Buenos días. Les comento algunas noticias que pueden leer hoy en la diaria.

En el módulo 11 del ex Comcar fue posible que una persona privada de libertad pasara casi dos meses sufriendo torturas de sus compañeros de celda. La situación ni siquiera fue detectada por un control muy tardío; llegó a conocimiento de las autoridades por iniciativa de algunos presos y tomó estado público por la intervención del periodista Gabriel Pereyra.

Los carceleros se habían limitado a cumplir con la rutina de “conteo”: echar una ojeada por la mirilla de cada celda, para ver si falta alguien. Con el registro del bulto quedaba realizado el procedimiento, y así podrían haber seguido las cosas.

En esos casi dos meses, nadie más que sus victimarios estuvo con el torturado. No había policías suficientes para entrar a una celda ocupada por seis personas.

El secuestrado tampoco tuvo contacto, en casi dos meses, con personal de salud, con un abogado, con el juez de su causa o con cualquier otra persona que tuviera la intención de ayudarlo en alguna forma, o al menos de controlar que estuviera “bien” (las comillas son, por supuesto, obligatorias). Al patio se puede salir media hora por semana, pero no llama la atención que alguien se quede en su celda: muchos lo hacen por distintos motivos, que a menudo indican otros tantos horrores.

En otras palabras, fue posible que el ingreso de una persona al sistema carcelario, por su primer delito como en este caso, la dejara completamente desamparada y a merced de la violencia, sin que el Estado se enterara –o se diera por enterado– de lo que ocurría con alguien que estaba bajo su custodia. Y sigue siendo posible. El ministro del Interior, Luis Alberto Heber, no sabe si hay más víctimas del mismo infierno que vivió el secuestrado del módulo 11. Espera que no.

El deber del Estado con este hombre de 28 años, y con cada una de las 14.000 personas privadas de libertad en Uruguay (más de 4.000 de ellas en el ex Comcar), era y es procurar “su reeducación, la aptitud para el trabajo y la profilaxis del delito”, sin permitir “en ningún caso [...] que las cárceles sirvan para mortificar, y sí sólo para asegurar a los procesados y penados”. Esto en los papeles, donde está escrito el artículo 26 de la Constitución.

La situación real es, según el comisionado parlamentario para el sistema carcelario, Juan Miguel Petit, “un fallo estructural catastrófico”. No va a cambiar sólo porque haya otro director del módulo, otro ministro u otro gobierno. Más allá de las responsabilidades individuales, en esta materia hay, desde hace muchos años, una espantosa política de Estado, que viola derechos humanos básicos al amparo de la indiferencia ciudadana.

Las autoridades se han acostumbrado a presentar el aumento de la cantidad de personas encarceladas como un indicador de la seguridad pública. Mucho menos se habla de lo que pasa con esas personas, y demasiada gente lo prefiere así. No ver, no oír, no hablar. Los políticos saben que dedicar más recursos a las cárceles no es útil para ganar aprobación y votos.

Ahora podemos ver algo si asumimos la responsabilidad de mirar, aunque sea a través de una mirilla, pero el abismo moral se extiende de los dos lados de la puerta.

Hasta mañana.