“Ya somos el olvido que seremos”. Cuando escribió este verso pensando en su memoria y los despojos de su historia, Borges no sospechaba que, años después, un sistema inteligente podría intentar escribir como él. Para algunos, en lo que va del siglo XXI ya han desaparecido las utopías y los grandes relatos, y para otros, incluso, se han desvanecido las nociones de tiempo y espacio. Pero hay quienes resisten, confiados en la memoria y la perspectiva histórica.
El año pasado, se presentó en Ámsterdam un cuadro llamado The Next Rembrandt que sorprendió a más de un crítico. El autor fue una inteligencia artificial a la que se proporcionó patrones de composición utilizados en 326 obras de Rembrandt, y una vez que los sistematizó, la máquina creó un nuevo cuadro imitando al pintor holandés. ¿De qué se trata todo esto? Es el mismo procedimiento que utilizan Amazon o Netflix para sus recomendaciones, o el que aplica Facebook para sus etiquetas. En sintonía con los nuevos desafíos que plantea el aprendizaje automático y su capacidad para resolver problemas, el docente e investigador Hugo Achugar organizó, en el Centro Universitario Regional Este, una serie de jornadas sobre inteligencia artificial (IA) y cultura, en las que se cruzaron investigadores, artistas y docentes.
Uno de los expositores fue el profesor titular del Instituto de Ingeniería Eléctrica de la Universidad de la República (Udelar) Pablo Musé (ingeniero eléctrico por la Udelar, doctor en matemática por la École Normale Supérieure de París y pintor). En diálogo con la diaria, el ingeniero cuestionó las fábulas apocalípticas que anuncian la dominación de las máquinas y ratificó su convencimiento en la preeminencia de la inteligencia humana. Advirtió que, en lo que tiene que ver con la pérdida de autonomía, el hombre la padece desde el proceso de industrialización, y en cuanto al arte, plantea la posibilidad de que la tecnología se convierta en un nuevo universo de recursos expresivos.
¿Las máquinas son inteligentes?
Inteligentes somos los humanos, que concebimos estos algoritmos. Las máquinas en verdad son tontas; si no les decimos qué tienen que hacer, no lo saben. Las bases matemáticas de estos algoritmos de aprendizaje surgieron en los años 60-70. La primera red neuronal, sumamente simple debido a la baja capacidad de cómputo y de almacenamiento de la época, fue el perceptrón de Rosenblatt (1957). Las redes neuronales actuales cuentan con muchas más capas y parámetros, pero el principio de base sigue siendo fundamentalmente el mismo. Aunque en esa época debían ser mucho más sencillos, porque no existían la potencia de cálculo actual ni las bases tan grandes de datos como las que tienen Google o Facebook, y aún no se había entrado en la era digital de la fotografía. Desde los años 2000 hubo una gran explosión con respecto al almacenamiento de bases de datos, a partir de una potencia de cálculo que sigue creciendo de forma exponencial, junto a una gran capacidad de almacenamiento.
Uno de los planteos de tu exposición tenía que ver con que las máquinas predicen pero no improvisan. ¿Creés que esto, junto con la posibilidad de creer y de sentir, seguirán siendo rasgos intransferibles?
Claro. Se sabe que la toma de decisiones está basada no sólo en argumentos lógicos, sino también en argumentos emocionales e instintivos. El instinto es una respuesta muy rápida, presente desde los orígenes de los seres vivos. Se trata de un mecanismo que se ha pulido a lo largo de decenas de millones de años, y hoy en día se desconoce cómo transferirlo a una máquina o un algoritmo. El cerebro es una máquina fantástica sumamente compleja, mucho más compleja que cualquiera de estas inteligencias. Hay tareas que para nosotros son muy difíciles, pero que estos algoritmos pueden resolver fácilmente. Un ejemplo es el algoritmo de la máquina llamada AlphaGo, que el año pasado pudo vencer al campeón mundial de go. ¿Cuál es el secreto? Que la máquina puede explorar millones de movimientos potenciales y así prever cómo se jugará a largo término. El ser humano no lo puede hacer, y la máquina gana sólo por poder explorar todas las posibilidades de movimientos. Después, hay tareas de percepción que para nosotros son sumamente sencillas, y que una IA no puede resolver: por ejemplo, desentrañar qué objeto hay detrás de otro objeto cuando sólo vemos una pequeña parte del objeto escondido, como se puede dar en el análisis visual de escenas. Para nosotros esta es una tarea instantánea, y en la actualidad no existen algoritmos que puedan desarrollarlo con la misma calidad y velocidad que el sistema de percepción humano.
¿En qué creés que se sustenta la alarma o el determinismo que rodean a la IA?
Hay una realidad, y es que la máquina ya está reemplazando a todas las tareas rutinarias. Esto genera miles de pérdidas de puestos de trabajo, y es una tendencia que irá al alza. Desde mi punto de vista, la sensación de alarma surge porque genera una polarización cada vez más fuerte entre la gente formada y no formada.
Y se convierte en una nueva brecha de exclusión social.
Es que el valor agregado estará en desarrollar aquellas tareas que la máquina no pueda resolver. Y serán tareas que requieran de una formación de punta. La cuestión es quién desarrollará los algoritmos para ejecutarlas. En medicina, por ejemplo, ¿es posible que una máquina sustituya al hombre? Este es otro ejemplo interesante, porque en el diagnóstico médico intervienen muchas variantes, y hay una parte que involucra al intercambio con el paciente. De modo que se cruza eso que se puede inferir de los estudios con lo que se escucha del paciente. Muchas veces esta no es una descripción fidedigna del síntoma, y a partir de esa descripción el médico debe inferirlo. Esto es difícilmente reemplazable, porque hay que desenmascarar sentimientos, instintos...
... o variables psicológicas.
Ni que hablar si vamos al plano de la psicología, que, en parte, también funciona porque los casos se pueden sistematizar. Todas las personas somos más o menos iguales, pero a su vez, somos distintas. Ahí está la dificultad, la diferencia entre ser un buen o mal psicólogo. Si uno lo mira fríamente y deja de lado el gran tema de la inmediata pérdida de puestos de trabajo –la sociedad siempre ha sido lo bastante inteligente como para irse adaptando a los cambios–, también es bueno que las tareas rutinarias sean reemplazadas por máquinas, y que las personas se puedan dedicar a otro tipo de actividades. Pero todo esto es muy debatible.
El filósofo francés Eric Sadin plantea que la IA se está apoderando de la esencia humana, y que pasamos de la era del acceso a la digitalización de la vida.
La inquietud surge antes de la era de la IA; esto lo único que hace es acelerarlo y volverlo un paradigma más extremo. Porque se puede decir que desde la industrialización el hombre se va volviendo menos libre. Un claro ejemplo de esto es la adicción que vamos generando a la tecnología, como es el caso del teléfono, la televisión, la dependencia de elementos tecnológicos. Hay muchas cosas que nos van volviendo adictos a la tecnología y nos van quitando autonomía.
¿Es necesario establecer parámetros políticos y éticos en todo este proceso?
Hay un tema que tiene que ver con la altísima generación de masas de información, que se concentra por el lado de las empresas o entes que centralizan grandes capitales, como es el caso de Facebook. Ahora justo surgió el escándalo vinculado con Cambridge Analytica: a nosotros, ¿qué nos asegura que estas empresas conservan la privacidad de la información? Nada. Y ese fue el escándalo, en el que se usaron estadísticas de los likes de los usuarios para segmentar el universo de los votantes y hacer publicidad dirigida. Así, se supo qué personas tenían determinadas tendencias, y a las más conservadoras se les envió determinados mensajes. A los que respondían positivamente al uso de las armas en Estados Unidos se les mandó publicidad orientada en ese sentido. Creo que este es el gran tema, pero ¿cómo hacés para controlar algo así con empresas que siempre están presentes virtualmente? La única posibilidad es ser China, donde no funcionan Facebook, Whatsapp ni Google. Y hay otras cuestiones que hoy en día son de riesgo, como confiar la medicina a una máquina. En la actualidad, la máquina hace una operación mucho más fina que la que podría hacer el ser humano, como en el caso de las operaciones de córneas. Pero se complejiza cuando hablamos de recibir un tratamiento o de hacer un diagnóstico a partir del encuentro médico-paciente. Por eso, casi todas las máquinas que se usan en medicina son herramientas de asistencia al diagnóstico. Y en última instancia, el médico debe supervisarlo. No sé si se correrá este límite.
¿Y cómo creés que incide la IA en la creación artística?
Creo que va planteando nuevos desafíos que hacen evolucionar al arte, si es que lo concebimos como un proceso creativo humano. Ahí también intervienen otros aspectos: ¿consideramos arte a la matemática? Según esta definición sí lo podría ser, pero en general no se la concibe así por una cuestión creativa más racional, que se basa en una composición lógica. Si pensamos en el arte como un proceso creativo, el hecho de que la tecnología vaya avanzando y ofreciendo herramientas genera nuevos desafíos para la creación humana. Cuando surgió la fotografía –en 1839– lo que se vaticinó fue la muerte de la pintura. Pero esto se dio porque no se concebía a la pintura fuera de lo que era la imitación de la realidad y, sobre todo, los retratos de las personas célebres. En realidad, el hecho de la aparición de la fotografía provocó que el arte derivara primero en interpretaciones más libres de la realidad, como el impresionismo o el fauvisme de [Henri] Matisse y otros artistas, que fueron muy rechazados y desdeñados en la época por su nivel de transgresión, y comenzó a explorar otras formas de expresión, más allá de la imitación perfecta de la realidad. Los pintores impresionistas compartían determinados preceptos que tenían que ver con plasmar las impresiones que uno tenía cuando veía una escena, más que la escena en sí misma. Después, en la primera década del siglo XX surgió el movimiento abstracto. Si no hubiera existido la fotografía y la pintura hubiera seguido con su rol de documentación de la realidad, ¿se hubieran explorado otros caminos?
Hoy en día hay algoritmos que generan pinturas abstractas con un valor plástico comparable a cualquier otra pintura humana. Eso, sin duda, correrá la frontera de la creación artística. Pero acá surgen las limitaciones. Si le pedimos a una máquina que haga una pintura figurativa, hoy en día los resultados no son agradables. Pero con el tiempo tal vez sí lo sean. Si esto se vuelve masivo y una persona puede crear un algoritmo para producir una imagen y colgarla en su casa, ¿hay creación o no? Como, además, estas máquinas son la materialización de algoritmos diseñados por el hombre, la pregunta es más fuerte: ¿hay creación artística en esto?
Y también surge la pregunta de si es una herramienta o un fin en sí mismo.
Así como las cámaras fotográficas, las máquinas o los algoritmos también son un dispositivo. Cuando uno saca una foto, lo que obtiene no es la realidad sino una imagen de ella, porque los lentes tienen distorsiones, los captores tienen incertidumbres. Nunca obtenemos un fiel reflejo de la realidad. Y tampoco lo tenemos nosotros, porque nuestro sistema visual también es un aparato que cuenta con una lente y una retina.
Hace poco, The New York Times publicó una nota sobre IA y los efectos especiales en cine, diciendo que esta tecnología reemplazará todo el trabajo pesado, pero los artistas se mantendrían a salvo, como al resguardo de una entidad tranquilizadora. ¿Coincidís con esto?
Totalmente; es un buen ejemplo. ¿Una máquina puede crear una película? Hoy en día no pueden crear una novela, pero sí generar textos que a primera vista son coherentes. Cuando uno inspecciona ve que hay faltas en esa coherencia. Y no sé cuánto mejorará esto en el futuro. No creo que se mejore hasta el punto de escribir una novela, porque para hacer esto debería contar con algo muy determinante, que es el sentido común. Inventar una historia con desarrollo requiere un hilo conductor que se mantenga a largo plazo, algo que es muy difícil que una máquina –que toma decisiones sin apelar a lo psicológico– pueda sostener.
Desde los griegos, siempre ha estado presente ese interés sobre la naturaleza inquietante y ominosa de las máquinas.
Está el miedo a lo desconocido. Y la mayoría de la gente no sabe que las IA son programadas por el ser humano. Se maravillan por proezas espectaculares, como que una máquina gane en el go, cuando en verdad no ven todos los millones de casos en los que fallan. Y hablamos de casos que para nosotros son muy sencillos de resolver. En la actualidad todo el mundo habla de IA, big data, deep learning, y muy pocos saben de qué se trata. De ahí el miedo a algo que parece mágico.