En sus memorias, Manuel Gálvez, un escritor entrerriano amigo de Horacio Quiroga, deja claro que la falta de puntuación en el título Cuentos de amor de locura y de muerte, de su primera edición y por decisión de Quiroga, se debe a que para atravesar los tres núcleos de sentido habría que eliminar la coma. En Amor, locura y muerte, no se retoma la intención del autor de manera gráfica en su titulación, pero se hace presente la voluntad de entrelazar los tres ejes desde la puesta en escena. Aparentes pausas en las que la quietud también es una danza del cuerpo latente, y que nunca llegan a ser una coma o un respiro, sino que condensan esa tríada inseparable, se hilvanan en escenas constituidas como un tejido de reiteraciones que sugieren el suicidio, la soledad, el deceso, las manías, los trastornos y desencuentros, visibilizando –de forma simple– diversas maneras de evocar una parte de la construcción de una vida.

La compañía montevideana Martín Inthamoussú, junto a la madrileña Provisional Danza, dirigida por Carmen Werner, realizaron este proyecto de coproducción estrenado en ambas ciudades y beneficiado por el fondo para la integración en las artes escénicas iberoamericanas (Iberescena). Para crear una obra de danza contemporánea a partir de la literatura, y en diálogo a la distancia, el proceso de ensayos consistió no sólo en leer e investigar los cuentos y el contexto del escritor, sino también en una experiencia de reciprocidad, de marcas externas puntuales, pautas, videos y escenas, enviadas en retroalimentación desde España, a lo que se sumó el intercambio de los intérpretes. Durante los jueves de abril, a las 21.00, se presentará la versión uruguaya en el Teatro Victoria.

Un almohadón, una navaja, un frasco de miel, una corbata, un ramo de flores hecho de papel de diario, un vaso de agua: en toda la obra predomina la presencia de objetos que se utilizan para recrear imágenes, multiplicando en su significado el sentido cotidiano de sus usos. Este recurso de lo objetual, además de tener un carácter simbólico, es representativo de elementos literarios fundantes del mundo de Quiroga, y, aunque aparezcan referencias de una primera capa de ese universo ficcional, se presenta, al igual que en los cuentos, un panorama que puede reconocerse con facilidad. Lo que se muestra, más allá de las interpretaciones que puedan realizarse, es, a simple vista, concreto en su fatalidad, y lo turbulento se manifiesta en la conexión de los sucesivos eventos.

En un ambiente tenue, y desde distintos estados, la música acompaña con una marcha fúnebre, música clásica, jazz con algo de garage y electrónica, mientras los seis intérpretes desarrollan, entre tríos, duetos y solos, sumatorias de figuraciones que aluden a la muerte y al suicidio. La composición de contraescenas, por acumulación o por contraste, pretende una desfragmentación de la percepción de la atención del espectador, logrando una densificación del universo siniestro. La consistencia se organiza a partir de una fuerte energía de los cuerpos congelados, que se incrementa con la acepción de la imagen cuando se roza la actuación, a veces de gran expresividad, y los intérpretes comienzan a desenvolverse como posibles personajes salidos directamente de los cuentos o, incluso, cuando en lo trágico brota el humor.

Así, se sucede un almohadón como sostén y separación de un vaivén de contrapesos entre un hombre y una mujer, el lecho de muerte y la cama matrimonial en un juego escénico de pie. Una mujer quieta apuntando a su propio abdomen con una navaja, y el corte, aquello que funciona como punzón, impulsa pulsiones de espasmos en los que el objeto inicia el movimiento. Un frasco de miel que embriaga la gula y provoca desplazamientos. Una corbata que ahorca. Un enamorado que va rompiendo, destrozando el ramo y dejando los pedazos desperdigados. En todas las formas hay un procedimiento elegante para morir, una estilización de la muerte y la presencia de la vida, como sistemas binarios en tensión.

Ya al final de la obra la coreografía deja de ser sutil, quedan a un lado las escenas casi imperceptibles que conciben la orbe de la fusión de los cuentos, y del tratamiento de los cuerpos se apoderan las líneas rectas y las diagonales invisibles, trazadas por los desplazamientos en el espacio. Con todos los intérpretes en escena, los cruces de miradas generan instantes bellos, encuentros que redimen la soledad tortuosa que establecían como personajes. La sencillez del caminar, el armado de frisos o bloques humanos que se desintegran a causa de movimientos individuales, reestructuran la arquitectura de los cuerpos en escena como un único cuerpo maquinaria, que funciona al unísono.

Podríamos pensar que no estamos frente a una danza ominosa o sugestiva, sino representativa en sí misma por las imágenes inscriptas y por el mundo textual y literal de Quiroga. En este sentido, como decía la dramaturga uruguaya Paulina Medeiros sobre la literatura de Quiroga, la obra también puede considerarse lineal, aceleradamente dramática y a veces truculenta. Siempre es interesante presenciar el universo de Cuentos de amor de locura y de muerte y sus distintas interpretaciones y traducciones escénicas, tal vez porque desde el origen mismo de su escritura, la pulsión vital y creadora fue tan fuerte como indestructible y perdurable.

Amor, locura y muerte. Director: Martín Inthamoussú. Intérpretes: Andrea Salazar o Agustina Morell, Gonzalo Decuadro o Matías Tchomikian, Lucía Rilla, Marta Martínez, Nazario Osano y Emiliano D’Agostino. Teatro Victoria. Jueves a las 21.00.