Sobre los escombros de la primera casa de Gobierno, en una manzana girada respecto a los ejes del damero colonial, el paisajista francés Édouard André imaginó una isla verde. La Zabala sería una plaza cerrada. Su caminería ondulante olvidaría las líneas rectas e invitaría al paso sosegado y al descanso atento en los bancos rodeados de árboles y macizos de flores.
Más de un siglo y medio antes, Montevideo había empezado en ese lugar. En 1724, en el inicio del proceso fundacional, una de las primeras edificaciones de la península fue un fuerte de piedra y barro que se levantó allí. Poco más tarde, el lugar perdería su destino militar para albergar la sede del Gobierno durante todo el período colonial y hasta los primeros tiempos de la República. La llamaban El Fuerte, por su origen, y, entre otras dependencias estatales, alojó la primera biblioteca pública. En 1878, el gobierno de Lorenzo Latorre ordenó la demolición del edificio y la creación de una plaza que llevaría el nombre del fundador de la ciudad.
El espacio que diseñó André en 1890 venía a explicar lo que Montevideo quería ser, una ciudad que se reconociera en París y adoptara su fisonomía. Hasta hoy la plaza funciona como un artificio que nos transporta en el tiempo y el espacio. Suele decirse que la verja del perímetro la distingue de las demás plazas montevideanas y que la orientación, que heredó del fuerte, contribuye a su singularidad. Pero el mecanismo principal está hecho con las piezas vivas, sigue el ritmo de la savia de los árboles, que circula ramas arriba, raíces abajo.
Árboles para echar a andar una plaza
El archivo del Centro de Fotografía de Montevideo (CdF) conserva una imagen de la plaza Zabala muy cercana al tiempo de su inauguración. La fecha aproximada se puede adivinar en el tamaño de las plantas y en los parches de tierra desnuda que el césped no ha terminado de cubrir. El sol toma toda la plaza. Sabemos, por la dirección de las sombras, que es algún momento de la mañana.
Quienes paseaban o pasaban por ahí miran a cámara. También los señores de sombrero, más lejos, que ocupan sus bancos como primeros colonos del dolce far niente. La plaza era una novedad, pero tanto o más novedoso debió ser el fotógrafo y el oscuro aparato sobre el trípode. Todos lo miran, menos alguien que inclina el torso hacia delante, deja o recoge algo en medio de un cantero, a la izquierda de la imagen. Todo en él nos hace pensar en uno de los jardineros que bajaron a tierra las ideas de Édouard André.
Hoy no vamos a encontrar ninguna de las fachadas que rodean la plaza en la fotografía, se fueron el quiosco y la caseta, los bancos son otros. Pero quedan los árboles, los magnolios, por ejemplo, están ahí. Un poco deshojados, probablemente, por el trasplante reciente. Quizás demasiados árboles para una sola plaza. Tantos que en su profusión y en la elección de las especies se nota la firme voluntad de crear la sombra con ejemplares de copa amplia y follaje perenne, la intención de cerrar el espacio no solamente en su perímetro enrejado, también en su lado de cielo.
La sombra no tardó en hacerse realidad. Una foto tomada 30 años más tarde, en 1919, muestra el cuadrado de vegetación tupida que corta el paso a la cuadrícula de calles paralelas y perpendiculares. Las copas de los árboles han conquistado su espacio. Ya no es posible averiguar de un vistazo quiénes están en la plaza ni contar las hojas de los magnolios. Se ven nuevas y más lujosas residencias en los alrededores. El Palacio de Ortiz de Taranco ya está ahí con su propio jardín frentista que se prolonga en la vegetación de la plaza. La Casa de Gobierno ya avanzó un largo trecho en el camino del olvido.
Aquí estamos, a pocos meses de que la ciudad cumpla 300 años. Una reciente renovación devolvió los colores a los canteros de la plaza. Podemos entrar por una de las diagonales, acomodarnos en un banco, apoyar un brazo en el respaldo y cruzar una pierna, como señores del 900, y dejar que los magnolios nos lleven mucho más atrás en el tiempo.
Flores para inventar la primavera
En Montevideo la primavera no es una estación de manual. El frío suele quedarse más tiempo del que anticipan nuestras ganas de dejar los abrigos y el viento lo anima. Las plantas, sin embargo, no se dejan amedrentar. Esta estación es suya y brotarán a pesar del peligro de las heladas tardías y abrirán sus corolas para los polinizadores, que salen a buscar su recompensa.
La polinización es un trabajo remunerado con néctar, con polen, con pétalos comestibles. Por antigua y evidente que parezca, esta actividad es reciente en la historia del planeta. Eras atrás ninguna planta invertía una cantidad tan grande de su valiosa energía para hacerse notar, ver, oler. El viento transportaba el polen gratuitamente, sin esperar nada a cambio. Mariposas y abejas no existían.
Las primaveras, entonces, las de manual y también las primaveras díscolas, se fueron inventando de a poco. No sabemos cómo habrán sido las primeras corolas, pero las de las magnolias responden a un diseño floral muy antiguo que los botánicos reconocen, por ejemplo, en el hecho de que los pétalos y los sépalos tienen la misma apariencia y en la disposición en espiral y la robustez de todas las piezas que conforman la flor.
Esparcidas aquí y allá, solitarias en las puntas de las ramillas, las flores contrastan con el follaje tupido y oscuro, brillante, de Magnolia grandiflora. Sorprenden por su tamaño como si se tratase de un error de escala, un exceso inesperado en el diámetro de las corolas. A mediados del siglo XVIII, también el más célebre de los botánicos, el sueco Carl von Linné, debió admirarse de este rasgo cuando eligió el epíteto grandiflora para nombrar este magnolio que había llegado hasta su gabinete desde las colonias británicas de América del Norte.
Desde que se abre por primera vez, una mañana de primavera, cada flor dura aproximadamente tres días. En ese breve tiempo, se activan la parte femenina y masculina, consecutivamente para evitar la autofecundación. Al oscurecer, la flor se cierra y algunos insectos pasan la noche entre los gruesos pétalos, dejan el polen que traen de otra flor o se cubren del que ofrecen los estambres de su albergue nocturno. Con la luz del día, la flor vuelve a abrirse para liberarlos y recibir nuevos polinizadores.
Hace varios millones de años no eran mariposas ni abejas las visitantes de estas corolas. El aroma alimonado, el néctar primitivo, los gruesos pétalos convidaban a los escarabajos. Menos especializados en la labor que otros futuros polinizadores, más torpes, por decirlo con cierta injusticia, estos primeros socios explican el tamaño de la flor.
Sosiego para corazones atribulados
Tras la voluntad del encuentro llegaron las plazas. Incluso quienes sacan a pasear sus pensamientos y los sientan en un banco a observar flores antiguas buscan ahí la compañía de los iguales. Salvo por los monumentos, las plazas no imponen jerarquías.
En el año 1931 la estatua ecuestre que rinde homenaje al fundador de la ciudad vino a romper el encanto sencillo que Édouard André le había dado a la plaza Zabala. La maestría del escultor, el uniforme militar, la peluca, apenas se adivinan a la distancia que obliga la altura. Aunque se imponga, inevitable, con su complejo pedestal de mármol y arenisca, no pierde su carácter postizo.
Estamos sobre el fuerte primero donde empezó la ciudad, el que Zabala mandó construir para alimentar la máquina de la guerra. Podríamos estar escuchando la banda sonora de una película misteriosamente llamada Magnolia (Paul Thomas Anderson, 1999). Desde allí, Aimee Mann nos invita a espabilarnos (Wise up) y a rendirnos. Y aquí nos rendimos, pero no será ante una petulante pieza rígida de bronce, sino ante una flor que es más antigua que la primavera, anterior a cualquier pregunta y a toda explicación.