuvieron mayor circulación, o cuyos productores dispusieron de recursos para promocionarlas de la manera más eficaz. Esto explica la ausencia de muchas de las películas estadounidenses más notables en la premiación, aquellas realizadas con bajo presupuesto y destinadas al circuito independiente (piénsese, en los últimos años, en peliculones estadounidenses como Starlet, Tangerine, Little Men o Paterson).

Esta restricción se incrementa con el sistema de clasificación de películas de la MPAA (siglas en inglés de la Asociación Cinematográfica de América, el lobby de los grandes estudios estadounidenses). Una gran cantidad de cines se rehúsa a exhibir películas clasificadas como NC-17 (prohibidas para menores de 18 años). Sin llegar a constituir una censura, el sistema garantiza que ciertas obras tendrán una circulación muy limitada si se utiliza, como excusa para ese estigma, algún pretexto vinculado con la presencia de violencia, palabrotas, exposición de uso de drogas, desnudez y sexo.

Por otra parte, la mayoría de los estadounidenses (y esto, tristemente, incluye a los profesionales del cine) son reacios a ver películas subtituladas o dobladas, lo cual vuelve extremadamente improbable que una película de habla no inglesa sea contemplada en las categorías principales, quedando para ellas el nicho específico reservado a mejor película en idioma no inglés, que obedece a reglas radicalmente distintas a las del resto de la premiación. Ello entraña una trampa importantísima: una vez que la categoría de películas en idioma no inglés excluye la participación estadounidense en la producción, es extremadamente improbable que llegue al Oscar cualquier película que se ocupe de minorías estadounidenses cuyo idioma principal no sea el inglés (por ejemplo, idiomas nativos, o español).

A todo lo anterior se suma el hecho, tampoco muy alentador, de que cuando uno reúne un grupo extenso de votantes –aunque supuestamente integren un sector especializado– la combinación de opiniones termina pareciéndose bastante al “sentido común” de la gente de a pie, sin la diferencia positiva de apreciación que se podría esperar. Así, suele primar la idea de que se está premiando el cine “de calidad”, identificado como aquel que lidia con ideas importantes, positivas, enaltecedoras, grandiosas. Y algo similar pasa en los demás rubros: incluso los montajistas, al contrario de lo que uno podría pensar, tenderán a elegir las películas que tienen muchos cortes y construyen con el montaje un ritmo ágil y fluido –es decir, aplicarán la idea más ingenua sobre qué es montar “bien”–, pasando totalmente por alto el montaje de una película como Lady Bird, probablemente mucho más original e inteligente en su concepción que cualquiera de las cinco que fueron nominadas. En música, ganó la de La forma del agua, que es la que tiene la melodía más tarareable y está asociada con un sentimiento más punzante, superando al trabajo formidable y mucho más original de Hans Zimmer para Dunkerque, que se caracterizaba por ser poco melodioso, ruidista. Esta película fue la merecida ganadora de los dos premios al sonido, pero uno se pregunta si habrá sido por la cuidadosa articulación entre ruidos y música, o sencillamente porque en tiempos recientes siempre ganan en esa categoría los films en los que hay muchos disparos, motores y choques contra distintos tipos de superficies. En actuación masculina ganaron las acrobacias físico-verbales de Gary Oldman haciendo su imitación de Winston Churchill en Las horas más oscuras, en perjuicio del tremendo trabajo de Thimothée Chalamet en Llámame por tu nombre, compuesto sin la premisa de sobreexhibir y sobreexplicar el virtuosismo actoral.

De todos modos, las campañas de concientización de algunos tipos de desigualdad vienen surtiendo un fuerte efecto en los votantes: entre las personas nominadas hubo una cantidad especialmente grande de mujeres (fuera de las categorías específicamente femeninas para la actuación), negros y latinoamericanos. Los precedentes históricos fueron ostentados con orgullo: Yance Ford, productor y director de Strong Island, que compitió por el Oscar al mejor documental, puede ser considerado el primer varón transgénero nominado. Rachel Morrison fue la primera mujer nominada por su dirección de fotografía (en Mudbound). Por la misma película, Dee Rees fue la primera negra homosexual nominada en la categoría de guion. En ninguno de esos casos hubo premios, pero Jordan Peele (el primer negro nominado simultáneamente como productor, director y guionista) ganó el Oscar a mejor guion original por ¡Huye!. Otro negro (Kobe Bryant) fue coganador por el mejor corto de animación (El corazón del deporte). Un inmigrante mexicano (Guillermo del Toro) ganó como mejor director por La forma del agua (que también recibió el Oscar a mejor película y fue la producción que sumó la mayor cantidad de estatuillas –ganó en cuatro de las 13 categorías en las que estaba nominada–). Una película latinoamericana –la chilena Una mujer fantástica– ganó el premio a la película en idioma no inglés (recién la tercera película latinoamericana y la décimotercera no europea en ganar ese premio). Un nieto de filipinos con tipo físico reconociblemente austronesio (Robert Lopez) ganó por la mejor canción (“Remember Me”, de Coco). Un japonés (Kazuhiro Tsuji) ganó el premio al maquillaje por Las horas más oscuras. Al recibir su premio a mejor actriz por Tres anuncios por un crimen, Frances McDormand dio quizá el discurso más enfervorizado e histriónico de la noche, pidiendo a todas las mujeres nominadas de la ceremonia que se pararan, y concluyendo con una convocatoria a que los profesionales establecidos de Hollywood negocien una inclusion rider (es decir, una cláusula contractual que condicione su participación en cualquier película a que el equipo esté integrado con un criterio inclusivo).

Ese tipo de criterio se extendió además al terreno de la temática, ya que hay cuestiones candentes del feminismo en las tramas de Tres anuncios por un crimen (que ganó los premios a mejor actriz y mejor actor secundario), o sobre la condición del negro en Estados Unidos en ¡Huye! (mejor guion original). Coco (mejor largometraje animado además de mejor canción) tiene una visión muy positiva de la cultura mexicana. No es difícil ver la historia central de amor de La forma del agua (entre una muda y una criatura acuática) como metáfora de un vínculo por fuera de la norma dominante (esa interpretación gana relieve debido a la trama secundaria vinculada con un personaje homosexual interpretado por Richard Jenkins, también nominado como actor secundario). La inclinación a premiar películas con un tratamiento correcto de ese grupo de cuestiones puede ser una de las explicaciones para la victoria de Llámame por tu nombre en la categoría de guion adaptado –esa película lidia con un amor homosexual, pero sus muchos méritos están más en la dirección, la actuación y la temática que en el guion–. De la misma manera, la elección de Una mujer fantástica como película en idioma no inglés seguramente debe mucho a su temática –sobre una mujer trans–, y si no fuera por ese factor costaría explicar su elección sobre una obra excepcional como The Square. Quizá tuvo que ver con que The Square no presenta una moraleja tan clara, tiene como personaje central a alguien que está mucho más del lado de los opresores que del de las víctimas, y se ocupa de un tipo de exclusión que no está de moda como las que fueron mencionadas hasta aquí, es decir, la exclusión económica, las diferencias de clase, los contrastes entre la opulencia y la marginalidad.

La Academia no tiene control directo sobre los resultados electorales, y probablemente tampoco sobre los discursos espontáneos de los ganadores (aunque la agilidad, relativa precisión y ritmo del montaje en vivo de la trasmisión televisiva de lo que dijo McDormand puede sugerir un componente ensayado. ¿Quizá se acordó previamente que quien ganara en la categoría de mejor actriz haría algo así?). Pero sí hay control sobre los componentes preestablecidos de la ceremonia, y en ellos hubo un cuidado aun más riguroso de la inclusión (dentro de las categorías que están de moda), con aproximadamente el doble de mujeres (incluida la actriz trans Daniela Vega) que de varones, y una leve mayoría de personas sin perfil WASP (siglas en inglés de “blanco, anglosajón y protestante”), que incluyó a varios negros, personas de ascendencia italiana, hispana, indoamericana y judía, y a un paquistaní de familia musulmana –en algunos casos, además, inmigrantes–. Sandra Bullock y Emma Stone se ocuparon de llamar la atención sobre las mujeres nominadas en las categorías que anunciaron (respectivamente, fotografía y dirección), con el doble sentido de resaltar su grata presencia y de señalar sus posiciones minoritarias de una en cinco. Ashley Judd, Annabella Sciorra y Salma Hayek dedicaron un discurso específico a las conquistas de los movimientos #MeToo y #TimesUp, de denuncia del acoso sexual en la industria. Cuando se presentaron las canciones, siempre que el texto daba el menor pretexto (“Dejemos de lado nuestras diferencias”, “Tenés que levantar alguna bandera” o “No pido disculpas, esa soy yo”) se señalaron sus valores morales, e invariablemente, luego de las primeras notas y antes de que quien cantaba empezara a hacer gala de toda su potencia pulmonar, aparecía al fondo una línea de personas de negro en una actitud que combinaba la reverencia de quien oye un himno y la actitud de un superhéroe presto a levantar vuelo. Por tradición, el ganador como mejor actor en el año anterior presenta la categoría de mejor actriz, pero Casey Affleck prefirió no participar (o alguien con poder de decisión prefirió que no lo hiciera), porque su presencia no habría sido grata en el clima generado por #MeToo (en 2010 fue acusado de acoso sexual; la Justicia lo absolvió y el peso de las evidencias cayó a su favor, pero estos factores no fueron considerados por la tendencia de opinión que viene siendo hegemónica en ese medio). James Franco, cuyo The Disaster Artist (Obra maestra) competía en la categoría de guion adaptado, y que recibió acusaciones de acoso al parecer mejor fundamentadas que las de Affleck, no fue visto en la ceremonia realizada en el teatro Dolby (al menos, no en cámara).

Incluir a los republicanos

Las demandas por inclusión no incluyeron ninguna consideración a favor de películas de bajo presupuesto, que representaran a personas pobres y defendieran sus derechos. No supe de nadie que haya siquiera mencionado la exclusión de películas de países en los que no se habla inglés (obras que, al contrario de la creencia común, son candidateables con tal de que hayan sido exhibidas en Los Ángeles por más de siete días entre el 1º de enero y el 31 de diciembre del año anterior). El hecho de que la Academia considere que el cine del mundo que merece consideración es el hablado en inglés, y deje afuera al resto del mundo (con sus mujeres, homosexuales y no blancos, ricos y pobres, sanos y enfermos, conservadores y progresistas) no parece computarse como “exclusión”. Hay una ambigüedad importante en la actitud ante estos asuntos: ¿el criterio inclusivo que se aplica prioriza la denuncia de problemas graves o la ostentación orgullosa de nuevos logros del país que (poco menos que) inventó la democracia, los derechos civiles, la igualdad y la mejor forma de vivir la libertad? Cada uno de los inmigrantes que tuvo la oportunidad de hablar resaltó lo bien que fue acogido en Estados Unidos, quizá con alguna recomendación de tener cuidado con ciertas tendencias xenófobas y no dejar que crezcan. Me parece maravilloso que un mexicano gane el premio a mejor director (aunque entre los nominados, y considerando estrictamente la dirección, habría preferido a Christopher Nolan o a Greta Gerwig), pero el discurso de agradecimiento de Guillermo del Toro, por cierto muy bonito y sentido, habló de cuando era niño en México y veía “películas extranjeras”, y sólo se refirió a directores estadounidenses. Eso implicó la emoción de integrar un linaje junto a esos directores yanquis que admiraba de niño, y pareció asumir que finalmente “llegó”, que conquistó lo que era más importante que conquistara, aunque se pueda argumentar que hay mucho cine valioso en México que nunca va a ganar un Oscar y que bien podría valorizarse sin tener que pasar por ese filtro. Quizá la real conquista sería asumir con orgullo los valores propios, en vez de babearse con los dudosos criterios de la Academia, o en todo caso alegrarse cínicamente por los beneficios económicos asociados con ganar un Oscar, pero sin dejarse engatusar por su presunto valor artístico ni deshacerse en indignas expresiones genuflexas de emoción y triunfo.

Hay una ambigüedad similar en el juego de que una serie de estrellas hollywoodenses se aparezcan de sorpresa entre los espectadores de una sala de cine normal. Muy bien, las estrellas se entreveran con “la gente”, pero es también: “Miren a esa gente, meros mortales, cómo vibran en contacto con los dioses magnánimos que se dignaron a bajar del Olimpo, e incluso permitieron que una de esas personas ‘del montón’ presentara a los presentadores de los mejores cortometrajes”.

Junto con esos aspectos, hubo en la ceremonia un claro intento de no identificar a los movimientos por la inclusión de algunas categorías desfavorecidas de personas con la idea de izquierda o de “Partido Demócrata”. No hubo, como en otros años, discursos ni alusiones explícitas contra Trump o contra los manejos del capital financiero. En los varios montajes que celebraron el pasado del cine, hubo abundantes escenas de películas de o con Clint Eastwood, la más célebre de las eminencias hollywoodenses pro Trump. Hubo incluso un montaje de películas bélicas que constituyeron un “homenaje a los hombres y mujeres militares alrededor del mundo”. El presentador Wes Studi fue aplaudido cuando hizo referencia a su enrolamiento voluntario para ir a pelear en Vietnam, y definió, sin más, a los soldados estadounidenses retratados en la extensa tradición del cine bélico como gente que “peleó por la libertad”. Eso, por supuesto, sólo es prueba de cierto oportunismo por parte de la Academia y de un plan para recuperar cierta neutralidad partidaria, pero resulta un regalo para quienes, desde la izquierda más conservadora, consideran que la nueva agenda de derechos no es más que un elemento para distraer la energía militante de las causas más esenciales.

Los 90

Más allá de todo eso, hubo aspectos muy simpáticos en toda la ceremonia. El kitsch habitual del decorado, en este caso, ganó una justificación linda, ya que había un espíritu retrospectivo bajo el pretexto de que ésta fue la 90ª ceremonia de entrega de los Oscar. La mezcla de cristales, motivos acuáticos, art déco y columnas rojas funcionó como reminiscencia del viejo Hollywood. Para algunas presentaciones, recurrieron a veteranísimas y encantadoras ganadoras de hace añares (Eva Marie Saint ganó como actriz secundaria en 1955, y Rita Moreno en 1961). Hubo unos montajes fantásticos y emotivos con escenas de películas clásicas, que uno se sentiría tentado a llamar “tributos a Hollywood”, pero en realidad eran a todo el cine del mundo, sólo que la proporción de películas de otras nacionalidades fue ridículamente chica. Luego del famoso papelón del año pasado, cuando se anunció la película errada como ganadora del premio principal, fue un buen gesto volver a invitar a los mismos veteranos actores (Faye Dunaway y Warren Beatty) que habían quedado medio pegados en aquella ocasión, para redimirse con una presentación impecable. También vino bien que se relajaran un poco con el control sobre los discursos de los ganadores: en vez de reprimirlos echándolos del escenario, simplemente se otorgó un premio jugoso (un jet ski de más de 17.000) para el discurso más breve. La ceremonia duró casi cuatro horas que, para los cinéfilos, pasaron volando. El gran director James Ivory finalmente ganó su Oscar (aunque fue como guionista de Llámame por tu nombre), y el genial fotógrafo Roger Deakins también (aunque fue por uno de sus trabajos más deslucidos, en Blade Runner 2049). La sección In Memoriam, que rinde homenaje a los socios de la Academia fallecidos en el correr del año, siempre es conmovedora, pero aparte de figurar en ella, Jerry Lewis habría merecido un homenaje más extenso y desarrollado; los coordinadores del evento tuvieron otras prioridades.