Entre la enorme, perturbadora mosca sobre ruedas que abría fiera y alfabéticamente el catálogo de 1989 dedicado al tumultuoso fenómeno uruguayo del “dibujazo” de los 60 y los 70 y la delicadísima y gélida impresión digital de puras variaciones geométricas de Indicio C01 –obra ganadora en 2012 del segundo Premio Adquisición del Ministerio de Educación y Cultura en el Salón Nacional–, se desdobla la obra de Hugo Alíes, fallecido el jueves. La distancia entre las dos imágenes parece abismal, más aun teniendo en cuenta el largo tramo temporal que las divide, pero, al transitar el recorrido de este artista, cuyo rol en la gráfica fue absolutamente crucial para el universo editorial del país, el choque disminuye. Alíes fue, como él mismo recordaba en una entrevista aparecida en La Pupila en 2013, un artista que amaba experimentar pasando airosamente de un campo, las artes visuales, a otro, el arte aplicado del diseño, con un lenguaje “permanentemente en revisión” –para usar una feliz definición suya–, que ya antes de los 2000 lo empujó a acercarse cada vez más a la computadora y dejar parcialmente atrás lápices y pinceles. Tal vez, en la memoria colectiva lo que más queda grabado de su obra son las cargadas imágenes que creó para algunos libros (por ejemplo, el aullido que sale de la tapa de Poesía checa, de 1967, una antología de poesía que integraba la colección Aquí Poesía) y, sobre todo, los numerosos afiches de tonalidades osadísimas, la mayoría elaborados para la Feria Nacional de Libros y Grabados, organizada por Nancy Bacelo. De estos, firmó los de 1969 y 1974, y todos –excepto uno– los que aparecieron entre 1981 y 2000; el más logrado fue el del período comprendido entre diciembre de 1984 y enero de 1985: una explosión “primaveral” de colores y formas que permite vislumbrar la vuelta a la democracia.

Alíes nació en Santa Fe en 1945, pero cuando tenía nueve años se mudó con su familia a Montevideo. En Uruguay desarrolló casi toda su carrera: se formó en el Instituto Escuela Nacional de Bellas Artes, el Instituto de Profesores Artigas y la Facultad de Arquitectura, y frecuentó el Taller de Cerámica (con un período bonaerense, entre 1972 y 1981, en el que trabajó, como rememoraba, en el “diseño de objetos, y en la producción de objetos para la venta, utilitarios, decorativos”). Su intensa actividad en el ambiente artístico lo llevó a formar parte de instituciones clave de la producción visual uruguaya, como el Club de Grabado de Montevideo, a partir de 1968 –donde ilustró algunos de sus almanaques, entre otras cosas–, y, a principios de los 80, la imprenta AS en su etapa conclusiva. Estuvo, además, en los años 90, entre los primeros profesionales en dictar cursos de gráfica en el país. Las transformaciones de su trazo, sello de su eclecticismo, nunca pierden rigor y contundencia: expresionista y socarrón en la fase inicial y mediana (se pueden mencionar la ilustración del cuento “Feria de pueblo”, de Mario Levrero, y la de Anaconda y El regreso de Anaconda, de Horacio Quiroga), austero y ordenado en el período más reciente, por sendas abstractas o esencialistas, tanto manuales como digitales (cuya cúspide son las exposiciones en el Museo Blanes y la sala Carlos F Sáez en 2012). Según sus palabras, nunca se preocupó por las ventas de sus obras: “El mercado para mí pasaba por el costado, ¡por suerte! Porque eso me daba la libertad de elegir qué quería hacer y hacerlo”. Su labor obtuvo cuantiosos reconocimientos, incluso el Premio Figari, en 2008.