Una naturaleza que poco a poco se iba deshaciendo en un caldero hirviendo hasta desaparecer del todo.
2666, Roberto Bolaño
San Juan Alotenango se ubica en un pliegue de tierra entre los volcanes de Agua, de Fuego y Acatenango, y es, en dirección sur, el último municipio del departamento de Sacatepéquez. Sus habitantes suelen ser campesinos que, por la riqueza que brinda al terreno la cercanía con los picos, trabajan en fincas de café. Las esposas de estos son amas de casa que, mientras ellos trabajan, se quedan en casa a preparar los alimentos y, en algunos casos, vigilar que los niños hagan la tarea de la escuela. Históricamente, y a nivel regional, el municipio ha sido reservorio de enfermedades infecciosas como tuberculosis pulmonar, hepatitis viral y fiebre tifoidea, incubadas en el río Guacalate.
Alotenango es vecino de las aldeas San Miguel los Lotes y El Rodeo. En estas comunidades la gente vive en construcciones poco planificadas, muchas de ellas con techo y paredes de lámina reforzadas con vigas de madera, ocupando terrenos de riesgo no sólo de erupciones sino de aludes y desbordamiento de ríos.
El verde en distintas tonalidades anega la vista, y la temperatura aumenta a medida que el terreno desciende hacia Escuintla, departamento bordeado por el océano Pacífico. Aquí el calor cae del cielo y se refresca por la brisa marina. Ese domingo, sin embargo, una capa gris opacaba el brillo habitual del ambiente, al tiempo que salaba la lengua e irritaba la nariz. El calor no venía del cielo ni del mar, sino de debajo de la tierra.
Se celebraba el Corpus Christi, una de las conmemoraciones más significativas de la iglesia católica, junto al Jueves Santo y al Jueves de la Ascensión de Jesucristo al cielo. El pueblo estaba cerrado al tráfico vehicular, con las calles cubiertas de alfombras de flores y los portales adornados con mantas color blanco y amarillo. Había mucha gente caminando alrededor del sacerdote que portaba el cuerpo de Cristo en sus manos. Una banda de música militar interpretaba alabados, y, tanto al comienzo como al cierre de la procesión, la comisión de pólvora hacía explotar las bombas y cohetes.
Resultó extraño que los retumbos hubieran empezado antes del amanecer y que continuaran después del mediodía, cuando el cortejo había vuelto a la iglesia. También llamó la atención que a la hora del almuerzo no hubiera autos yendo hacia La Reunión, restaurante y club de golf situado a cuatro kilómetros de Alotenango, sino que, contrario a lo habitual, estos salieran de allí a toda velocidad.
Los techos de lámina sonaban como si lloviznara, pero no caía agua sino ceniza, seguida de arena y luego de pequeñas rocas cuyo tamaño iba desde una lenteja hasta una caja de cigarros.
Con las horas se supo que el volcán de Fuego estaba otra vez en erupción. Esto no es novedad. Fui médico en el puesto de salud de Alotenango y al principio me sorprendía con el rumor de las explosiones de todos los días, mientras los bolígrafos y otros objetos de mi mesa de trabajo vibraban, pero con el transcurso de los meses me acostumbré. De hecho, las erupciones son un atractivo para los fotógrafos y escaladores, pues los derrames de lava que adornan el cráter son un espectáculo impagable en las noches de cielo despejado.
El temor iba en aumento. Las nubes de ceniza y piedras cubrieron un radio de 40 kilómetros abarcando los departamentos de Sacatepéquez, Escuintla, Chimaltenango y la ciudad capital.
Los socorristas llegaron al sitio y llevaron a las primeras víctimas al hospital de Escuintla. Había desde esguinces y golpes menores hasta quemaduras de segundo y tercer grado de amplia extensión corporal por contacto con los productos volcánicos. Después de brindar la atención inicial, la reacción del equipo de emergencia fue trasladar a todos los pacientes que fuera posible a otros hospitales, pues según los cálculos se requeriría toda la disponibilidad de camas. Se arregló con los otros hospitales de la red nacional para hacer llegar allí a los pacientes, y la coordinación de la guardia preparó los collares de colores según el Triage: verde para el paciente que no presenta riesgo, amarillo para el que necesita atención pero cuya vida no corre peligro inmediato, rojo para el que debe ser visto en forma urgente y negro para el que ha muerto. Pasaron cuatro, ocho, 12 y 24 horas, y las víctimas no llegaban ni llegaron nunca.
La noche llegó más temprano ese domingo. Los bomberos, temerosos al ver que la suela de sus zapatos se derretía al contacto del suelo, hacían maravillas para retirar a los damnificados, vivos o muertos, iluminando la zona con la linterna de sus teléfonos celulares.
Se habilitaron dos albergues para los evacuados, uno en el salón municipal y otro en la iglesia católica. En ambos había afluencia de médicos voluntarios. Algunos traían medicamentos básicos de sus consultorios y equipo de primeros auxilios. Los recursos eran escasos, pero existía la esperanza de que las donaciones se canalizaran en forma adecuada y llegaran pronto, pues con los días se agregarían dolencias derivadas del hacinamiento, de la carencia de agua potable y de la falta de baños. Los médicos evaluaban a la gente, buscaban entre las cajas de medicamentos y, en la mayoría de los casos, no encontraban nada para darle al paciente, así que prescribían. ¿Qué podía hacer la gente con una receta en la mano, sin disponibilidad de medicamentos, sin farmacias abiertas en la noche de domingo y sin dinero para ir a la ciudad y adquirirlos?
Al día siguiente, además de comida y medicamentos habían llegado ropa, zapatos y abrigos que cayeron en las manos más ágiles para acapararlos. Había vendedores fuera de los albergues que ofrecían los mismos objetos, pero además, algo que resultaba un lujo y una fortuna: un ataúd. Lujo pues la gente fue evacuada sin poder traer ni un centavo, y fortuna para el que pudiera encontrar los restos de sus familiares. Hay cuerpos que quizá nunca aparezcan, pues, ante la actividad volcánica que no ha cesado, y para evitar más pérdidas humanas, se baraja la posibilidad de colocar una cruz sobre las aldeas sepultadas por las corrientes de lava y piedras y declarar la zona como camposanto.