El eje invisible de Los olvidados está conformado por las muertes no aclaradas de dos jóvenes del barrio Marconi a manos de la Policía, en 2012 y 2016. No es que el documental se detenga largo y tendido sobre estos decesos, pero desde el vamos percibimos que aquel suceso (y, en especial, las reacciones de los vecinos, apedreando a las fuerzas policiales en aquellos videos que terminaron de sellar la fama del Marconi como el barrio más peligroso de Montevideo) queda flotando alrededor de todo lo que vemos en el documental.
Desde un lado más visible, Los olvidados sigue de cerca a Aníbal González, más conocido como Don Cony, un rapero que se convirtió en un suceso viral de Youtube luego de la repercusión que tuvo su video “Yo soy Marconi”. En este video, grabado por la Usina Cultural de Casavalle, Don Cony denunciaba no sólo la compleja estigmatización que vivía el barrio, sino también la situación con la que convivían muchos de sus habitantes. Pronto, queriéndolo o no, el rapero se convirtió en uno de los principales voceros de aquella zona. El documental no duda en tomar a Don Cony como el centro moral del filme, acompañándolo en varias actividades diarias, como su trabajo en la sección de limpieza de un hospital, la preparación para el nacimiento de su hija, la grabación de un futuro tema o su participación en diversos programas de televisión. Su hermano, Christian, también rapero (más conocido como Kitty), se ofrece como una alternativa más suelta y, por momentos, más animada y moralmente ambigua respecto de Aníbal, logrando atrapar varios de los mejores momentos del documental bajo su fuerza de gravedad.
Recolectando instantes, uno podría llenar la cesta de bellos planos detalle, que parecen hablar mucho más que sus mismos protagonistas. Entre estos detalles cabría mencionar el dial de “cumbia” marcado con liquid paper en una radio desvencijada, o los atriles del estudio de grabación improvisados con caños de plástico. En Los olvidados todo parece estar atado con alambre, pero lejos de encallarse en una estética miserabilista, se redobla la dignidad de la mayoría de sus personajes. En definitiva, todas las filmadas son personas que tratan de pasarla bien, querer y sobrevivir con lo que tienen a mano, a diferencia de ese tono de crónica roja con que comúnmente los informativos suelen registrar a la gente del barrio.
Contraponiendo el tono íntimo con el despliegue del problema macro, el film incurre en varios juegos de escala. El comienzo parte de las imágenes de noticieros, como si desde la misma estigmatización originaria se ahondara –con un zoom in poderosísimo– tanto en los personajes que interpretan ese drama como en su punto de vista.
A partir de ahí, el documental elige alternar y mezclar varios lenguajes cinematográficos. Por un lado, hay varias escenas tomadas con una cámara lente de pez llevada por Don Cony o Kitty, que intentarían emular un registro desde el punto de vista de los hermanos. A su manera, en estos ojos del barrio, y en la opción de ver lo que a ellos les interesa –más que lo que los camarógrafos querrían captar–, se encuentran algunos de los momentos más auténticos del film (algo que ya había sido trabajado en una versión más metódica por Cometas sobre los muros, de 2014). Pero también hay momentos de lenguaje más cercano a una película de ficción, como ese instante en que Don Cony se detiene ante la morgue, mirando atribulado su interior, o una charla bellamente captada en el espejo de una peluquería. Después también vuelven a aparecer escenas de informativo, más voice-overs y algunas tomas que parecen salidas de otra película, videos promocionales, entrevistas televisivas. En esta mezcla de lenguajes cinematográficos se encuentra uno de los puntos débiles de la película. Por momentos parece reflejarse, no sólo en lo estético sino también en su contenido, o en su escaleta emocional, un elemento remachado y desprolijo. Perfectamente podría decirse que este aspecto variopinto quiere dialogar con la realidad retratada, pero hay algo que falla con lo propiamente narrativo del film. Siempre es injusto especular con lo que un director (y también, un editor) querría o no querría haber hecho, porque siempre parecería reflotar el interés del crítico sobre lo que le hubiera gustado ver en la película, pero ya en la segunda mitad de Los olvidados se percibe cierta liviandad en la construcción episódica, quedando a medio camino entre la película de denuncia social y un despliegue más documental/antropológico de la vida en Marconi. Por momentos parece sufrir de ese mal que se da en muchos documentales realizados en un largo lapso, en los que entre tanto registro y tantas voces se diluye un poco lo que se quiere decir.
Hay otro elemento a contemplar en estos juegos entre escalas y lenguajes. Desde el comienzo del filme, la Policía siempre es captada desde planos lejanos, como fuerza sin rostro ni psicología que avanza arrastrando todo como una marea. Esta lejanía retrata la mirada de ajenidad de la gente del barrio Marconi frente a las fuerzas represivas. Por otro lado, la otra cara del binomio de esta situación que tiene de rehén al barrio aparece en la figura casi fantasmal de los narcos de la zona. En el documental casi no se habla de ellos, a veces acrecentando su presencia en su misma invisibilización. Quizás la imagen más potente captada por el film se da cuando vemos un travelling de Don Cony llevando a su hija a caballito, y de fondo se ve un muro con una pintada que dice “Alcaguete [sic] estás muerto”. Ahí la locura de los asesinatos y ajustes de cuenta se encarga de aparecer en escena, como un colado en un móvil del informativo.
Los olvidados | Agustín Flores. Con Aníbal González y Christian González. En Sala B del auditorio Nelly Goitiño.