La última película de David Lynch, a la fecha, es Inland Empire, de 2006. Fue la primera que vi. No sé por qué motivo (yo tendría unos 15 años) alquilé el DVD en el videoclub de Salinas. A mí me gustaba ver películas prestigiosas, y posiblemente el León de Oro en el extraño póster fue lo que me conquistó. No la pude terminar. Recuerdo, en la televisión de 14 pulgadas que había en mi cuarto, ver un torbellino del que emergía la familia de conejos, ver a Laura Dern corriendo, la carretera. Años más tarde volvería, desde otro lado, a Lynch y a sus películas clásicas: El hombre elefante (1980), Terciopelo azul (1986), Carretera perdida (1997) e incluso Corazón salvaje (1990), adaptación de una novela que supo gustarme mucho.Por otra senda corría Twin Peaks (1990-1991; 2017), su única incursión (junto a Mark Frost) en la televisión. Con esa serie, que seguía los pasos del agente del FBI Dale Cooper y su investigación en torno a la misteriosa muerte de la bella Laura Palmer, ideé, acompañado por John Cale y Lou Reed como banda de sonido, un pueblo pequeño que se iba dibujando e implantando como un filtro sobre el balneario en el que crecí. No era la soledad en la multitud, sino el gesto impotente de darle la espalda al mundo, de recluirse en el jardín del fondo.“I was peering in through the picture window / It was a heartwarming tableau like a Norman Rockwell painting / Until I zoomed in”, canta Vic Chesnutt en la última canción de Dark Night of the Soul (disco genial de Danger Mouse y Sparklehorse, en el que David Lynch participó). En esos versos (“Estaba husmeando a través del ventanal: / Era una imagen reconfortante como un cuadro de Norman Rockwell / Hasta que hice zoom”) está condensada toda una idea sobre el cine de Lynch y, por qué no, una forma de pensar la vida, aquello que se esconde debajo de la ropa.
Jardines brillantes, aserraderos, arroyos, y un terror nocturno que también era la adolescencia, el llamado distante pero claro de la destrucción, el pavor del pecado. Bailes con mujeres viejas que venían de lejos, tipos horribles, violentos, el casino de Atlántida, la inocencia y la inmundicia sin separar. Todo el espanto de crecer estaba ahí mejor que en ningún sitio: basta ver Eraserhead (1977).
Más de 25 años después del deslumbrante final, en el que Lynch volvió a tomar las riendas de una serie que había empezado a descarrilar tras su partida (en la mitad de la segunda temporada), Twin Peaks hizo su regreso. Ya se habían publicado algunos libros que ampliaban el universo del pueblo (el último, escrito por Frost, en 2016) y en 1992 se había estrenado la precuela Twin Peaks: Fire Walk With Me, película que se ocupa de los últimos días de Laura Palmer, centro hueco del misterio, pero el verdadero retorno fue el año pasado y fue en la tele, en 18 episodios que se estrenaron en Estados Unidos en el canal Showtime y que distribuyó Netflix en América Latina.
Los dos primeros episodios fueron presentados (y ovacionados) en el Festival de Cannes: nadie como Lynch para poner en duda la porosa frontera entre series y cine, entre eso y la vida.
Había mucha expectativa en torno al regreso. Lynch, salvo en la desafiante Una historia verdadera (de 1999, y ahí el desafío era contar una historia “tradicional”), suele atacar la noción de argumento, prescindir de “personajes” en el sentido más psicologizado de la palabra, ir contra la interpretación y exponer al espectador a largas secuencias “incoherentes”, puramente cinematográficas, cercanas a un absurdo kafkiano. Su cine, se ha repetido mucho, es de sensaciones, de climas: se ve o se señala, más de lo que se entiende o se explica.
Lynch crea mundos en los que uno puede habitar y perderse. Imágenes que se suceden o se empastan en vertiginosos fundidos encadenados: cuerpos mutilados, objetos parlantes, árboles flacos, telas delicadas, gigantes y enanos, animales que irrumpen en el hogar, en el aislamiento de la vida en los suburbios, la vida arreglada a la que de pronto acude el monstruo, que es lo innombrable.
Twin Peaks es, en esencia, la lucha entre lo doméstico y lo desconocido. Una persona (eso) que no se reconoce a sí misma, que actúa y hace cosas que no son suyas, con muecas como pintadas por Francis Bacon, que vive transformaciones horrorosas, la enfermedad y la descomposición del espanto o de la pasión. Hombres y mujeres deformados, incompletos, gestos lanzados al aire, que también eran el cuerpo deseante de quien deja la casa y ve todo cambiar y ya no se reconoce.
El arte de Lynch es siempre un paso: de lo inteligible a lo inefable, del sueño a la vigilia, del humor al miedo, del amor a la destrucción, del sexo a la violencia, de la muerte a la vida. En ese paso, uno puede verse en el ómnibus traqueteante que cruza el puente.
Hay varias formas de ver una serie. La más común hoy es atracarse con largas sesiones de capítulos ininterrumpidos. A las primeras temporadas de Twin Peaks las vi así, en mi computadora, de a maratónicas noches, porque para entonces ya había sido emitida hacía muchos años.
Esta última vez, no obstante, tuve que entrar en el juego. Uno o dos episodios de cerca de una hora por semana, durante más de cuatro meses. En el medio, charlar con amigos, leer reseñas en internet, rever fragmentos de capítulos viejos, buscar indicios en extractos de los diarios de Laura Palmer, escuchar la impactante música que fue su banda de sonido, perderse en el blog de uno de sus personajes, hacer sentido más allá del sentido. Esperar. Preguntarse, cada vez, ¿qué acabamos de ver? ¿Esto es un serie? El episodio 8, por ejemplo, vuelto instantáneamente de culto, ¿es el capítulo de una serie? ¿Es una película corta? ¿Un experimento visual? ¿Cine-arte?
¿Qué demonios pasó conmigo? ¿Qué es esa intranquilidad que crece como un bicho en las tripas?
Lynch hacía otra vez lo que había hecho y, para hacerlo, lo hacía distinto. La nostalgia (hay decenas de momentos que emocionan a cualquier fan) revisitada, explotada no como fin en sí misma sino como un material precioso que puede mutar, que puede hacerse nuevo, como la memoria. De este modo, Twin Peaks: el regreso no sólo es otra cosa con respecto al resto de las series actuales (que tanto le deben a la original): es otra cosa también con respecto a sus antecesoras.
Verla era mirar hacia atrás: mirarme en mi cuarto en la otra casa, frente a la televisión de 14 pulgadas o a mi primera laptop, en las clases de lenguaje cinematográfico, en la sala Pocitos de Cinemateca, con los ojos bien abiertos, y ver cómo de ahí, de entre esa piel, salía yo, ahora, diez años después, atravesado de imágenes.