Con un clásico como Florencio Sánchez se puede hacer de todo. En teatro, donde el manipuleo es condición, se le puede ser fiel y respetarlo; seguir cada palabra, cada punto y cada coma, transformar el texto en objeto sagrado y fantasear con una utópica conservación de eso que quiso ser en su origen. Y se le fue fiel por años, todos sabemos. Cabe también serle completamente infiel y manosearlo hasta volverlo irreconocible; dejar de él lo que, se cree, interesa hoy: su esencia, la trama, el gesto mínimo de un personaje recuperado en una indicación didascálica. Felizmente, hace tiempo que se le está siendo muy infiel. Entre muchísimos ejemplos, me sirven dos: en esta orilla, Marianella Morena lo visitó cruda en Los otros Sánchez (2006) para volver a él, con similares intenciones, en Barranca abajo (2016). En la otra, Ricardo Bartís lo desfiguró magníficamente en De mal en peor (2005). “Lo revolucionario es el procedimiento, no el contenido,” dijo Bartís, en alguna de las conferencias que presencié, haciéndose eco de las vanguardias históricas para explicar lo que hace. Como varias cosas que dice este porteño, la frase simple y directa se intrinca hasta volverse barroca con el prodigio de su práctica y exige revisar otras prácticas, pensar en los procedimientos. La premisa funciona para Morena y, llegando al punto, para la Barranca que L’Arcaza Teatro puso en escena dirigida por Richard Riveiro.
El movimiento más tangible que hace la puesta es incrustar la tragedia sancheana en un dispositivo metateatral: quienes vemos en escena no son –o por lo menos, no inmediatamente– Rudecinda o Dolores, sino los resabios de un grupo de autoayuda que, con el tiempo, decidió hacer teatro, pero fue menguando por los desequilibrios personales y, en parte, por las presiones de la profesión. Los actores actúan de actores, regalan caramelos al público, interrumpen la escena, tienen crisis existenciales, se ayudan, cantan. La agotadísima puesta en escena del teatro en el teatro (en una época en que el teatro parece no parar un momento de reflexionar sobre sí mismo) es en este caso imprescindible para sostener lo que realmente interesa: el procedimiento.
Como el título elegido por L’Arcaza, que menciona sólo la mitad del sancheano, la puesta abunda en sobreentendidos, porque, como se repite más de una vez –volviéndose casi un leitmotiv–, el público ya conoce la historia y ya sabe lo que pasa (cito la idea, no la frase exacta). Ese presunto conocimiento general, profundo, universal del texto de Sánchez –¿de todos los textos de Sánchez?– habilita a componer, al principio de la pieza, un collage acelerado de frases que más adelante van a volver, insertadas en los diálogos, una vez que empiece la acción. Un puzle que, se afirma, todos podemos armar. El saber del receptor, entonces, estructura el espectáculo. Si una de las reglas que el teatro sigue respetando, más allá de sus ocasionales fugas experimentales, es la correspondencia 1:1 entre personaje y actor; si por más estrafalario que se nos presente un Batará o una Rudecinda, se nos lo ata indefectiblemente a un actor o una actriz concretos y en ellos seguimos la acción, Barranca desarticula tales correspondencias. Los tres actores de la compañía ficcional no sólo interpretan a todos los personajes del drama sino que, sistemáticamente, se intercambian los roles, sin importar el género. Como en una carrera de postas –según las necesidades más inmediatas de la compañía–, se incorporan y se abandonan los Zoilos desesperados, las Robustianas sangrantes, las Dolores con achaques, aceleradamente. Siguiendo abiertamente las normas del circo criollo de los hermanos Podestá, la interpretación del drama corre sobre los carriles de lo grandilocuente y la afectación: inequívocamente viril para los personajes masculinos, absolutamente gallinesca para los femeninos, elección que convierte –como quizá convertía en los cuerpos de los Podestá– la tragedia en tragicomedia o en vaudeville. Los Zoilos y las Robustianas de Fabiana García, Pablo Albertoni y Richard Riveiro están más hechos para hacernos reír que llorar con sus cambios acelerados de ropa, con la torpeza (buscada) de ciertos movimientos y la inadecuación (también buscada) de los tiempos escénicos. Barranca abajo aparece, con tamaña grandilocuencia y multiplicaciones, ensanchada, enmarañada. Y se sostiene (o no) sólo si podemos seguir de memoria, sin equivocarnos, los parlamentos que su autor escribió para cada una de sus criaturas. Podrían cuestionarse los efectos estéticos o ideológicos de esa clave circense hoy, pero sin duda la confusión de los personajes es, como procedimiento, un hallazgo: pone en el centro al texto y a las formas que ese texto adquiere incorporándose en cada actor. También obliga (como obliga toda introducción del metateatro) a preguntarnos si la insistencia testaruda en el conocimiento de la pieza no será un guiño, una provocación: si lo que está realmente en juego es la pregunta acerca de ese saber, de las maneras en que se lee a Sánchez y en que se lo entiende. En síntesis, de qué hemos hecho y debemos hacer con este clásico.
Apegada al espectáculo, la reseña sobreentiende la trama, las implicaciones ideológicas, la significación de Sánchez en la época, el quiebre que hizo, ese antes y ese después de la dramaturgia rioplatense. Porque como repiten estos actores “con gente en el altillo”, eso el público ya lo sabe.
Barranca | Dirigida por Richard Riveiro. Con Fabiana García, Pablo Albertoni, Richard Riveiro. En la sala Delmira Agustini del teatro Solís. Últimas funciones: viernes 27 y sábado 28 de abril a las 20.30.