Sin duda, la dirección prominente de la escultura uruguaya de las últimas décadas ha estado marcada por cierto apego a los elementos naturales, a una estética de lo orgánico que destaca la labor manual, en la que lo artesanal, tanto ideológica como prácticamente, juega un rol fundamental. Daniel Escardó, que falleció el sábado a los 61 años, fue, en este sentido, uno de los pocos escultores que tomaron un camino diferente.

Probablemente fue Joaquín Torres García quien sembró aquellas ideas sobre el material y la composición que generaron esta tendencia hacia un tipo de escultura que hace su centro expresivo en lo natural, en el reciclaje de material ya cargado de historia, sobre todo la madera, pero también el hierro e incluso algunos perecederos. Así, se puede pensar en un Germán Cabrera y su tierra cocida y madera; en ciertas composiciones tridimensionales de Nelson Ramos; en el reciclaje, incluso de chatarra, de Hugo Nantes; en los hierros alumbrados de Octavio Podestá; en la talla de madera policromada y totémica de Claudio Silvera Silva y la “regular” de Ricardo Pascale; en los pasmosos encajes de madera de Wifredo Díaz Valdéz. Incluso los más álgidos espirales metálicos de Verónica Artagaveytia conservan cierto grado de manualidad a la vista. Por el contrario, en las piezas que Escardó empezó a concebir a partir de los años 90 es evidente que el generador de formas y estructuras es aparentemente impersonal, mecánico, y está regido por bases matemáticas que casi inauguran una línea analítica de lo tridimensional uruguayo.

Probablemente Escardó fue un escultor que, dentro de la tradición nacional, miró más la abstracción geométrica pictórica de los 50 (María Freire, Pedro Costigliolo, etcétera) que lo que pasó en la escultura, además de haber tenido la influencia de un sistema lógico-geométrico que su maestro, Guillermo Fernández (curiosamente, discípulo de Torres), le impartía en su taller. A esta postura “fría” también se aproximó –según relatos que se hallan en textos de presentación de sus muestras– por cuestiones biográficas que lo acercaron desde pequeño a un abordaje “científico” de la creación: un bisabuelo ingeniero; un abuelo médico; un padre radiólogo, profesor de anatomía en la Escuela de Bellas Artes y con intereses en la arqueología. De niño, Escardó frecuentaba el laboratorio del padre, algo que, en cierto sentido, recreó en 2004 con la instalación Objectum. Fruto o no de estas “premisas” existenciales, llegó a sus esculturas modulares, que le permitieron exhibir profusamente tanto en Uruguay como en el exterior, luego de una larga fase como pintor –que no dejó nunca, aunque tal vez fue perdiendo centralidad en su camino–, en la que se destacan trabajos generados gracias a la fuerza de turbinas que dirigen los chorros de pintura y rápidos Dibujos ambidiestros de impronta geométrica, creados con ambas manos.

A partir de la obra Dodecahedron, que en 1991 ganó el Gran Premio de Escultura Alcan, y de un largo viaje a Estados Unidos en 1992, Escardó empezó a investigar las relaciones entre formas biológicas y geométricas, a menudo resueltas en piezas articuladas, de factura aparentemente industrial (aunque a menudo trabajadas a mano), armadas con elementos realizados en fundición y de tamaños importantes. Tal vez sus series más célebres fueron Árboles de la barbarie, Torres torcidas –especie de columnas vertebrales altísimas cuyos módulos (de diferentes materiales: acero, acrílico, lexan y otros) se van achicando a medida que suben en improbables y dramáticas flexiones y mezclas de reminiscencias de Vladimir Tatlin–, Torre para la Tercera Internacional, de Pieter Bruegel, Torre de Babel y quizá, incluso, Alien, de HR Giger. De ellas hubo y hay ejemplos en espacios públicos, insólitos injertos en el paisaje urbano: hasta hace poco había una en el jardín del Museo Nacional de Artes Visuales y otra que significativamente parece cortada a la mitad en el Memorial de los Detenidos Desaparecidos de Latinoamérica, en Rivera y Jackson. Incesante investigador de nuevas tecnologías aplicables al hecho plástico, en 2015 presentó en la Galería del Paseo de Manantiales Electree, una obra creada el año anterior en Los Ángeles: un curioso árbol metálico del que salen 12 brazos mecánicos con “garras” –implementados por el experto en robótica Tabaré Aviega– que interactúan con el público, ejemplo de cómo Escardó nunca dejó su visión analítica, sin por eso negar elementos humanos e incluso lúdicos en su trabajo.