El Fondo Monetario Internacional (FMI) fue una de las herramientas globales creadas para prevenir la formación de conflictos de la escala de la Segunda Guerra Mundial, que culminaba cuando se fundó la institución. Su función es, dicho groseramente, asegurar la estabilidad del sistema financiero internacional. Para ello, entre otras cosas, debe impedir que haya desajustes económicos veloces y transnacionales, como los que ocurrieron sobre el final de la década de 1920, mediante el otorgamiento de préstamos a países con problemas financieros. Como contrapartida, el FMI exige el cumplimiento de determinadas normas que aseguren el retorno al equilibrio del país tomador de deuda.

Durante la década de 1980, y a medida que iban cayendo las dictaduras, la consigna de no pagar la deuda externa fue común entre muchas izquierdas de nuestra región. Se entendía que no debían reconocerse los compromisos financieros contraídos por los usurpadores del poder (porque habían sido gobernantes ilegítimos, porque habían usado el dinero prestado para el beneficio de unos pocos y porque los intereses de esos préstamos eran un lastre para las economías de cada país). Aunque no era el único prestamista, el FMI era el símbolo de esa injusticia. Sólo el malogrado Alan García, entonces presidente de Perú, logró suspender el pago de la deuda durante un breve lapso, pero quedó como una anécdota. En la década siguiente, la del avance neoliberal, los problemas y las consignas pasaron a ser otros.

En Argentina, el debate sobre la deuda, a nivel popular, renació tras la crisis de 2001, cuando tras varios “blindajes” fallidos, el país entró en cesación de pagos, y luego debió aceptar condiciones extremas para reintegrarse al sistema crediticio. Por eso, para el peronismo progresista, fue un hito la cancelación de la deuda con el FMI durante el gobierno de Néstor Kirchner (en el que también se reestructuró la mayoría de la deuda externa del país). Ese mojón simbólico, en cierta medida, explica las tensiones que atraviesa actualmente la administración de Alberto Fernández ante la firma de un nuevo acuerdo con el FMI.

Como en los 80, desde la izquierda se considera que la aceptación de las condiciones del FMI legitima acuerdos previos injustos; en este caso, los realizados por el gobierno de Mauricio Macri, a quien se acusa de haber beneficiado con los préstamos únicamente a un pequeño sector privilegiado (“con Macri no se fugó toda la deuda”, dijo el radical Facundo Suárez Lastra, tratando de relativizar la magnitud del problema).

El acuerdo de Argentina con el FMI implica la puesta en marcha de un ajuste cuya dimensión recién se conocerá cuando se hagan públicos los términos de la negociación. Pero el parlamento argentino debe convalidar el acuerdo, y por eso es compleja la renuncia de Máximo Kirchner como jefe de la bancada de diputados del grupo principal que sostiene al gobierno de Fernández, el Frente de Todos. La profundidad de la ruptura se conocerá en los próximos días, cuando quede más clara la postura de la vicepresidenta (y presidenta del senado y madre de Máximo), Cristina Fernández. Parece claro que Máximo Kirchner no sólo atiende al reclamo de su base electoral, que asume la actualización del relato histórico de la izquierda respecto de la deuda, sino asimismo al hito que marcó su propio padre al romper con el FMI.

En Uruguay también se canceló la deuda con el FMI, aunque el relato de la izquierda sobre ese logro tiene otro tono, en parte porque se produjo durante el primer gobierno del Frente Amplio y porque, por ahora, se mantiene. Pero eso ya es tema para un próximo Apunte.