Desde que la película libanesa Capharnaüm se proyectó en el penúltimo día del Festival de Cannes, los rumores apuntaban a las posibilidades de progresión de una obra de abierta inmoralidad en su propuesta sin escrúpulos, y una mal entendida buena conciencia, a partir de una desvergonzada operación de embellecimiento de la miseria; de ponerle gasas estéticas al mundo que se desploma sobre los desheredados de Beirut. Y es tal la impudicia de Nadine Labaki –conocida en Uruguay por su anterior Caramel (2007)– en su película malintencionada, que las lágrimas de la presidenta del jurado, Cate Blanchett, al final de la proyección, se hicieron virales y fueron engordando la bola de nieve de los rumores. De las supuestas filtraciones que daban por inevitable la Palma de Oro a Capharnaüm, y su retrato lacrimógeno con un niño y un bebé en el epicentro de algo así como una buddy-movie de la pornografía emocional, pasamos a la sorpresa y al inmenso alivio que se vivió en la sala de prensa cuando la misma Blanchett anunció el máximo premio del festival para Un asunto de familia, de Hirokazu Kore-eda. El film del director japonés, mucho mejor que cualquiera de sus últimos trabajos, en los que había empantanado su estilo en un anquilosamiento inocultable, replantea la previsible naturaleza de la familia más o menos tradicional de su cine reciente. Este Kore-eda resurrecto, heredero de Yasujirō Ozu, en su esencia tiene algo de la comedia incisiva de la edad de oro italiana, y mucho de político, algo que también ha sido esta edición de Cannes, que auscultó de manera subversiva y audaz los acomodos con la ley de esta familia ficticia, unida por los lazos del honrado gremio del robo.
Godard: el arte de lo político
El film de Jean-Luc Godard Pierrot le fou (1965) ilustró el afiche de esta edición, y su película Le livre d’image recibió una Palma de Oro Especial, que se inventó ex profeso para él, porque, como explicó Blanchett, “es la recompensa al trabajo de una vida, a la ambición de redefinir el cine”. A sus 87 años, el franco-suizo sigue siendo el cineasta desafiante, imprevisible y enigmático de siempre. La película es un planteamiento tan abierto a interpretaciones como vocacionalmente críptico. Naturalmente, en Cannes no estuvo –ni se esperaba– el cineurgo que 50 años atrás encabezó las manifestaciones para suspender el certamen, un papel del que han quedado imágenes de una asamblea urgente, cuando se dirigía con cólera a sus colegas no convencidos: “Les estoy hablando de solidaridad con los obreros y estudiantes y ustedes me hablan de travellings y planos generales. ¡Ustedes son imbéciles!”. Le livre d’image se construye en cinco capítulos que abren paso a una sucesión de asociaciones libres que, a su vez, van tejiendo un discurso político, inundado de citas, para desembocar en una reflexión sobre el incierto futuro de Europa y las preocupantes relaciones entre Occidente y el mundo árabe. Un ejercicio de reflexión que necesita paciencia y códigos de desencriptación muy específicos.
Por otro lado, el premio al mejor guion para Alice Rohrwacher por su prodigiosa Lazzaro Felice es quizá muy poco, pero se sabía que el film difícilmente lograría unanimidad en el jurado, aun cuando era una de las preferidas de la crítica. Era el film diferenciador por la irrupción casi abrupta de Rohrwacher, que, a la postre, sólo tenía el aval de un film, Le meraviglie, que tampoco concitó un entusiasmo unánime cuando se vio en Cannes cuatro años atrás.
Premio anti Trump
Ausente del Festival de Cannes desde hacía 27 años, Spike Lee volvió con Blackkklansman, una brillante denuncia contra los Estados Unidos de Donald Trump y el racismo, que se llevó el Gran Premio del Jurado – algo así como la medalla de plata–. Pero es una película muy necesaria. Su retrato del Estados Unidos supremacista, expresado mediante un guion que oscila entre el thriller y la comedia, está aquilatado para que su final sea un estallido que refleje el presente, a través de imágenes de los enfrentamientos violentos acaecidos el pasado otoño en Charlottesville, entre las complicidades ideológicas de Trump y el líder del Ku Klux Klan, David Duke.
El resto de los premios responde a una lógica artística perfectamente defendible. Así, no sorprendió que la película de Pawel Pawlikowski, el polaco que también dirigió Ida (2013), se llevara la palma a la mejor dirección por Cold War y sus set pieces en blanco y negro, que van pautando un amor imposible en la Europa sajada por la división en dos bloques. En cuanto a los premios de interpretación, son inatacables los trabajos de la kazaja Samal Yeslyamova en Ayka, de Sergey Dvortsevoy, siempre en plano sufriente y con un excesivo estilo deudor de los hermanos Jean-Pierre y Luc Dardenne; y el de Marcello Fonte, en cuya expresividad se condensa buena parte del análisis de la brutalidad naturalista de Dogman, de Matteo Garrone.
También es irreprochable la Caméra d’or otorgada a la belga Girl, primer largo del jovencísimo Lukas Dhont, que apostó por un brillante retrato de una adolescente transgénero. El premio fue entregado y justificado por la cineasta franco-suiza Ursula Meier, presidente del jurado de este premio que debía elegir a la mejor ópera prima de entre todas las secciones del festival. El año pasado, Meier recibió el premio del público de la 36ª edición del Festival Cinematográfico Internacional del Uruguay por su inquietante film Diario de mi mente, que esperamos que tenga un pronto estreno en nuestro país.
Tras las razonables críticas vertidas con respecto a la selección de sólo tres películas dirigidas por mujeres –de las 20 en competición–, Cannes escenificó su posición con respecto al movimiento MeToo con la valiente toma de posición de Asia Argento, quien antes de hacer entrega del premio a la interpretación femenina, presentó su denuncia: “En 1997 fui violada aquí en Cannes por Harvey Weinstein. Yo tenía 21 años. Este festival era su terreno de caza. Quiero hacer una predicción: Harvey Weinstein nunca más será bienvenido aquí. Hoy se siguen sentando entre nosotros otros que han tenido un comportamiento indigno con las mujeres. Ustedes saben de quiénes estoy hablando. Y, lo más importante, nosotras lo sabemos y no vamos a permitirles vivir en la impunidad”.
Más allá de eso, el jurado perdió la oportunidad de subrayar actitudes de compromiso al no encontrar un quórum atrevido que premiase a la que, objetivamente, fue la obra con el ADN más innovador de la competición: la ya citada Lazzaro Felice. Con ella, Rohrwacher se movió un escalón por encima de tantas otras apreciables películas vistas en una edición de gran nivel, mientras que las otras dos cineastas mujeres, Eva Husson y Nadine Labaki, llegaron a Cannes con las dos propuestas más inmorales, chapuceras e impostoras de todo lo visto en la Croissete.
Los olvidados
En cuanto a la competencia, la prensa elogió el claro esfuerzo de renovación de los seleccionadores. Pero el palmarés se permitió algunas ausencias imperdonables, como el film más fuerte, más personal y, sobre todo, mejor logrado de Christophe Honoré, Plaire, aimer et courir vite, una historia de amor ambientada en la Francia de 1993, en medio de la crisis por el avance del virus del sida. Más gravedad tiene que se haya excluido del palmarés a dos piezas mayúsculas de exquisita profundidad y madurez creativa: Burning, de Lee Chang-Dong, y The Wild Pear Tree, del multipremiado –en otras ediciones– Nuri Bilge Ceylan.
De todas maneras, y aun con esas exclusiones que no impedirán que estas obras se abran paso en el escenario del gran cine de nuestro tiempo, esta edición será recordada como una de las mejores de la década, más por la fortaleza de la sección oficial que por la –en esta ocasión bastante decepcionante– cosecha de Un Certain Regard, de la Quincena de realizadores y de la Semana de la Crítica. En el año en el que Hollywood parece comenzar a romper amarras con Cannes rumbo a la más amistosa Venecia, y en el que no comparecieron los nombres habituales en el festival –llamaron la atención las ausencias llamativas de Xavier Dolan, Jacques Audiard, Paolo Sorrentino y Terrence Malick–, el resultado, con sus dosis de riesgo sumadas a valores consolidados, nos ha deparado un balance que nos permite ilusionarnos. La euforia de lo que hubiese sido la primera Palma de Oro de la posverdad, de la infausta Labaki, se quedó felizmente en profecía no autocumplida, pese a rumores y “Casandras”.