Mizunas, lechugas mantecosas, acelgas; alegrías, begonias, alelíes; romero, mostaza y menta. No estaban en ese orden. En realidad, eran cientos, miles, de plantas acomodadas sobre la piedra de la plaza Larrañaga, en La Paz, el sábado 15 de noviembre. Había 20 grados antes de las 9.00 y la promesa de llegar a los 30 al mediodía; por eso las lechugas bajaban de los camiones con la tierra húmeda, prontas para afrontar una larga jornada.

Desde lo alto, el monumento a César Mayo Gutiérrez tuvo una panorámica completa de la plaza y la parroquia. Los puestos de plantas, no tantos como se podría esperar de una feria denominada “floral”, se mostraban ordenados por sectores y especies, y en lo posible por color, dentro de cada especie. Un sol impiadoso estresó las petunias, pero la feria se disfrutó. De fondo, el cemento aún nuevo de las vías de UPM y la estación de trenes abandonada relativizaban tantos fulgores. Hubo un tren que pasó con un pitido demasiado insistente. Sí, aquello era Uruguay con algo de Japón. Más precisamente, la 16ª Feria Floral de La Paz.

Logística

La16ª Feria Floral fue organizada por la Embajada de Japón y el Municipio de La Paz. Además contó con el apoyo del gobierno de Canelones y otras organizaciones como la Cooperativa de Floricultores (Cofloral), la Asociación Japonesa en el Uruguay, la Agencia de Cooperación Internacional del Japón y la Asociación Uruguayo-Japonesa de Cooperación Técnica.

En un día de feria japonesa se leen más palabras con “k” que en diez domingos en Tristán Narvaja. La variedad de la oferta se mostró en carteles como karinto (alimento dulce), suiseki (piedra decorativa), yokai (demonio) o ikebana (arte del arreglo floral). Y el público acompañó por distintos motivos, algunos en busca de lo exótico y otros, los más jóvenes, movidos por el interés que despierta la cultura japonesa a través del cómic y los videojuegos. Vinieron por sus ídolos y terminaron probando onigiri (bolas de arroz) o maravillados ante la mesa de bonsái.

Foto del artículo 'Feria Floral de Japón: mucho más que sushi'

Foto: Alessandro Maradei

Malo para las abejas

El vivero Parati, de las hermanas Sonia (Mimi), Remi y Carina Hanzawa, abría la hilera de puestos florales en uno de los senderos de la plaza. La feria marca un momento de intensidad laboral para la familia Hanzawa cuyo vínculo con las plantas viene de generaciones atrás. Los preparativos comienzan diez días antes con la selección de las mejores plantas. Además, la familia, al igual que otras participantes en el evento, busca apoyar a la comunidad japonesa con aportes voluntarios. Remi, por ejemplo, preparó karinto –especie de galletitas hechas con harina, azúcar, huevo y sésamo, entre otros ingredientes– para colaborar. En tanto, Mimi estuvo atendiendo el stand de la [Asociación Japonesa en el Uruguay] (AJU, https://ladiaria.com.uy/UuU), que ofrecía a los visitantes escribir su nombre propio en japonés. Hay un espíritu de pertenencia a la comunidad y una forma de ser amable, sin perder la reserva, que se han trasmitido a las generaciones nacidas en Uruguay, y eso se percibe.

Las hermanas Hanzawa, hijas de padre japonés y madre brasileña, han conservado ciertos hábitos nipones, en especial los vinculados a la alimentación. “Cuando vas a Japón te das cuenta de que nosotras, como segunda generación, mantenemos más la cultura japonesa que los propios japoneses. Mis padres emigraron de jóvenes y es como que se quedaron en el tiempo. Nosotras mamamos las costumbres de aquel tiempo. Mis primos de allá me decían: ‘Hablás como una vieja’”, dice Remi.

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Foto: Alessandro Maradei

La historia familiar es digna de una saga, además de representativa de las peripecias de la migración japonesa hacia nuestro país y el resto de América. El padre, Shin Hanzawa, fue un ingeniero que llegó a Argentina en una empresa pesquera en tiempos de Perón, pero la inestabilidad política del país vecino modificó algunas reglas de juego y lo obligó a mudarse a Montevideo. En Uruguay los japoneses se habían dedicado a la floricultura y Shin cambió la ingeniería por las flores.

Junko Yonekawa, quien luego sería la esposa de Shin, nació en Brasil y vive actualmente en el predio familiar del vivero. Llegó a Uruguay en 1947 con sus padres, que sí eran japoneses y deseaban dejar atrás las penurias pasadas en Brasil. Luego de la abolición de la esclavitud, muchos terratenientes brasileños sustituyeron la mano de obra esclava por la de inmigrantes. En los cafetales y algodonales los hacían trabajar a cambio de comida, que a su vez sólo se compraba en los almacenes del patrón. “En el medio de la casa había cadenas y grilletes para atar esclavos”, recordó Junko en una entrevista del libro Trayectoria de la comunidad japonesa en el Uruguay, publicado por la AJU. “La comida diaria consistía solamente en arroz y porotos. Los adultos cortaban las cabezas de las serpientes venenosas y se las comían asadas”. La deuda era interminable.

Gabriela Bares - Yokai Mascaras.

Gabriela Bares - Yokai Mascaras.

Foto: Alessandro Maradei

En Uruguay la familia de Junko se sintió más a gusto y se integró a las tareas de floricultura. Por entonces, la mayoría se instalaba en Paso de la Arena y en zonas cercanas a La Paz. Eso explica el fuerte vínculo con la ciudad canaria.

Aunque libres y con expectativas de progresar, los sacrificios no fueron pocos en territorio uruguayo. Shin vivía al principio en la mayor pobreza, al punto que su novia Junko se quedó asombrada cuando fue a visitarlo acompañada por su madre. La vivienda era un cobertizo casi vacío. Una bolsa de arpillera colgada hacía las veces de pared. Madre e hija sonrieron y comentaron entre sí que ellas, aunque pobres, nunca habían vivido en un lugar como ese. Sin embargo, salieron adelante.

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Foto: Alessandro Maradei

Se estima que hoy la colectividad reúne a unas 300 personas, según Gabriela Noboru Haruta, presidenta de la AJU y líder de los tambores taiko. Al igual que otros hijos de japoneses, ella no ha seguido en el rubro de las flores. Noboru es pausada al hablar y se disculpa por no sentirse cómoda al ser el centro de la conversación: “Toda mi familia es de pocas palabras”, dice. En realidad, lo que aflora es un sentimiento exquisito de reserva y protección de la intimidad, tan raro en tiempos de excesos autorreferenciales. La historia familiar de los Haruta también haría las delicias del cine, pero ella la cuenta midiendo las palabras, como quitándole importancia. Su padre, que originalmente era pescador, aprendió a cultivar flores por necesidad. Una vez asentado en Uruguay, buscó esposa en su país natal a través de amigos. Y encontró a Yoshie Nishikioiri, una joven con ganas de conocer el mundo, capaz de viajar en barco por dos meses para casarse con un hombre al que nunca había visto, aunque tenía referencias cercanas. Yoshie tiene hoy 88 años, y ya no cultiva flores ni vive en la zona de Paso de la Arena.

Cuidar las flores, por hermoso que suene, sigue siendo un trabajo duro. Las plantas requieren atención los 365 días del año, el clima uruguayo es veleidoso y las ganancias magras. Pocos descendientes continúan en el rubro y eso se refleja en la Feria Floral y en la producción de flores del país. La mayoría de las flores cortadas que se comercializan en Uruguay llegan en un avión, en cámaras de frío desde Ecuador y Colombia, algunas desde Brasil. A los problemas del clima y el costo de la mano de obra se agregaron otros ataques fatales, como las crisis económicas o la prohibición de mantener floreros con agua en los cementerios cuando apareció el dengue.

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Foto: Alessandro Maradei

En el mundo los grandes productores de rosas son Países Bajos (pese al clima), Colombia y Ecuador. Los floricultores ecuatorianos y colombianos enfrentan extensas jornadas de trabajo, se exponen al contacto con pesticidas, algunos muy tóxicos, y cobran poco. Por eso, las rosas perfectas que circulan el día de la madre o en San Valentín no siempre tienen un pasado tan terso.

Bonsái y otras pasiones criollas

Hasta las ventanas del boliche Hamburguesas Bachicha’s llegaba el “hola, hola” de las pruebas de micrófono. Más tarde vendrían el sonido del taiko –el tambor japonés– y los discursos oficiales tan elogiosos en estos eventos. Un solo parroquiano de camisa a cuadros alternaba entre el celular, el vaso y la mirada perdida hacia los camioncitos de los viveros ya casi sin plantas. Hasta hace pocos años el boliche se llamaba La Oficina y ofrecía la misma vista a las vías y a la plaza. Hamburguesas Bachicha’s todavía conserva un cuadro de la fachada con el antiguo nombre, flanqueado por un póster de Casi justicia social, de la banda Don Osvaldo, y otro con una leyenda que dice: “Sólo quiero que enmudezca mi guitarra en la tierra musical donde soñé”. Firmado: “De la barra. Los choborras jubilados”.

Mercado de flores

Cofloral es parte fundamental de la feria. El puesto de Cofloral desde temprano ofreció plantas y flores cortadas. Heber da Silva, dueño y expresidente de la Cooperativa, viene de familia portuguesa. Dice que la floricultura atrajo también a otras nacionalidades: portugueses, italianos y hasta un español. Da Silva es experto en armar ramos. Mientras manipula las flores e intercala paja mansa en los ramos, cuenta de su pasado como floricultor. Hoy el negocio de las flores es rentable en países como Ecuador, dice, donde la mano de obra es barata y algunos productores se dan el lujo de especializarse por colores: los hay que plantan sólo flores blancas o sólo flores rojas.

Cofloral tiene un mercado en Guadalupe y Marsella, en el límite del barrio Reducto. Allí se concentra la comercialización para la capital y alrededores. Si bien la cooperativa llegó a integrar a alrededor de 200 socios, hoy no llegan a 20.

Cruzando la calle, más bien cerca de la parroquia, otros uruguayos también mostraban sus pasiones en un puesto de bonsái, uno de los puntos fuertes de la feria. Los bonsái son símbolos de iluminación y paz en la cultura oriental. Se estima que fueron llevados de China a Japón por los monjes budistas alrededor del siglo X. Hay algo muy conmovedor en la observación de estos árboles, pequeños por la voluntad humana. “Es un arte –dice Alejandro Casanova, vicepresidente de la Asociación Uruguaya de Bonsái–, porque la forma se la das tú; es el árbol que dibujás en tu mente, incluso hay gente que primero lo dibuja a mano”. Sobre la mesa, un alcornoque, una santarrita, un ginkgo biloba y un tilo de unos 20 años de antigüedad atraían las miradas.

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Foto: Alessandro Maradei

El bonsái japonés se relaciona con la filosofía zen y la búsqueda de una conexión triangular entre seres humanos, cielo y tierra. “Yo tengo la esperanza de que el arte del bonsái nunca morirá y que mantendrá la llama de la paz encendida a través del mundo”, dijo el maestro Saburo Kato en 1980. La frase aparece en la página oficial de la embajada de Japón en Uruguay como parte de la explicación del sentido más profundo del bonsái.

Recomendaciones

  • “La versión moderna” de daifucu mochi de la chef Nariko Lihara. Nariko prepara postres hechos con masa de arroz y rellenos de dulce de porotos. Los orígenes de esta comida hay que buscarlos varios siglos atrás; lo bueno es que los daifucu mochi de hoy llevan menos tiempo de preparación y hasta admiten frutillas.

  • Aprender a jugar al go, “un juego de reglas simples y posibilidades ilimitadas”, a través de la Federación Uruguaya de Go.

  • Conocer la obra de Gabriela Barés, escultora, tatuadora y creadora de un pequeño museo con extrañas criaturas del folklore japonés.

Recién cerca de las 17.00 las hojas de los árboles comienzan a moverse impulsadas por una brisa fresca. Todavía falta la ceremonia del té y el cosplay. Es imposible abarcar la cultura de un pueblo milenario en una hectárea, en un solo día. Pero más allá del collage y los estereotipos, de la enorme distancia entre el gaucho matrero y la ética del trabajo japonesa, flota en el aire el tibio abrazo de los diferentes.