El riverense Eduardo Milán (1952) es un conocido poeta que, en paralelo a una prolífica obra, se ha dedicado a la crítica y el ensayo y a reflexionar, entre tantos temas, sobre los fenómenos literarios más importantes del siglo XX. Desde 1979, cuando tuvo que exiliarse por motivos políticos, Milán reside en México, y, como otros poetas uruguayos –Ida Vitale, Enrique Fierro y Saúl Ibargoyen–, fue un columnista constante de la señera revista Vuelta, dirigida por Octavio Paz. En un poema se definió como “Hijo de José, / el comunista, huérfano de madre y con conciencia / de que te apedrean, durante mucho tiempo creí que yo era / Cristo”. Su padre, viudo desde los 32, pasó 12 años preso en el penal de Libertad. Su hijo se exilió, pero ya no le fue posible “escapar de la poesía”.

Mañana, Milán dará una conferencia en el Museo Nacional de Artes Visuales (MNAV), dedicada a “la nueva situación en la poesía latinoamericana”. Para él, esta nueva etapa de “hiperproducción poética” no se inicia con la “crisis de los soportes” que puede haber generado el mundo virtual, sino en el “acriticismo que se despliega globalmente a partir de la década de los 80, con la pérdida completa de un horizonte transformador, más allá de los ‘izquierdismos ligeros’ de los países del Cono Sur que han entrado en la mayor crisis del capitalismo financiero”, sobre todo en esta fase “dubitativa entre nacionalismos no globales y globalización acelerada”.

En 2014, de paso por Montevideo, el poeta le dijo a la diaria que el arte y el pensamiento actuales se encontraban en una contrarrevolución cultural, o sea, en una “negación del pensamiento”, y planteó que esto incluso sucedía en Uruguay, aunque se tratara de un país que intenta “alejarse del mundo para entrar en una especie de tranquilidad de algunos minutos”. Y creía que Uruguay vivía un momento de autosatisfacción, “entendida como una especie de júbilo, de estado de gran efervescencia, que es una limitación a la creatividad del pensamiento y de la forma”.

En cuanto a su relación con el exilio y la distancia, reconocía que escribir era, en sí mismo, un acto de exilio: “En el momento en que yo asuma otra nacionalidad estaré traicionando algo que está directamente vinculado con mi escritura. Desde el momento en que me echaron me di cuenta de que había perdido un país, pero ya no iba a ganar otro. Puedo ganar afectos, amores, hijos, pero no un país”.