Buenos días. Les comento algunas noticias que pueden leer hoy en la diaria.

Cada vez que se consideran los problemas del sistema de seguridad social, surge la cuestión del Servicio de Retiros y Pensiones de las Fuerzas Armadas, más conocido como Caja Militar. Así sucede, una vez más, ante la presentación del proyecto de reforma del sistema por parte del Poder Ejecutivo.

Desde el punto de vista puramente fiscal, los datos son elocuentes. La relación entre las prestaciones de la Caja Militar y los aportes “genuinos” que recibe (los aportes de personas en actividad y los provenientes del impuesto de asistencia a la seguridad social) es deficitaria desde hace décadas, y la institución requiere transferencias anuales de cientos de millones de dólares.

Esto se debe a varios factores que no son fáciles de modificar. Entre ellos están, todavía, las consecuencias de decisiones adoptadas por la dictadura, que aumentaron la cantidad de personas abarcadas por el sistema, sus beneficios de retiro y la proporción de quienes generan jubilaciones y pensiones mayores.

Desde el fin de la dictadura, lo antedicho se ha amortiguado en términos relativos. Las variables asociadas con lo demográfico cambian lentamente, siguen vivas y cobrando muchas personas beneficiarias de altas prestaciones, y ocurre incluso que la reducción gradual de la cantidad total de efectivos afecta la relación entre aportantes y retirados, que es la más baja de todo el sistema previsional.

El proyecto del Ejecutivo prevé la lenta convergencia, hasta 2042, hacia un Sistema Previsional Común, pero esto no significa que, al cabo de este proceso, se apliquen los mismos criterios para todas las personas. Sería una insensatez que los soldados se mantuvieran en actividad hasta los 65 años, debido a obvias razones biológicas, y esto nos lleva a preguntas de fondo sobre cuántos soldados, con sus respectivos mandos, hacen falta en Uruguay y para qué.

Algunos argumentos habituales en la discusión se refieren a tareas que poco o nada tienen que ver con la necesidad de las Fuerzas Armadas. Se señala, por ejemplo, que son una fuente de puestos de trabajo cuya reducción drástica traería consigo importantes problemas sociales, pero esto no significa que tales empleos públicos sean los únicos posibles para las personas involucradas, y claramente no son los que presentan una mejor relación de costos y beneficios para el país.

También se alega que realizan diversos servicios a la comunidad, pero para brindarlos no es realmente necesaria una estructura militar como la actual. Y supongamos que nadie defiende la existencia de las Fuerzas Armadas como instrumento para eventuales golpes de Estado.

Si asumimos, con racionalidad, que en guerras con países vecinos Uruguay tendría nulas posibilidades de victoria, y descartamos la idea de que es moralmente necesario contar con personas dispuestas a inmolarse en la resistencia a una invasión, resulta claro que las funciones verdaderamente justificadas requieren mucha menos gente, y que en varias áreas no tienen por qué ser desempeñadas por el Ejército, la Armada o la Fuerza Aérea.

Sobre esto polemizaron, hace ya más de un siglo, José Batlle y Ordóñez y Celestino Mibelli, pero la cuestión está muy lejos de haber sido resuelta.

Hasta mañana.