Manuel Surribas volvía una noche de sábado desde Cinemateca, después de ver la película Lamerica (Gianni Amelio, 1994), un retrato crudo sobre la inmigración de albaneses a Italia. Caminaba hacia su casa, atravesado por la angustia y los cuestionamientos sobre la condición humana, cuando pensó: “No me puedo ir así”. En ese momento, decidió agarrar 18 de Julio y dirigirse al bar Tabaris, en la esquina con Tristán Narvaja. Hoy recuerda: “No hablé con nadie allá, pero encontrarme con gente que conozco fue sentir que la humanidad puede ser también un espacio confortable”.
Surribas, comunicador con amplia trayectoria vinculada a la cultura, el arte y los temas patrimoniales, dice que parte de los mejores momentos que pasó en su vida tuvieron que ver con estar en bares. Recuerda los que visitaba desde muy joven, cuando trabajaba en la Ciudad Vieja. Hoy de esos no queda ninguno. En su lugar hay una casa de tatuajes y una tienda de artículos de seguridad.
Frente a los nichos que se crean en el universo virtual, el bar parece proponer un espacio de encuentro con el otro, con el diferente. Según Surribas, es el lugar donde podés estar rodeado de personas sin tener que compartir desde las palabras: “Hay cruces de miradas, complicidades que se dan con gente que te conoce, que te saluda, que te levanta la cabeza y que puede que tenga tu misma ideología, tu misma edad, sea hincha del mismo cuadro de fútbol, o a la vez no compartir nada de eso, y en el espacio convivimos”.
Puntos de encuentro
Patrimoniales, históricos, de viejos, de barrio: así se los llama. Hace más de diez años, varios también fueron llamados “comercios destacados” por lo que representan para la ciudad. Fue a raíz de una iniciativa de la Comisión de Apoyo y Promoción de Cafés, Bares y Almacenes, proyecto creado en 2002 por el Ministerio de Turismo, la Intendencia de Montevideo y el Centro de Almaceneros Minoristas, Baristas, Autoservicistas y Afines del Uruguay (Cambadu), que apuntaba a poner en valor el significado cultural y social de estos bares.
La comisión se sostuvo por menos de una década y, pese a distintos esfuerzos, no volvió a ponerse en funcionamiento. Hoy, de los que otrora fueron “comercios destacados”, casi la mitad están cerrados al público. Entre ellos, muchos nombres que despiertan anécdotas: Roldós, El Volcán, Rey, Cavalieri, 62, Almacén del Hacha, Don Trigo, Rondeau, Tranquilo, Nueva York, El Tartamudo, San Lorenzo, Hollywood, Micon’s (que mantiene envíos y despacho para llevar).
Cierran por alquileres imposibles, por la comida que llega a casa con un clic, porque ya no se tolera el humo en espacios cerrados y los autos no tienen dónde estacionar. Por clientes que ahora trabajan desde casa, por dueños sin herederos, por calles más inseguras y veredas con más cadenas que bares. Porque cambiaron la ciudad, la gente y la forma de encontrarse.
Su desaparición no fue abrupta, pero en los últimos años se han ido apagando luces en las esquinas de Montevideo. Y sin rincones que hablen de lo que somos, las ciudades pueden empezar a parecerse mucho las unas a las otras.
Arquitectura vivida
No todo merece ni puede ser conservado. Nadie aspira a que una ciudad se mantenga petrificada, igual a como fue hace 50, 100 años. Los cibercafés se extinguieron con la masificación de internet y nadie parece llorarlos. ¿Por qué a ciertos bares sí?
Más allá de la instancia de encuentro y del sentimiento de pertenencia a escala barrial, también atesoran materiales nobles en sus vitrinas, zócalos, cajoneras, mayólicas, que junto con la calidad de su arquitectura –en muchos casos fruto de trabajadores de las “carpinterías y marmolerías artísticas” que prosperaron hasta los años 50– les otorgan un valor patrimonial.
Bar Paysandú.
Foto: Alessandro Maradei
Son espacios que encarnan nuestros orígenes como país de inmigrantes, y ejemplos de la cultura gastronómica italiana y española. Fueron escenario de tertulias eternas entre intelectuales, lugares donde se resistió a la dictadura, donde nacieron movimientos políticos, donde se crearon canciones que ahora definen nuestra cultura popular.
Para Surribas, lo fundamental está en el uso más que en la antigüedad: “El bar te da un lugar donde sentarte, no hacer nada, mirar y escuchar. Me parece que eso es patrimonio y eso es identidad. No es una cosa de poner las fotos de Gardel o algo que asociemos con un pasado prestigioso. Es poder ser allí lo que los montevideanos somos”.
Esquinas con memoria
Alicia Vázquez (62 años) comenzó a ir al bar Rey (Joaquín Requena 1704) por 1970, época en que los parroquianos “hacían mostrador” y jugaban al dominó hasta altas horas de la noche. Le gustaba sentarse en la mesa que daba a la calle Daniel Muñoz –desde allí veía su casa– a tomar un cortado y esperar que otro cliente terminara de hojear el diario para leer las noticias.
Recuerda principalmente la atención: “Nunca me sentí tan cómoda como ahí”. Su esposo, Alfredo Debenedetti (68), que pronto se sumó a la costumbre, agrega que para ellos era como estar en su casa, que no los trataban como clientes: “Era parte de nosotros, éramos todos un poco dueños del bar”.
Oficio: bolichero
Paredes desgastadas cubiertas de grafitis, persianas metálicas corroídas por el óxido y un cartel desvencijado es lo que queda hoy del bar Rey. Sin embargo, los ornamentos en color crema sobre la puerta delatan un período de esplendor, en la época en que había un bar en cada esquina y se llenaba al punto de que la gente se ubicaba en la vereda con el vaso en la mano, y se dedicaba a saludar a sus conocidos y a intentar apartar a la gente para poder entrar.
Milagros Rey (83), José Pepe Bouzón (84) y su nieta, Agustina Azambuja (21), me reciben en su casa, ubicada frente a lo que supo ser el bar Rey. Sin perder el oficio, al llegar me ofrecen una variedad de bebidas frías y calientes. Aunque data de comienzos de 1900, el bar fue comprado en 1961 por el padre de Milagros, recién llegado de España. Sus clientes eran vecinos y gente que trabajaba en las fábricas y el taller mecánico del barrio. El bar abría a las seis de la mañana y cerraba a las 12 de la noche. Pepe trabajaba en todo el horario.
“Éramos como una familia”, describe sobre el vínculo con sus clientes. Organizaban campeonatos de truco, iban todos juntos a la Olímpica a ver a Peñarol, los invitaban a sus cumpleaños: “No es que vas, pagás y chau, si te he visto, no me acuerdo”. Lo describen como un bar luminoso, con un gran mostrador de mármol de Carrara con líneas verticales blancas y negras, botellas antiguas, una balanza inglesa. Dicen que hoy la moda son las cervecerías.
El bar se vendió en 2022 y desde ese momento permanece con la persiana baja; no saben qué habrá en su lugar. Aunque pasan a diario frente a su deslucida fachada, Pepe dice que ya no extraña. Milagros aún siente nostalgia de pequeños actos como salir a la puerta, tomarse un café y conversar con los vecinos. Agustina cuenta que se crio allí. “Me interesan los bares, lo que se perdió ahí, la comunidad. Entender si eso se suplanta con otras cosas o simplemente es un espacio perdido y nos estamos volviendo cada vez más individualistas”, comenta.
Al finalizar la charla, me acercan el reconocimiento de “comercio destacado” que se le entregó al bar. Es pesado, una prolija placa de metal sobre madera oscura. Allí dice que le fue otorgado por su “valor testimonial”. Debajo se lee: “Una herencia con futuro”.
Habitar distinto
Las conversaciones son un murmullo que se suma al tintineo de copas y cubiertos que se enjuagan detrás de la barra. El ambiente es tranquilo un miércoles a las 11 de la noche en el bar Montevideo al Sur (Paraguay 1150, esquina Maldonado). Hay grupos de amigas jóvenes, algunas parejas. Los azulejos de la pared roban la atención con sus figuras barrocas en tonos bordó, azul y verde oscuro. Luego me contarán que son centenarios y llegaron de Andalucía. Las velas dibujan un aura cálida a su alrededor en las mesas, algunas con rajaduras en el mármol. En el suelo, los dibujos de ciertas baldosas ya son apenas visibles. Rescatar la belleza de lo gastado y lo imperfecto parece una intención.
Uno esperaría que sonara un tango para esa escena, pero lo que se escucha es indie dosmilero: MGMT, Peter Bjorn and John. Joaquín Casavalle tampoco tiene el aspecto que uno imaginaría en su dueño. Es joven, viste una remera básica blanca. “Me gusta mucho lo que estos bares representan”, resume al explicar por qué se inclinó por la restauración y reapertura de esos espacios.
Pero la historia se remonta a su infancia, cuando vivía cerca del Club de Pesca 25 de Mayo. “Siempre lo miraba y lo miraba. Mi sueño era trabajar ahí”, recuerda. A Montevideo al Sur lo adquirió junto con socios en 2019, luego siguió con el bar Paysandú (Rondeau 1549 esquina Paysandú) y en 2023 con el Santa Catalina (Ciudadela 1200), también en conjunto. Cambia lo menos posible. A todos les deja el nombre original.
Comunidad, memoria y barrio
Cuando lo empieza a trabajar, Casavalle busca una conexión con lo que llama el “espíritu” del bar. Por ejemplo, el Paysandú, uno de los más concurridos en el 1900, era fiambrería, sandwichería y bar de copas. Por eso en su carta hoy incluye platos de fiambres, embutidos, pickles. También intenta contar esa tradición, que el equipo la conozca y la transmita en la experiencia que ofrece.
“Nosotros hablamos de esa historia, de la carta, de por qué el bar fue lo que fue. Acá no había movimiento. Y venía más el hombre a tomarse tres whiskies a las ocho de la noche. Sin duda que esa persona no viene más”. Consultado sobre lo que se pierde con la renovación del bar, agrega: “Al cliente que venía a tomarse una me encantaría tenerlo, pero hoy llega de noche y no le gusta: no quiere una vela, no quiere la luz tenue”.
Al hablar de los bares tampoco se puede esquivar el tema de la cultura alcohólica que existe en Uruguay y cómo se ha transformado con el tiempo. Sin idealizar el pasado, Casavalle cita varios ejemplos: “En la casa estaba la mujer, cocinando; bien chapado a la antigua. El hombre estaba en el bar, mamado; volvía a las siete de la tarde para dormir. Y empezó a ser mal visto. Más en una población como la de Uruguay, que es chica y también muy moderna en el pensamiento. Eso cambió el consumo”. Por ese motivo considera esencial la adaptación al cliente de hoy.
Políticas patrimoniales y desafíos actuales
Según Casavalle, para que estos emprendimientos de rescate prosperen es necesario otro respaldo de la Intendencia de Montevideo y de los ministerios de Turismo y de Educación y Cultura. Además, piensa que los bolicheros deben ser más abiertos a la colaboración y agruparse, para tener mayor peso y representación en la toma de decisiones.
Los clientes son otro aspecto clave, y alienta a los vecinos a confiar en estos espacios que reabren en sus barrios. También llama a que se animen a acercarse desde otros puntos de Montevideo: “Siempre digo que, de Bulevar Artigas para el este, a estos bares no los conoce nadie”. Para ilustrar su punto, comenta que el día de la entrevista habló con un amigo que vive en Pocitos y nunca había ido a Montevideo al Sur: “Nosotros estamos hace seis años, el bar tiene 95. Es una locura. Pero te tomás un Buquebus y vas a los bares clásicos de Buenos Aires”.
En un plano positivo, encuentra una mayor conexión con nuestra identidad por parte de generaciones jóvenes. Lo ve en el arte, en nuevas organizaciones barriales. Incluso menciona al encuentro musical Rueda de Candombe, un éxito que tomó las calles montevideanas. En ese sentido, argumenta: “Nosotros tenemos para pelearnos con el que sea. Tenemos una identidad tremenda. Hay que hablarla, hay que contarla, hay que representarla”.