Hay mucha cosa en juego en los premios Oscar y las pasiones se encienden. Este año viene especialmente complicado. La Academia de Artes y Ciencias Cinematográficas, que otorga los Oscar, se enfrenta a apremios de distinta índole. Uno de ellos refiere a la audiencia del programa, que está cayendo sistemática y estrepitosamente. Ese espectáculo que supo reunir en Estados Unidos una audiencia de 43,4% en 1970 (el apogeo, el 38º programa más visto en la historia de la televisión) el año pasado merodeó el 15%. Se plantearon diversas medidas para intentar recuperar la popularidad o, al menos, evitar que siguiera bajando, pero cada una de ellas fue recibida con escarnio o enfurecidas protestas. La primera fue la instauración del premio a la mejor película popular. La idea deriva de la observación de que la audiencia es más alta en los años en que están nominadas películas que tuvieron mucha taquilla, mientras que a la gente no le interesa tanto mirar cuál, de una cantidad de películas que no vio, va a sacar la estatuilla. Que haya tantas películas minoritarias entre los nominados es consecuencia del desarrollo del cine independiente en Estados Unidos, mientras que los grandes estudios suelen concentrar sus esfuerzos en blockbusters dirigidos para adolescentes y que, obviamente, no alcanzan el efecto (que era ideal para el Oscar) del “blockbuster de prestigio” a la manera de Lo que el viento se llevó (1939) o Titanic (1997). La idea del premio a la película popular fue desechada para este año, aunque se va a insistir en ella para 2020.

El segundo intento fue convocar a Dwayne The Rock Johnson, quizá el actor más popular del momento, para presentar la ceremonia luego de que Kevin Hart declinara hacerlo. La invitación llegó demasiado sobre el pucho como para que el ocupadísimo The Rock pudiera hacerse el lugar. Al parecer, por primera vez en 30 años la ceremonia del domingo 24 no tendrá anfitrión (sólo estarán los presentadores de cada sección de la ceremonia).

Lo demás tuvo que ver con la percepción de que la bajada en audiencia tiene que ver con que la ceremonia es larga. La Academia está empecinada en reducirla a tres horas (la más larga de todas, en 2002, duró cuatro horas y 23 minutos). El diagnóstico en sí es dudoso, como lo puede comprobar cualquier cinéfilo que mire películas montadas bajo la ansiedad de “la gente quiere que sea corta”: casi siempre el efecto suele ser, en lugar de una mayor excitación, sencillamente menos emoción (las diez películas más taquilleras de todos los tiempos incluyen mastodontes de casi cuatro horas de largo, como Lo que el viento se llevó y Los diez mandamientos –1956–). La primera medida para reducir el programa consistió en anunciar que sólo dos de las cinco candidatas a mejor canción serían cantadas en la ceremonia. Lo siguiente que propusieron fue peor aun: cuatro de las categorías serían premiadas durante el intervalo comercial televisivo, y más adelante en el programa trasmitirían una versión editada de los discursos de agradecimientos de los ganadores. Ambas ideas desgraciadas fueron abandonadas. Lo que sí se mantiene es que los nominados contarán con estrictos 90 segundos para agradecer, y ese tiempo empieza a correr desde que se anuncia el nombre del vencedor (el que demore más en subir al escenario tendrá que agradecer menos). Esto nos salva de esos parlamentos hiperemocionados que nombran a toda la familia del ganador, pero también quita el sabor de un eventual discurso interesante o polémico: todo será más encorsetado y previsible.

Pero quizá aun más complicados son los apremios vinculados a un clima ideológico caldeado. Kevin Hart en realidad no renunció a presentar el programa, sino que “fue renunciado” luego de que ventilaron unos tuits de hace nueve años que contenían comentarios homófobos. Hart se disculpó ante la comunidad LGBTQ, pero fue criticado porque sus disculpas no se consideraron sinceras. Las chances de premiación de Viggo Mortensen como mejor actor cayeron a casi cero luego de que en una entrevista usara la palabra nigger (ojo: no llamó a nadie con ese término, considerado ofensivo, sino que se refirió a este para decir que el mero hecho de no decir una palabra no implicaba que no siguiera habiendo racismo; es decir, su pecado consistió sencillamente en insultar al cosmos al hacer que el aire vibrara con esa particular secuencia de fonemas, en vez de usar un eufemismo). Algo similar ocurrió con la película Bohemian Rhapsody, que se considera que no tendrá votos suficientes debido a la repercusión de los abusos sexuales cometidos por el director Bryan Singer (aun si este fue, justamente, despedido de la película en la mitad del rodaje debido a sus problemas de personalidad y su nombre tuvo que aparecer en los créditos simplemente para cumplir con una norma sindical).

Otras desigualdades

La Academia en sí sufrió críticas severas en 2014 y 2015 porque los candidatos en las cuatro categorías actorales de esos dos años consecutivos fueron todos blancos, dando origen al movimiento #OscarsSoWhite, cuyo protagonista más visible fue Spike Lee. A los negros que reclamaron por mayor diversidad se sumaron también grupos “latinos” y asiáticos. A pesar de que la Academia suele ser bastante secreta con respecto a su integración, una encuesta de 2012 indicó que estaba compuesta por 94% de blancos, 77% varones y 54% con más de 60 años. Esos datos interpelaron a la Academia, que empezó una movida por renovar la integración con el objetivo de llegar a 2020 con el doble de mujeres, representantes de minorías y jóvenes que los que había en 2012. Como la integración a la academia es vitalicia, eso implicó un aumento en la cantidad de integrantes, que pasó de 6.000 a 8.000. Y esto, a su vez, tiene repercusiones en el popular juego de adivinar quién va a ganar el premio. Si antes había un perfil típico de película oscarizable, ahora la cosa es mucho más impredecible.

La presión de #OscarsSoWhite fue un golpe de efecto indirecto. Las críticas a ese fenómeno mediático concentrado parecen haber repercutido en un nivel más fundamental, que es el de la cantidad de protagonistas negros y femeninos (y homosexuales, latinos, asiáticos, etcétera) en las películas de Hollywood.

Con respecto a los prejuicios de la Academia, había algunos mucho más alevosos y arraigados, sobre los que ni siquiera había conciencia. El principal de ellos se refiere a las películas en idioma no inglés, que puede reflejar el vínculo de Estados Unidos con el resto del mundo. Al contrario de lo que la mayoría de la gente asume, los Oscar no son premios al cine estadounidense, sino al cine mundial que se haya exhibido en Estados Unidos (la ciudad tomada como referencia es Los Ángeles). Una película es pasible de ser votada para las nominaciones si se exhibió por primera vez en el año en cuestión en Los Ángeles (este domingo se premiarán las películas de 2018) y durante al menos siete días consecutivos.

Durante los 90 años que tiene el premio, sólo diez películas en idioma no inglés llegaron a ser nominadas a mejor película y ninguna ganó. Esta Academia integrada por supuestos especialistas no consideró que alguna película de Serguéi Eisenstein, Carl Theodor Dreyer, Jean Renoir, Ozu Yasujiro, Mizoguchi Kenji, Akira Kurosawa, Ingmar Bergman, Federico Fellini, Vittorio De Sica, Alain Resnais, Jean-Luc Godard o Michael Haneke haya sido jamás “la mejor” de su año. La conciencia de ese bochorno es la que dio origen, en 1947, al premio a la mejor película en idioma no inglés (gracias a eso obras de algunos de los nombrados –pero no todos– fueron premiadas). Esa categoría excluye expresamente películas con producción 100% estadounidense, y eso implica un aberrante fenómeno de censura estructural al que casi no se ha prestado atención, ya que ese conjunto de premisas excluye el cine indígena estadounidense, así como a las producciones locales de la comunidad chicana realizadas en español y de otras comunidades de inmigrantes que preserven su idioma. Esas películas difícilmente lleguen a conseguir una nominación de las normales (debido a su baja visibilidad en el mainstream), pero tampoco se pueden beneficiar de esa segunda chance en la categoría de idioma no inglés.

Hubo mucha alegría por el hecho de que se llegó a una lista de nominados más diversificada que lo usual. Incluso se logró el objetivo de que entre las nominadas hubiese películas taquilleras, y se hizo mucho revuelo alrededor de que, por primera vez, fuera nominada a mejor película una de superhéroes: Pantera negra, esa cruza de Power Rangers con El rey león, es una de las peores películas que haya producido Marvel, y está en consideración debido a una percepción de que es un factor de empoderamiento afro. Esto es curioso: los habitantes de –la ficticia– Wakanda no alcanzaron superioridad tecnológica debido a su ingenio, sino debido a que su territorio es el único que posee un determinado mineral con propiedades excepcionales, y aun así no pudieron inventar mejor sistema de elección de gobierno que el de los candidatos agarrándose a trompadas y que el que gane se quede con el trono (eso asimila a los wakandianos a las manadas de animales lideradas por machos alfa, una asociación que, si fuera explicitada, sería considerada más bien ofensiva).

Entre las ocho nominadas a mejor película, hay otra, mucho más valiosa, que también tiene black en su título original, BlacKkKlansman (o El infiltrado del KKKlan): temática negra, protagonista negro y director negro. Este es Spike Lee, quien es, a su vez, el sexto negro en obtener una nominación a mejor director. Hasta ahora ninguno ganó, pero Lee es el más prestigioso de ellos y tiene un papel histórico muy importante en el cine estadounidense (la escasa cantidad de negros entre los candidatos a mejor director sigue siendo mayor que la de mujeres, que fueron, absurdamente, no más que cinco, y este año no hay ninguna).

Diversidad extranjera

El mayor avance en cuanto a diversidad este año se da con respecto al cine extranjero. La mexicana Roma es una fuerte candidata a mejor película, entre los nominados a mejor director hay un mexicano (Alfonso Cuarón), un griego (Yorgos Lanthimos) y un polaco (Pawel Pawlikowski), hay dos mexicanas candidatas a premios actorales (Yalitza Aparicio y Marina de Tavira por Roma), y tres películas en idioma extranjero entre las candidatas a mejor fotografía (Cold War, La favorita y Roma).

Si uno busca tendencias en los premios de la crítica y de los gremios, resulta que aparecen todos dispersos: Green Book ganó el premio de los productores, Pantera negra el de los actores, los Eddies (de los montajistas) fueron ganados por Bohemian Rhapsody y La favorita, y el del director por Roma, que ganó también el Critic’s Choice Award, mientras que los Globos de Oro fueron para Bohemian Rhapsody y Green Book. Por otro lado, aun si los miembros de la Academia votaran exactamente lo mismo que algunos de esos gremios, el resultado podría ser distinto, debido al complejo sistema de voto preferencial adoptado en los Oscars.

En todas esas votaciones multitudinarias hay un factor que supedita a todos los demás: tienen más oportunidades las películas con mayor visibilidad. No es como el jurado de un festival, en el que todos ven las diez o 12 candidatas y deliberan. Es muy complicado ver los cientos de películas que se estrenan cada año en Los Ángeles. Y frente a la falta de costumbre de los estadounidenses a ver cine subtitulado, el cine en otros idiomas tiene escasa oportunidad. Roma se coló debido a la ola de prestigio de los directores mexicanos instalados en Estados Unidos, y a la intensa promoción realizada por la distribuidora Netflix. La empresa no puso el mismo empeño para su película La balada de Buster Scruggs, que apenas logró nominaciones para guion, canción y vestuario, cuando es una película de un virtuosismo y creatividad asombrosos. ¿Se puede concebir algo “mejor” que esta película de los hermanos Coen? De haber recibido la debida atención, tendría que figurar en las categorías de película, dirección, fotografía, montaje, música y dirección de arte, además de un par de actores secundarios. Somos una familia (Manbiki kazoku), de Kore-eda Hirokazu (que abrió el domingo el Festival de Punta del Este) también es infinitamente más relevante, compleja y magistral que la mayoría de las películas nominadas, pero no tuvo la suerte de Roma y quedó relegada a la categoría de idioma no inglés.

Por ese motivo, hay películas que lograron colarse entre los nominados y que, aunque probablemente merecerían el premio, se estima que no tienen chance (al menos, no se está generando revuelo mediático alguno alrededor de ellas). Aunque me encantaría ver ganar como mejor actriz a la adorable Yalitza Aparicio, y, aunque en el presente momento político sería muy lindo simbólicamente que ganara una mexicana de etnia mixteca, estimo que nada se compara a la interpretación de Melissa McCarthy en Can You Ever Forgive Me? Pero, al parecer, no tiene chance frente a la actuación más vistosa (en una película mucho más vista) de Olivia Colman en La favorita, y la presencia de Glenn Close, aun en un papel medio inconsistente. Lo mismo vale para la maravillosa Mirai no Mirai, del japonés Hosoda Mamoru –perdida entre blockbusters en la categoría animación–, o quizá para el insuperable trabajo fotográfico de Łukasz Żal para Cold War.

And the winner is...