Con su estilo tajante, en definitiva sencillo, Gillo Dorfles dijo una vez que no deseaba “un abandono de la armonía porque terminó la gran aventura del pensamiento artístico renacentista”, pero que sí anhelaba “una mejor comprensión por parte de la humanidad de las diversas formas del arte contemporáneo que son aceptables para quienes las miran con una óptica diferente”. Para explicar su obra crítica en una breve nota, aquellas palabras expresan en forma privilegiada una larguísima trayectoria que terminó el viernes, cuando tenía casi 108 años. Sus mayores preocupaciones fueron vivir y entender un presente en continua y siempre acelerada mutación, y los cambios que este le aportaba al arte, concebido en un sentido amplísimo (algo que hoy es moneda corriente, pero que sabía a herejía en los años 40 y hasta por lo menos los 60), tratando en forma impenitente de dilatar la percepción y los gustos del público. Cada fenómeno mirado sin posibilidad de síntesis, enfrentado y enfrentable sólo caso por caso.
Nació en 1910 en Trieste, que aún era parte del imperio austrohúngaro; de joven llegó a frecuentar a Italo Svevo, para luego codearse con el who’s who cultural mundial –fue amigo, por ejemplo, de Arturo Toscanini y Leonor Fini–, siempre desde su Milán adoptiva. La mejor y más rápida manera de recordarlo, y de entender el peso de su generosa lección, es releer los títulos de sus libros más contundentes, varios de ellos traducidos al español (hace dos años se editó en Italia Estética sin dialéctica, que reúne a casi todos y suma más de 2.600 páginas). Por ejemplo, en El devenir de las artes (1955) Dorfles desplegó una premisa que ya no abandonó para investigar las manifestaciones estéticas: la de desmantelar cualquier idea de “esencia” y “eternidad” de la obra, en pos de una casi maníaca investigación de sus aspectos materiales y coyunturales, y de su estatus de ente sujeto a un “devenir” constante. El mismo sesgo fenomenológico, firme en todas las fases de su carrera, está en Nuevos ritos, nuevos mitos (1965), que se ocupa de las transformaciones sociológicas de los actores sociales tardocapitalistas, atareados en instituir nuevos rituales, aparentemente frívolos, pero hijos de la misma necesidad antigua de figuras mitológicas.
En 1968 escribió lo que quizá fue su aporte más célebre a la teoría del arte dentro de la producción industrial (y no sólo), el ensayo retomado y ampliado varias veces en los años sucesivos– sobre el kitsch: una especie de historia del mal gusto y también de su poder de fascinación. En otro miniclásico, Las oscilaciones del gusto (1970), se ocupó de conciliar al “hombre de la calle” con la producción artística de vanguardia, explicando las motivaciones profundas de su rebeldía. Con los años 80 comenzó una fase de su pensamiento particularmente crítica sobre el rumbo tomado por la relación entre ciudadanos, tecnología y estética, que consideraba cada vez más dominada por el conformismo. Así, como rememoró Antonio Gnoli en una nota escrita el mismo viernes, en El intervalo perdido (1980) Dorfles parece anticipar conceptos como el de “sociedad líquida”, de Zygmunt Bauman, y el de “no-lugar”, de Marc Augé, hablando de la pérdida de la conciencia del tiempo vivido y la trampa de un eterno presente en el que nos movemos como prisioneros. En la misma línea “pesimista” –aunque sin llegar a los extremos de otros pensadores, como Jean Baudrillard, y en definitiva conservando cierta esperanza– publicó por lo menos otros dos tomos destacables: Hechos y hechoides (1997), cuyo subtítulo es un magnífico resumen: “los seudoeventos en el arte y en la sociedad” (¡cómo suena actual en el torbellino de las fake news!) y Horror Pleni, la (no) civilización del ruido (2008), centrado en la proliferación desaforada de estímulos en el tejido social contemporáneo y la parálisis crítica que implica (y que Dorfles evidentemente consideraba insostenible aun antes de la explosión de los social media).
Su energía no se limitó al mero aspecto especulativo (publicó, por ejemplo, monografías sobre el diseño industrial, y sobre artistas tan dispares como Durero y Wols) ni a una sola disciplina. De joven se recibió de psiquiatra, aunque nunca ejerció, y supo estar también del otro lado en el art world: en 1948 fundó con Atanasio Soldati, Gianni Monnet y el extraordinario Bruno Munari (ex futurista y posiblemente el designer italiano más importante del siglo XX) el movimiento Arte Concreto practicando una rigurosa, aunque no excelsa, pintura abstracta entre lo geométrico y las influencias de Joan Miró, a la que renunció durante unas décadas para luego retomarla y no dejarla más (su última exposición se hizo en 2016). Esa producción artística muestra, de algún modo, su misión de crítico y estudioso: un circuito razonado como contención frente a cualquier fuga hacia lo irracional, pero permitiéndose, a menudo, ironía y diversión.
La para nada imprevista –dada su edad– desaparición de Dorfles es el segundo gran golpe que reciben este año los estudios de estética en Italia. En enero falleció otra figura capital de la filosofía activa en ese país, Mario Perniola, a primera vista distante de las posiciones de Dorfles, pero igualmente polémico y eficaz al desnudar los mecanismos ocultos que regulan el mundo del arte.