Un minuto de gloria integra esa especie de género sin nombre de historias contemporáneas, en el que un individuo decide hacer las cosas bien y así entra en disonancia con el sistema, que lo reprime y aplasta. Para los personajes que nos conciernen todo termina mal, y nada cambia en el panorama que se denuncia. Ese género tuvo su auge en los años 60 y 70, cuando cierta izquierda radical empezó a considerar que el enfoque optimista y ejemplar del realismo socialista resultaba catártico y desmovilizador, y más bien buscó historias que generaran que el espectador dejara la sala de cine quemado de bronca.

Esto último es lo que me pasa aquí. Dentro del esquema muy general que describo, la historia y la forma de contarla son originales y tienen implicancias en la Bulgaria actual. El protagonismo se reparte y alterna entre Tsanko –un humilde guardavías que reside en las afueras de Sofía– y Iúliia –una alta funcionaria encargada de relaciones públicas en el Ministerio de Transporte–. Al comienzo de la película, y luego de dar cuerda al preciado reloj pulsera Slava (una marca soviética premiada por su sobresaliente precisión y solidez) que su padre le regaló, Tsanko sale a trabajar y encuentra, tirado en las vías del tren, una millonada de plata. Hace lo que muy poca gente haría: lo denuncia a la Policía. La plata pertenecía –o estaba asegurada por– el Ministerio del Transporte, que rinde un homenaje público al honestísimo personaje. A Tsanko le otorgan un diploma de reconocimiento y un vistoso reloj digital. A tal efecto Iúliia, organizadora de la ceremonia, le pide que se saque el reloj que tiene para guardárselo hasta el final de la ceremonia. Pero ocurre que ella, siempre llena de cosas importantes de qué ocuparse, se retira antes del final del acto. A Tsanko no le importa nada su diploma y menos aun el reloj nuevo, que es menos preciso que el que tenía y que además no sabe usar bien porque es un “analfabeto digital”. Empieza a perseguir a Iúliia para recuperar su Slava, que ella no tiene la menor idea de dónde dejó, pero que para Tsanko tiene un enorme valor afectivo e identitario. Mientras ella lo esquiva, Tsanko, sintiéndose destratado, usa su momento de visibilidad pública para denunciar los retrasos en los pagos a los funcionarios del ministerio, los actos de corrupción y el tráfico de combustible operado por la mayoría de sus colegas, con la connivencia de la dirección. El héroe se convierte en una pieza por demás incómoda, y la solución para que no siga jodiendo va a ser oprimirlo moral, legal y físicamente.

La historia tiene que ver, por lo tanto, con la honestidad y la integridad como anomalías disfuncionales del sistema. También implica una visión nostálgica e idealizada de varios pasados encarnados por Tsanko: el hombre tradicional (la barba crecida, la tecnología analógica), rural, imbuido de un sentido del deber y de hacer las cosas bien, sin ambiciones, y cuyo único apego tiene que ver con lo que recibió de su padre, que adivinamos que debe haber sido una persona como él, hijo de otra persona como él. El reloj Slava (la palabra quiere decir “gloria” en ruso y en búlgaro) remite a una industria que tenía por cometido y cuestión de honor producir mercancías duraderas y de calidad, y además es oriundo del régimen comunista. La película contrasta a Iúliia y Tsanko constantemente; ella es una yuppie desatenta con todo el mundo, preocupada por las apariencias y absolutamente prescindente de las nociones de lo justo y lo bueno. Harta de la insistencia de Tsanko por recuperar lo que, para ella, no es más que un reloj viejo, le reprocha que es un mal agradecido, porque “hicimos de ti un héroe”, es decir, no parece contemplar ni por un segundo que él efectivamente tuvo una actitud admirable y que es la institución que ella representa la que tiene que estarle agradecida. Tsanko vive en el mundo que los posmodernos llaman “moderno”, mientras que Iúliia integra la sociedad del simulacro (encarnada por el reloj digital vistoso pero berreta, la preocupación por los comentarios en internet, la obsesión con secarse las axilas para que sus vestidos espléndidos no vayan a aparecer manchados de transpiración en las muchas ocasiones en que ella tiene que aparecer en público, su propia condición de relacionista pública).

Hay varias situaciones en la película que se reiteran dos o tres veces en un esquema de variaciones, y estas siempre son significativas. Por ejemplo, la primera vez que vemos a Iúliia ella se está haciendo un examen ginecológico, y mientras el médico la examina con el espéculo, ella habla de trabajo por el celular. Aun cuando se baja de la camilla, en dos o tres ocasiones el médico deberá aguardar a que ella haga o reciba nuevas llamadas impostergables para seguir la consulta. Más adelante, volveremos a ese escenario en una segunda consulta con el ginecólogo, y el celular de Iúliia vuelve a sonar, pero al ver que se trata de Tsanko, “por supuesto” que no lo puede atender porque está en una consulta médica. Hay comparaciones incluso en lo gráfico (Iúliia durmiendo corta a Tsanko durmiendo), al contrastar el apartamento de la ejecutiva (de un estilismo geométrico y pulcro, de superficies lisas y colores diversificados, muy iluminadas) con la casita de Tsanko (objetos muy viejos, todo gris y marrón, parcamente iluminado, donde siempre revolotea una mosca ruidosa).

La película está realizada según las normas de lo que actualmente se siente como realismo, es decir, cámara en mano, banda sonora exclusivamente diegética, narrativa cronológica. Está muy bien hecha y actuada, tiene varios comentarios puntuales interesantes, es verosímil y cumple con sus funciones básicas, que son las de generar un drama conmovedor y hacernos hervir de indignación y pena ante las injusticias de este mundo.

Un minuto de gloria (Slava) | Petar Valchanov y Kristina Grozeva. Con Stefan Denoliubov, Marguita Gosheva, Kitodar Todorov. Bulgaria/Grecia, 2016. En Cinemateca 18.