Más allá de las convenciones astronómicas, no hay un único otoño, ni siquiera los dos que disponen los hemisferios terrestres. Los otoños son muchos y, como la alegría, van por barrios. Así, las calles arboladas con fresnos americanos tienen su otoño bien temprano, tan pronto que ya a fines de febrero aparecen las primeras manchas amarillas en las copas. El otoño de los plátanos cruje bajo nuestros pies, el de los paraísos deja curiosas ramitas deshojadas en las baldosas, restos de los pecíolos y raquis de las hojas. El otoño de los timbós y los ibirapitás pasa tranquilamente desapercibido: sus hojas se secan sin resplandecientes advertencias cromáticas y se deshacen al ritmo del viento y el frío montevideanos. En la avenida Sarmiento el otoño empieza en mayo, es desmedidamente amarillo y se dice en latín: Ginkgo biloba.

Medicina no tan milenaria

Salvo, tal vez, para quienes pueden saludarlos cada día, como los afortunados vecinos de Sarmiento, el nombre del ginkgo evoca antes un remedio natural para fortalecer la memoria y estimular la circulación sanguínea que un paisaje, una calle, un momento del año. El espíritu utilitario suele prevalecer frente al improductivo goce estético.

En textos publicitarios de la medicina herbaria a menudo se hace alusión al uso milenario de las hojas de G. biloba para tratar problemas de salud. Sin embargo, si bien la planta integra la farmacopea de la medicina tradicional china desde hace al menos unos 1.000 años, en Oriente no se usan las hojas, sino las semillas. Las dolencias para las que se prescriben también difieren. En preparaciones combinadas con otras plantas se recomiendan, por ejemplo, para aliviar problemas respiratorios, como antitusígenos y antiasmáticos.

El aprovechamiento de las hojas con fines medicinales es reciente y occidental. El extracto estandarizado de ginkgo mejor estudiado hasta el momento, que recibe el poco atractivo nombre de EGb 761, fue obtenido en Alemania en la década de 1960, y su efectividad todavía es objeto de experimentación clínica para algunas de sus aplicaciones.

En Asia, tanto o más importante que el uso medicinal del ginkgo es el consumo de las semillas como alimento. En China, Japón y Corea se preparan tostadas, hervidas o fritas para acompañar todo tipo de platos, tanto dulces como salados. Como sucede con otros vegetales comestibles, la cocción es importante para eliminar los compuestos nocivos más o menos peligrosos. Las semillas de ginkgo contienen una toxina que puede provocar intoxicaciones graves si la preparación no es la adecuada o se consumen en grandes cantidades. En definitiva, ya sea para usar la planta como alimento o como medicina conviene consultar a los especialistas.

Uno que sabemos todos

Incluso los más legos en temas botánicos son capaces de reconocer sin dificultad un ginkgo sin temor a confundirlo con otro árbol. El motivo es que no existe otro parecido, para empezar, en lo más evidente, que es la forma de las hojas. Tan exacta es la coincidencia de la silueta de la hoja con la de un abanico, que solamente con esa descripción alguien que nunca vio un ginkgo podría identificarlo. Pero si viajáramos al período Jurásico, el dato no nos serviría de mucho. Entonces, los parientes de los ginkgos actuales, de hojas similares, habitaban amplias zonas del hemisferio norte, incluidas las actuales Europa y América del Norte. La prosperidad del grupo empezó a declinar hacia finales del Cretácico y G. biloba es hoy su única representante. Por este motivo se dice que es un fósil viviente.

En China se cultiva desde hace casi 2.000 años y muchos de los ejemplares más añosos (algunos sobrepasan el milenio) se encuentran en los alrededores de templos y santuarios. A partir de su introducción como árbol ornamental en Europa durante el siglo XVIII, la popularidad del ginkgo no ha hecho sino afianzarse. Sin embargo, hasta hace poco tiempo se presumía que todos los que crecen actualmente en el planeta eran hijos de varias generaciones de ginkgos cultivados y que la especie, a pesar de su rotundo éxito mundial, había desaparecido de la naturaleza. En los últimos años, gracias a las técnicas de la biología molecular y al trabajo de campo de varios grupos de investigación, fue posible identificar unas pocas poblaciones naturales. La especie todavía existe en estado silvestre, aunque se encuentra en serio peligro de desaparecer.

Quienes quieran conocer todo (o casi todo) lo que se sabe hasta el momento sobre G. biloba pueden consultar la revisión bibliográfica publicada el año pasado en el Journal of Ecology de la British Ecological Society: ladiaria.com.uy/Unt.

Algo huele mal

No todo lo que amarillea en otoño son hojas; quien se acerque lo suficiente podrá ver los “frutos” (en rigor, las semillas). Aunque lo más probable es que, antes incluso de verlas, note su olor, sobre todo si ya cayeron al suelo y la pulpa que las cubre empezó a descomponerse. Los vecinos y las vecinas de Sarmiento las conocen bien y hay quienes, incluso, se lamentan de tener que pasar una temporada con ellas.

Afortunadamente, no todos los ginkgos huelen mal en otoño, solamente los que producen flores femeninas. A la hora de cultivarlos, a menos que se recurra a la clonación, por ejemplo, por estacas, no sabremos si nuestro ginkgo dará flores femeninas o masculinas sino hasta que haya cumplido aproximadamente 25 años.

Con todo, incluido su olor fétido -atractivo, tal vez, para algún animal hoy extinto-, las semillas, comestibles y medicinales, fueron la clave para que el árbol se cultivara en Oriente. De otro modo, hoy el ginkgo no sería sino una rareza. El botánico británico Peter Crane, autor de uno de los más completos libros de divulgación sobre el tema (Ginkgo: the tree that time forgot, Yale University Press, 2013), subraya que la atracción de los humanos por las semillas fue fundamental para la supervivencia de esta planta en ambientes dominados por nuestra especie y dio lugar a una milenaria tarea de conservación ex situ no planificada.

Tres barrios, un paseo único

A la avenida Sarmiento no le faltan lugares para señalar. Nace en la playa Ramírez y sus primeras cuadras acompañan y dividen el parque de diversiones del parque-parque, el de los árboles y el lago. En la intersección con Julio Herrera y Reissig aparecen los ginkgos y también un complicado diálogo de estilos arquitectónicos que no siempre es feliz y armónico, pero que guarda algunas joyas de la ciudad.

Tres cuadras más arriba, se interrumpen los ginkgos (retomarán su camino en la intersección con Prudencio Vázquez y Vega). El puente Arquitecto Mauricio Cravotto, puente Sarmiento para los montevideanos, salva un pronunciado desnivel. Aquí abandonamos el paseo barrial y, a lo largo de 50 metros, recordamos o imaginamos que estamos en una ciudad capital sobre una gran avenida: Bulevar Artigas se pierde a ambos lados al amparo de sus enormes tipas. Al pasar, podemos recordar que este viaducto sencillo y elegante es obra del ingeniero Leonel Viera, el mismo que diseñó el sinuoso puente sobre la barra del arroyo Maldonado.

Hasta mediados de los 70 el desnivel sólo podía sortearse por las calles Domingo Cullén y Mariscal Estigarribia, hoy interrumpidas por culs-de-sac (calles sin salida). A uno y otro lado del bulevar, dos arquitectos fundamentales construyeron sus residencias en los años 30. Las dos viviendas son hoy monumentos históricos. Sobre Domingo Cullén, Julio Vilamajó levantó su vivienda-estudio. Mauricio Cravotto hizo lo propio en la esquina de Estigarribia. Los ginkgos tardarían algunas décadas más en instalarse en el barrio.

No todos los árboles son ginkgos en Sarmiento, pero entre Vázquez y Vega y Bulevar España no hay cuadra que no tenga uno, varios o muchos. La inauguración de los otoños amarillos se pierde en la memoria de las plantaciones de árboles en Montevideo. En algún momento de los años 70, según algunos, en los 80, calculan otros expertos. Alguien recuerda su camino a la escuela por esa época. Ahí están las semillas, huelen mal.

Quizás no hubo una única plantación, sino varias, además de las reposiciones de los últimos tiempos. Lo cierto es que fue una elección que no se repitió en otras avenidas, más allá de ejemplares aislados o de algunas alineaciones de árboles jóvenes, como los de General Paz, en Punta Gorda, o los no tan jóvenes de Capitán Videla, en Parque Batlle, por poner dos ejemplos que son excepciones en la ciudad. En Montevideo, Sarmiento es la avenida de los ginkgos.

Muchas ciudades fuera de Asia adoptaron G. biloba para el arbolado de sus aceras, pero en las calles de Montevideo no parece encontrarse a gusto. El director de Arbolado de la Intendencia de Montevideo, Alfonso Arcos, señala que la especie no tiene un buen desempeño aquí y que resiste con dificultades las duras condiciones de las veredas. Por este motivo, a pesar de sus valores ornamentales, no vemos y, probablemente, tampoco veremos más avenidas de ginkgos en la capital.

Casi en las antípodas de las montañas donde encuentran refugio las diezmadas poblaciones silvestres de la especie, los ginkgos de Sarmiento viven en tres barrios: Parque Rodó, los que suben desde Julio Herrera y Reissig hasta el puente; Punta Carretas, los de la acera sur, desde Vázquez y Vega hasta Bulevar España; Pocitos, los de la acera norte. No son los únicos árboles alineados en esas veredas, también hay unas cuantas viejas tipas que reclaman aún su primacía en las calles y avenidas de la zona, y otros tantos plátanos y algún paraíso nos recuerdan que todavía estamos en Montevideo. Pero por un misterioso efecto del color, estos gigantes desaparecen en otoño detrás del protagonismo incontestable de los ginkgos. “En la avenida de los ginkgos / el otoño comenzó”, y el amarillo provoca una sospechosa alegría; tal vez hay que caminarla, de vuelta desde Bulevar al río, escuchando La Hermana Menor, “Porque está todo bien, / pero no está todo bien. / ¿Bien para quién?”.