Para el momento en que está siendo escrita esta nota, This is America, a sólo 20 días de subida a la plataforma de Youtube, ya va por las 167 millones de visitas, convirtiendo al actor, cantante y comediante Donald Glover en el hombre del momento. El videoclip no sólo ha sido un suceso viral, sino que también se convirtió en material de disección de un montón de exégetas que se adentran en sus múltiples simbologías, como si fueran lingüistas palpando las paredes grabadas de una tumba faraónica.
En el video vemos a Donald Glover –bajo su nombre artístico Childish Gambino– encarnando a un puro ello freudiano, metiendo pasos de baile entre sonrisas y asesinatos. Allí, el multitalentoso artista no parece ser otro que la corporización misma de Estados Unidos, un país seducido por el poder de las armas y, a la vez, incapaz de distinguir la verdadera violencia entre el dinero, la mercancía y la industria de entretenimiento. Sin embargo, Glover no habla de cualquier América, sino de la América negra, donde aún perduran resabios de las leyes segregacionistas, y donde también los afroamericanos siguen matándose entre ellos al son del trap, convertido en la auténtica banda sonora de estos tiempos.
Para lograr este doble fondo, Donald Glover –y el director Hiro Murai, su fiel compañero en el terreno audiovisual– riega un montón de pequeños detalles a lo largo del videoclip, convirtiéndolo en uno de esos extraños objetos en los que lo más divertido es hacer ping pong entre lo que vemos y las notas al pie de página. Desde los pantalones de los estados confederados que usa Glover hasta el baile a lo Jim Crow (personaje mítico con el que los blancos solían representar a los afroestadounidenses en obras en las que se pintaban la cara de negro), pasando por referencias a la masacre de la iglesia de Charleston y un Jinete del Apocalipsis cabalgando entre la turba desquiciada, el video llena cartón en el bingo de referencias sobre el estado de situación actual del conflicto racial en Estados Unidos.
Esta misma profusión es tanto el punto débil como el fuerte del videoclip. En primera instancia, todo el material está ahí enfrente, y si bien admite un montón de capas de referencias, no hay doble lectura sobre lo que Childish Gambino canta. Pero, por otro lado, esta noción tan directa, construida por la sedimentación de múltiples iconografías de la historia de la negritud en Estados Unidos, gana en contundencia lo que pierde en sutileza. Si el racismo es tratado en la serie Atlanta (dirigida y actuada por Glover, entre otros) con la minuciosidad y elegancia de una pieza impresionista de Claude Debussy, “This is America” es un hit punk de tres acordes que te estampa sus botas Dr. Martens en el pecho. Posiblemente no sea lo mejor ni lo más interesante que haya hecho Glover, pero a la vez es entendible –y hasta, en su propia lógica, justo– que sea su trabajo más conocido hasta la fecha.
Lejos de haber sido una explosión imprevista, la carrera de Glover se cimentó a partir de trabajos sumamente diversos dentro del espectáculo. Hijo de una familia de testigos de Jehová, comparte con Michael Jackson y Prince el legado de haber nacido en el seno de una religión muy restrictiva –sobre todo en aquellas cosas que un niño podría considerar diversión– pero que, al mismo tiempo, en su misma prohibición reserva un aura mágica para lo que la mayoría de los niños es cereal de todos los días.
Extrañas suspensiones
Glover, mucho más cercano en su ánimo cáustico y reflexivo al Earn de Atlanta (2016) que al Troy de Community (2009), ha contado que cuando era niño, él y su hermano miraban Los Simpson –programa que estaba prohibido en su casa– a un volumen prácticamente inaudible y registraban el audio en un grabador Talkboy (el mismo que usa Kevin McCallister en Mi pobre angelito 2, de 1992), para escucharlo después en su cuarto. En esta persistencia de tener que ver imagen y audio por separado aguarda premonitoriamente tanto esa variedad de habilidades de Glover (además de las citadas, es guionista, director, músico, bailarín y quién sabe qué más...) como la extrañeza surreal de su obra, en la que reina una extraña suspensión entre ambiente, contenido y acciones.
Visto desde la perspectiva actual, desde sus comienzos en la escritura de guiones en 30 Rock (2006) hasta su papel de Troy en la serie de culto Community, Atlanta, la verdadera obra magna de Glover (de la que es creador, protagonista, coescritor y ocasional director), resignifica todo su trabajo anterior.
Originalmente vendida a FX como una comedia sobre los sinsabores del mundo del rap, desde el primer capítulo nos damos cuenta de que estamos frente a algo distinto. La serie sigue los esfuerzos de Earn (Glover), un ex estudiante que renuncia a la elitista Universidad de Princeton para volver a Atlanta, donde lucha para mantener a su familia. Para eso se adentra en las profundidades del trabajo de mánager musical al intentar dirigir el timón de la carrera de su primo Alfred (más conocido como Paper Boi), quien acaba de pegarla con un hit pero sabe mucho más de traficar marihuana que de respetar contratos. Al elenco se suma Darius (Lakeith Stanfield), mano derecha de Paper Boi, uno de los personajes más queribles y divertidos que haya dado la televisión en los últimos años, un sidekick que puede salir con cualquier ocurrencia y del que nunca sabemos si es demasiado tonto, demasiado sabio o está demasiado fumado.
Lejos de ser una serie sobre el rap, Atlanta se convirtió, en sólo dos temporadas, en el comentario más lúcido sobre la desigualdad racial en Estados Unidos y en uno de los productos audiovisuales más desafiantes de la actualidad. En algún sentido es heredero directo de Louie (2010), serie que dio un giro copernicano a todo lo que pensábamos como comedia. Similar a la serie de Louis CK, esta comedia es sólo la base para introducir lo serio, lo político, lo dramático y lo ominoso, un producto en el que siempre parece colocarte el golpe en el rincón opuesto de tu guardia.
Quizás el recurso más efectivo de la serie sea la suspensión del descreimiento y ese mismo juego de lo ominoso. Un ejemplo de esto es un capítulo de la primera temporada, donde hay un partido de básquetbol benéfico en el que participa Paper Boi. Entre los jugadores del encuentro está Justin Bieber, sólo que no es él y, de hecho, es negro. Al principio, el extraño juego de nombres hace ruido, pero de a poco vamos dándonos cuenta de que esa naturalización es un guiño a la absurda y marketinera apropiación de la cultura negra que Bieber y otros artistas pop han hecho en los últimos tiempos. La clave está en tomar algo ridículo y estirarlo hasta que lo absurdo se rasgue, como una segunda piel de víbora, y emerja el verdadero contenido político.
En otro capítulo, Darius habla del auto invisible que un adinerado jugador de baloncesto presume en Instagram. Aquello parece simplemente otra de la colección de ingenuidades de Darius, y la ocurrencia es graciosa por sí sola, pero al final del capítulo hay un tiroteo y vemos al basquetbolista escaparse del club, lejano en el fondo, atropellando con su auto invisible a todo lo que encuentra a su paso.
Si el desenlace o la escena hubiese sido filmada con mayor ahínco o detención, perdería esta cualidad de tener que ser descubierta por el mismo espectador. Este impecable manejo entre figura y fondo es uno de los elementos más destacables de Atlanta, no sólo en lo estrictamente visual, sino también en el campo de lo ideológico. La ciudad está impecablemente retratada, en especial en esas tomas cenitales que parecen sacadas del cine de Denis Villeneuve, pero también en la tan sencilla como fascinante placa del comienzo de cada capítulo, en donde el título de la serie toma cuerpo en algún detalle del escenario, de forma casi circunstancial. Atlanta es presentada como un escenario vastísimo y plano, una serie de feudos/condominios separados por una inmensidad de espacios verdes, como si todas las distancias se estiraran asintóticamente, al igual que los sueños de sus protagonistas.
Racismo y pobreza
Sin embargo, el verdadero poder del fondo tiene que ver con el escenario y con lo que ocurre en él. En Atlanta el racismo y la pobreza es endémico, pero muchas veces parece mostrarse tan naturalizado que se funde en el fondo. Así, estar en una fiesta y que haya un tiroteo, toparse con un asesinado, o que te detengan para un cacheo, ya es parte de la vida cotidiana; no es algo que irrumpe y de golpe cambia el orden de la narración, sino un simple contratiempo que sólo deja de ser traumático porque el trauma se ha convertido en la epidermis crispada de la vida.
Estados Unidos ha sabido elevar la noción de privilegio como una de los principales nomenclaturas a la hora de discutir relaciones de poder. Sin embargo, casi siempre el privilegio ha sido visto desde el prisma del racismo o el sexismo, manteniéndose una especie de ceguera selectiva cuando el tema se quiere llevar al campo de lo económico. Atlanta logra incorporar lo económico a todo este comentario de una forma sólida y hasta podría decirse estructural.
La segunda temporada parece estar centrada en la discusión sobre mantenerse real o dejar de serlo. Esto se enmarca en el éxito de Paper Boi y sus anhelos de seguir manteniendo su vida tal como era antes de descorchar la fama. En el capítulo ocho, Al sale con una influencer de Instagram que le propone ser su pareja para aunar fuerzas y ayudarse en sus mutuas carreras. La oferta y la autoconciencia de esta parece una alternativa 2.0 de esos matrimonios que servían para unir reinos en la Edad Media. Paper Boi termina peleándose con la candidata, y se va caminando. En el trayecto se encuentra con un grupo de chicos del barrio que le preguntan qué estás haciendo solo y sin auto, y lo felicitan por mantenerse “real”, pero antes de que pueda decir algo sacan una pistola e intentan robarle. Paper Boi logra zafarse y se interna en el bosque mientras es perseguido por el grupo de chorros. Sin embargo, pierde el rumbo y pasa toda la noche caminando en círculos, enfrentándose con un amenazante vagabundo que bien podría ser producto de su imaginación. Al final logra salir del escollo como si el bosque hubiese sido un mero telón, y al encontrarse con un chico blanco que le pide una foto, Paper Boi posa con cierta resignación, pero a la vez con cierto alivio, como si por primera vez pudiese asumir que ese puente ya lo quemó al cruzar, que ya no puede ser tan real como quiere.
Este debate sobre lo real y lo irreal coloca al asunto en el centro de una comunidad que lucha por crecer, pero que en un paso en falso puede fagocitarse a sí misma. Por primera vez, el hecho de ser famoso y alejarse del resto se muestra, más que como un capricho de un nuevo rico, como una condición inevitable de un mundo en el que rige la ley de la jungla.
Este rol de lo real tiene su equivalente en el capítulo dedicado a Vanessa, en el que asiste a una fiesta de la mansión de Drake junto con un grupo de amigas. Vanessa está ahí, más que por devoción hacia el rapero, por ganas de sacarse una foto con él y darle celos a Earn. Sin embargo, la noche pasa y todo aquello se convierte en una especie de Esperando a Godot, para eventualmente darse cuenta de que todas las imágenes de chicas abrazando al músico que circulaban en redes sociales en verdad se realizaban sobre una gigantografía. Todas las que están ahí lo saben, y pagaron por la foto, pero el secreto se mantiene sólido: como las nuevas ropas del rey, aun si todas saben la verdad, la mentira sigue funcionando en las redes, siempre y cuando ninguna diga nada. Lo descarnado parece radicar en que, más que hacerlo por puro fanatismo, todo aquello se vuelve una inversión de capital simbólico, una forma de revalorizarse en el mercado.
En el capítulo diez, donde volvemos a la infancia de los protagonistas, se muestra a Earn comprándose una camiseta de moda, para descubrir al día siguiente que otro compañero tiene una igual. Lejos de pasar desapercibido, los compañeros de clase hacen una extenuante campaña de inquisición para intentar descubrir cuál es la original y cuál es trucha. En la cultura más hiperconsumista de Estados Unidos (especialmente en una comunidad pobre, donde cada pequeño objeto de lujo se gana con sangre, sudor y lágrimas), el miedo a vestir algo trucho parece una sentencia de muerte civil. Más allá de este comentario sobre el consumismo, puede ejemplarizar otro caso de autofagocitación de la comunidad afroamericana, que obedece al eximio lugar que los blancos le dejaron en otros terrenos: hay sólo un lugar para cada uno; si hay dos iguales, hay que descubrir cuál es el impostor.
La forma en que Atlanta parece tomar lo racial y lo económico llega a su mejor disección en el capítulo en el que Earn gana 8.000 dólares. Quiere festejar con Vanessa, pero ningún restaurante le acepta sus billetes de 100 (mientras que sí lo hacen con clientes blancos). Al final, decide bajar las expectativas e ir con su novia y sus amigos a un strip club, donde el color de piel no importa, únicamente la plata. Sin embargo, ahí mismo percibe cómo lo van drenando de dinero. El destino es igualmente desolador: si querés ascender de posición, no te aceptan; si querés disfrutarlo con los tuyos, te desvalijan.
Si bien Atlanta es una pieza audiovisual única en cuanto a calidad, y a la capacidad de decir las cosas en el mismo momento en que suceden, seguir la carrera de Glover es otra extraña bendición: la de poder ver la grandeza de un artista en tiempo real, de poder decir “fui testigo” cuando todo eso estaba sucediendo. Es posible que renuncie a todo lo que está haciendo, que su vida ceda a esa extraña tristeza que siempre pendió como una espada de Damocles sobre la vida de todos esos talentosos hijos de testigos de Jehová, pero a esta altura del partido es difícil no creer que cualquier otra cosa que haga será indistintamente brillante.