Buenos días. Les comento algunas noticias que pueden leer hoy en la diaria.

Leonardo Cipriani colgó un crucifijo en una de las paredes del despacho que ocupa como presidente del directorio de la Administración de los Servicios de Salud del Estado (ASSE). Para confirmarlo, el diputado frenteamplista Enzo Malán realizó un pedido de informes a ese servicio descentralizado, que reconoció la presencia de “símbolos religiosos” en el despacho de Cipriani, pero arguyó que no se trata de “un lugar público”. Esto, a su vez, activó una polémica en la que incluso legisladores oficialistas, del Partido Colorado (PC), cuestionan lo que consideran una lesión del principio de laicidad. El asunto merece algunas reflexiones.

Muchas personas con creencias religiosas han ocupado altas responsabilidades estatales en las últimas décadas durante gobiernos del Partido Nacional (PN), el PC y el Frente Amplio (FA). El problema en el caso de Cipriani, y en algunos otros recientes, no son esas creencias.

Cualquier persona que se dedique a la política tiene, por ejemplo, pleno derecho a pensar que el embrión humano posee desde su concepción un alma inmortal. Nada le impide a alguien que integra el Poder Legislativo expresar tal opinión en sala, aunque no aporte mucho a un debate parlamentario. En cambio, la misma manifestación estaría sin duda fuera de lugar cuando alguien habla en nombre de una institución estatal y, aunque pueda haber algunas zonas grises entre esos dos extremos, es claro que no corresponde establecer políticas públicas basadas en una premisa metafísica.

El exdiputado suplente nacionalista Carlos Iafigliola tiene, por ejemplo, todo el derecho del mundo a pensar que, cuando mujeres en situación de pobreza quieren ejercer su derecho a interrumpir un embarazo, hay que intentar que cambien esa decisión, y que para eso es ideal el apoyo y la influencia de organizaciones como el Centro de Promoción por la Dignidad Humana (Ceprodih), vinculado en su origen con grupos religiosos. Pero no tiene sentido que el Estado priorice la cooperación con el Ceprodih y lo incluya como socio principal en programas públicos, como pretendía y pretende Iafigliola. Eso lo entiende Cipriani, pese al crucifijo en su despacho, y cuando el exdiputado suplente le planteó esa idea, tomó distancia.

Quizá la adecuación a las reglas de juego en un Estado laico sea más fácil para personas creyentes cuya experiencia partidaria se ha desarrollado en contextos donde lo religioso está a mayor distancia de la ideología política, como sucede en gran parte del FA o el PC. En ese marco, se aprende desde el comienzo a convivir con la diversidad de creencias y con distintas formas de no tenerlas. En las organizaciones donde las libertades se respetan, se aprende también a construir lo colectivo sin que nadie avasalle ni sea avasallado.

Puede ser más difícil en el PN, y en especial en algunos de sus sectores, donde históricamente esa distancia ha sido menor, y las dificultades se agravan cuando, en el terreno ideológico, coexisten la influencia religiosa y un liberalismo económico que siente ajenidad u hostilidad ante lo estatal. En esos casos, el problema principal no es creer en una divinidad, sino no creer en el Estado.

Hasta el lunes.