El camioncito garrafero que un día sí y todos los demás también pasea por las calles montevideanas actúa de forma opuesta a Batman. Mientras que el héroe de Ciudad Gótica anda escondido en una cueva y para que se digne a aparecer hay que iluminar el cielo con una señal bien específica, el del gas es omnipresente, como Droopy, y es él el que se encarga de tirarnos la señal.

Es una melodía universal, de esas que sobrevuelan nuestra atmósfera cultural desde que tenemos uso de razón y que ahora, gracias al gasero, se cuela por nuestros oídos –antes por nuestras ventanas– y no nos deja en paz. Es como un nene chico que quiere llamar la atención: “¡Miren, soy yo, acá estoy, vengan, no dejen que su almuerzo quede a medio cocinar por la repentina falta de supergás!”.

La música del alemán Ludwig van Beethoven debe ser la más exquisita que ha conocido el hombre –y la mujer–, al menos en el mundo occidental. Y a partir de que se inventaron las técnicas de grabación y difusión se ha usado en las más variopintas actividades culturales, en el sentido amplio, antropológico, del término, desde las más elevadas hasta las más subterráneas.

Por suerte, de las primeras sobran ejemplos: en una obra maestra del cine como La naranja mecánica (1971, Stanley Kubrick), el segundo y cuarto movimiento de la Novena sinfonía del maestro de Bonn no son usadas simplemente como música incidental, sino que son parte de la diégesis, gracias a la melomanía del protagonista, que luego se le vuelve en contra por el infame método Ludovico. Hay otro gran ejemplo cinematográfico, menos épico pero igual de brillante: El hombre que nunca estuvo (2001), esa pequeña maravilla neo noir de los hermanos Coen, con la “Sonata patética” en las manos de una adolescente Scarlett Johansson, también con un ida y vuelta diegético y extradiegético, que baña de solemnidad la fatídica historia.

Por desgracia, también sobran los ejemplos de los usos subterráneos, que no tienen relación con el cine pero sí con el crimen, y muchos se cometieron por estos lares. En la vieja normalidad la cortina de la transmisión televisiva de la Copa Libertadores era la parte coral orgásmica del último movimiento de la Novena, “Oda a la alegría”, cuando, al contrario, muchos de los partidos eran una oda a la tristeza. Hace muchos años –por suerte–, un canal de televisión uruguayo promocionaba, con esa misma música, una “fiesta” que consistía en ir a la rambla a ver cómo tiraban cohetes. Sí, “La noche de las luces”, pero mejor no hablar de ciertas cosas.

Qué bagatela

Hace unos días, cuando el camioncito del gas patrullaba por mi barrio, el viejo y querido Cordón, vi cómo un señor que estaba parado en la vereda se ponía a tararear la melodía que emanaba, acompañando el ritmo con un vaivén de cabeza exagerado, en una típica actitud burlona, del estilo “y dale con esta melodía...”.

Para empezar, “Für Elise”, el nombre alemán de “Para Elisa”, no es una obra que Beethoven haya publicado en vida. La partitura vio la luz recién en 1867, 40 años después de que el maestro pasara a la inmortalidad, publicada por un profesor de música llamado Ludwig Nohl, en Stuttgart, dentro del libro Neue Briefe Beethovens (el año de su composición, se supone, es 1810). Es por esto que en el catálogo del genio alemán la obra figura como WoO 59, que quiere decir Werk ohne Opuszahl (“obra sin número de opus”). Pero hay más. En cualquier listado serio de la música de Beethoven se puede comprobar que el autógrafo original, la partitura escrita y firmada por el músico, que supuestamente encontró ese tal Nohl, se perdió y vaya a saber si alguien llegó a verla alguna vez.

Pero el asunto es aún más misterioso. Porque, justamente por la falta de manuscrito original, no hay consenso entre los que saben para determinar si realmente la pieza se llama así. Muchos especialistas coinciden en que en realidad es “Für Therese” (“Para Teresa”). Se me dirá que da lo mismo quién sea la musa, pero imaginen si Elisa, que quizás alguna vez anduvo dándose dique con las amigas allá en Viena –donde el sordo hizo casi toda su carrera y su vida–, se enteraba de que en realidad no era para ella. Qué disgusto, pobre.

Se supone que la destinataria original era Therese Malfatti, una muchacha austríaca a la que, según los riales de la época, el músico le había ofrecido algo parecido al matrimonio, justo en 1810. Pero la mujer lo rechazó y se casó con un bacán aristócrata llamado Ignaz von Gleichenstein, amigo de Beethoven, como no podía ser de otra manera, para redondear la biomitología de un genio sufrido. Pero también hay chusmas profesionales que afirman que efectivamente era para una tal Elisa, desde la soprano alemana Elise Barensfeld hasta la emperatriz rusa Elizabeth Alexeievna. Qué cogote.

Pero, ¿y la música? Estrictamente es una bagatela, que dentro de la música clásica quiere decir básicamente lo mismo que afuera: algo de poco valor o importancia, que suele dar vueltas sobre no más de dos motivos melódicos. Durante su vida Beethoven publicó tres conjuntos de bagatelas para piano (esas sí, con número de opus: 33, 119 y 126), que totalizan 24 piezas, de un promedio de dos minutos. Estas obritas no son más que gotas dentro del océano beethoveniano, pero aun así por momentos tienen esa pulsión arrolladora de voluntad nietzscheana, si se permite el anacronismo, por ejemplo:

“Para Elisa” dura tres minutos, pero los Testigos del Supergás usan apenas la primera parte, la más conocida, con ese arranque de dos notas pegadas que se repiten y dan paso al arpegio melancólico. Pero, no contentos con eso, y es la clave del asunto, porque le saca toda la gracia, no usan una grabación común y corriente interpretada con piano, sino una versión que parece de cajita musical con la pila gastada o de camión de helados de película yanqui clase B.

No la quiso publicar en vida, capaz que ni siquiera es de Beethoven, habrá sido en honor a Teresa, la rusa o tu tía Gregoria; nunca se sabrá. Pero hay algo que es seguro: quienquiera que sea el que compuso esa bagatela, no la hizo pensando en cambiar la garrafa.