La incursión militar de Rusia en Ucrania nos recuerda que el mundo puede ser mucho peor, que no es prudente considerar irreversibles los avances de la civilización humana, y que los grandes intereses económicos y geopolíticos aún se imponen a los de las personas vulnerables. También nos recuerda que la idea de una “guerra justa” sólo habita con comodidad en el discurso de los propagandistas o en las mentes de los fanáticos.

La intrincada historia de la región es indispensable para comprender los procesos que llevaron a esta situación, pero no es aceptable invocarla, en nombre de alguna tradición o de alguna vieja cuenta pendiente, para hacer malabares con los hechos actuales y defender lo indefendible.

Los actores deciden, por supuesto, qué puntos de referencia y qué acuerdos anteriores les conviene invocar en la defensa de sus objetivos. Las autoproclamadas repúblicas populares de Donetsk y Lugansk son señaladas como construcciones artificiales, y sobre esa base se alega que quienes habitan allí no tienen legítimo derecho a constituirse como una comunidad independiente. El presidente ruso Vladimir Putin dice lo mismo de la propia Ucrania, y también podría hablarse así de muchísimos otros países, pero debería ser obvio que la vida social y política de los pueblos no depende de presuntas determinaciones históricas acerca de lo que pueden y no pueden hacer.

No hay en el mundo nada semejante a etnias puras o a identidades inmutables. Su presunta existencia es mucho menos creíble que la de las guerras justas. Lo que ocurre es que en el territorio ucraniano hay grandes recursos, y que su ubicación es estratégica para las relaciones entre grandes potencias.

Ucrania es reconocida desde hace décadas como un Estado soberano, pero resulta que no puede decidir su incorporación a la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN) porque eso afecta la seguridad de su enorme vecina Rusia, cuyo poderío es, precisamente, una razón atendible de que el gobierno ucraniano considere conveniente formar parte de ese bloque. Si México o Canadá buscaran una alianza militar con Rusia o con China, Estados Unidos tampoco les permitiría concretarla.

La OTAN no actúa, por supuesto, con criterios altruistas y humanitarios; rodear a Rusia de tropas y misiles es parte de su razón de ser; velar por el bienestar del pueblo ucraniano no lo es.

Estados Unidos y la Unión Europea contribuyeron de distintas formas a recalentar el conflicto cuando consideraron que les convenía, y ahora que las papas queman actúan una vez más en función de su conveniencia. Hablan de sanciones con retórica muy dura, y mientras tanto las fuerzas rusas eligen qué quieren destruir y a quiénes quieren matar, causando por supuesto “daños colaterales” que, como siempre, recaen sobre los de abajo.

Cualquier persona tiene derecho a analizar, con la mayor frialdad que le sea posible, si considera mejor o menos malo el avance hacia sus objetivos de uno de los bandos. Pero ninguna persona debería, a partir de sus conclusiones al respecto, perder la capacidad de indignarse ante lo que está pasando, y entregarse a una complicidad pasiva con la matanza y el cinismo.