La noticia reciente de que Alemania, después de casi un siglo y medio, restituyó a una población de Alaska, los chugach, algunos artefactos de su cultura que se hallaban en el Museo Etnológico de Berlín reabre una cuestión que periódicamente se asoma en los medios: los pedidos, devoluciones y, en la mayoría de los casos, la ausencia de obras generalmente antiguas en países que fueron saqueados –o privados de sus tesoros mediante el engaño– y que ahora embellecen museos importantes de los grandes centros urbanos del mundo (con Europa y Estados Unidos a la cabeza). Es un cóctel fatal: cuestiones de colonización, robos descarados, alardeo de poder, delicados procesos de autodeterminación, orgullos regionalistas, pretensiones cosmopolitas y un larguísimo etcétera. El caso de los chugach es sumamente interesante: parecería una noticia positiva y, a la postre, lo es, pero es también bastante engañosa. La sensación, a un primer vistazo, es que por fin el gobierno alemán se dio cuenta de que su posesión se basaba en un crimen, y en uno especialmente antipático: el ladrón, aventurero y etnólogo amateur noruego Johan Adrian Jacobsen había robado esas piezas mientras trabajaba por el museo, entre 1882 y 1884, al abrir –vale decir, profanar– unas tumbas, ya que se trata de una cuna, un ídolo en madera y unas máscaras que los chugach nunca hubieran vendido debido a la sagrada función ritual que cumplían en los entierros.

Tanta generosidad es un poco sospechosa: resulta que, según el periódico The New York Times, los objetos nunca fueron exhibidos en el museo. Vale decir, una buena publicidad: la largueza teutona a la hora de reconocer sus errores y enmendarlos en pos de un pueblo de poco más de 12.000 habitantes que sufrió varios cataclismos, incluso un tsunami y el derrame de petróleo en sus aguas, a cambio de algo que en Berlín sólo juntó polvo en los depósitos durante más de 130 años.

Como muchos otros países, Alemania tiene varias cuestiones pendientes en esa materia, con el plus de haber sido el centro de los saqueos artísticos más contundentes de la historia por mano de los nazis. Tiene abiertas varias querellas: el caso más famoso es el que concierne a una pieza extraordinaria que, lejos de quedarse quieta en un galpón, es la estrella absoluta del Neues Museum berlinés: el busto policromado de Nefertiti. La obra, que los alemanes adquirieron en Egipto en 1913 –aparentemente ocultando su valor real al oficial egipcio encargado de las transacciones–, fue creada en 1345 a.C. y está, sin miedo a exagerar, en los primeros lugares de cualquier lista de las piezas de museo más famosas del mundo. Desde 1924, el año en que la obra empezó a exhibirse en Alemania, Egipto está tratando de que le restituyan algo que, proclaman, le fue sustraído mediante mentiras; por ende, ilegalmente. Cuando a principios de la década de 1930 Hermann Göring perfiló una devolución, fue el mismísimo Adolf Hitler quien se opuso terminantemente. Luego, hubo intentos de boicot egipcios (como no permitir a los arqueólogos alemanes operar en el país, aunque nunca se hizo efectivo), peticiones y negociaciones, pero sin resultados. Alemania no suelta el busto, y en 2012 ni siquiera accedió a prestárselo al país africano cuando este se lo pidió para la muestra de inauguración del Gran Museo Egipcio de Giza, por miedo, claramente, a que no se la devolvieran.

La herencia nazi

Los alemanes, de todas formas, tienen varios otros dolores de cabeza en el rubro a causa de la “herencia” nazi. Recientemente, la crítica de arte Bénédicte Savoy abandonó el comité de un nuevo museo alemán, el Humboldt Forum, todavía en construcción, debido, entre otras cosas, a la escasa voluntad de la institución para investigar la procedencia de las piezas que conforman su acervo. Los austríacos, como es bien sabido, tampoco están exentos de problemas relacionados con los crímenes del Tercer Reich, sobre todo con respecto a particulares. Menciono solamente el célebre caso del Retrato de Adele Bloch-Bauer I, de Gustav Klimt, que agentes nazis le quitaron a la familia Altmann antes de la Segunda Guerra Mundial y terminó en la Galería Belvedere de Viena. Luego de más de una década de beligerancias legales, Austria se vio obligada a restituir la obra, como cuenta, muy hollywoodescamente, la película La dama de oro (Simon Curtis, 2015): la pintura fue vendida por Maria Altmann a la Neue Galerie de Nueva York, final perfecto para los estadounidenses. Esto se señaló en un libro dedicado al tema, Un destino trágico: ley y ética en la batalla por el arte saqueado por los nazis, de Nicholas M O’Donnell (2017), cuyas 400 páginas denuncian cuán rico (y complejo) es el asunto debido a sus tupidas ramificaciones, tanto en Europa central como en Estados Unidos.

Otro caso que periódicamente llena las páginas de los diarios y las pantallas es el de los mármoles de Elgin, arrancados a principios del siglo XIX del Partenón de Atenas y enviados a Inglaterra, donde terminaron en el British Museum. A la poca credibilidad de la legitimidad de que Thomas Bruce, conde de Elgin (nótese que el nombre con el que comúnmente se define a estas estatuas coincide con el de su “raptor”, en una especie de reafirmación de su propiedad), se llevara piezas tan importantes se le agrega el agravante de que desmembró el conjunto, añadiendo a las salas del British más de la mitad de las esculturas originales. En este caso también se trata, posiblemente, del ítem más popular del conocido museo británico: por eso los ingleses siempre han rechazado tajantemente los reclamos griegos (e internacionales) para que la totalidad de lo que queda del friso, trabajo de Fidias, se custodie donde fue concebido y realizado hace 2.500 años, es decir, en Atenas. La terquedad del British Museum, por otro lado, es casi proverbial y se pone en evidencia con la negativa seca del retorno de otra pieza inmensamente famosa: la piedra de Roseta, adquirida turbiamente, según El Cairo, en 1801 y que permanece anclada en suelo británico.

En todo caso, cuando se trata de un museo muy poderoso y de una pieza absolutamente excepcional, difícilmente se llega a un acuerdo: una de las excepciones a la regla fue el caso de la imponente Vibia Sabina, escultura de la emperatriz romana que data del siglo I d.C., que el Museo de Bellas Artes de Boston tuvo que restituir a Italia en 2006 junto a otras piezas, que tuvieron como destino la Villa Adriana, en Roma.

La disputa del saqueo

En multitudinarias disputas están, por supuesto, todos los estados ex colonialistas por haber saqueado impunemente bienes artísticos de los colonizados, pero es cierto que muy pocos países están libres de culpa. Por ejemplo, la despojada Grecia devolvió a Italia en 2010 dos frescos del año 1200, desaparecidos en 1982 de una iglesia campana, e Italia (a su vez desvalijada, sobre todo durante las campañas napoleónicas, cuando más de 500 cuadros valiosísimos fueron despachados a Francia, de los cuales hasta ahora los italianos han recuperado menos de la mitad) devolvió a Ecuador unos 12.000 objetos precolombinos en 1983 y, hace una década, hizo lo mismo con Bulgaria, pero en este caso se trataba de miles de artefactos bizantinos sustraídos en excavaciones ilícitas. Asimismo, para quedarnos en la región, Perú, al que robaron a mansalva durante la conquista de América pero también después (en 2007 la Universidad de Yale devolvió al país andino casi 400 piezas arqueológicas de Machu Picchu que preservaba desde hacía un siglo), a su vez tuvo que restituir a Irak unas tabletas cuneiformes que habían entrado a Lima en 2003, posiblemente a raíz de los espeluznantes saqueos originados por las intervenciones bélicas estadounidenses en Medio Oriente.

Lecturas

Frente al incremento vertiginoso de las demandas, en los últimos 20 años se han formado dos facciones (a las que se suman otros grupos con posiciones intermedias, hay que decirlo): por un lado, quienes tienden a apoyar (casi) siempre la restitución como cura de las heridas simbólicas y materiales perpetradas a los desvalijados, y porque en el retorno de las obras a su punto de origen ven una especie de equilibro recobrado; por otro, quienes, en cambio, tienden a considerar que semejantes demandas son una negación de la existencia de algo así como un patrimonio mundial que se ha distribuido de forma irregular por medio de guerras y conquistas, partes ineludibles de la historia, y que sólo mediante la circulación de artefactos todos pueden tener contacto con culturas lejanas e inalcanzables (aducen también que los museos del “primer mundo” en general cuidan mejor –no hay otro motivo para ello que el económico– los bienes sustraídos). Por supuesto, cada caso tiene aristas diferentes, y no siempre funciona cierta lógica que se trató de establecer recientemente, distinguiendo entre bienes usualmente intercambiables (objetos artesanales, cuadros, esculturas) y partes de monumentos o monumentos enteros, por un lado, y hurtos de épocas remotas versus robos recientes, por el otro. Vale decir, parece imposible establecer reglas generales, aunque no cabe duda de que hay una disparidad monstruosa entre el patrimonio que Occidente ha acumulado de otras culturas y su revés, y las enormes pérdidas que han sufrido algunos países son absolutamente lamentables y necesitan reparación.

Países o continentes: según un artículo publicado en el diario argentino La Nación en 2010, titulado “Bienes culturales en disputa”, 95% del patrimonio cultural africano estaría fuera del continente. Aunque fuera menos contundente el número –no pude encontrar otra fuente que lo corrobore–, no cabe duda de que el daño existe y es inmenso. Cierro, entonces, con otra aparente buena noticia que, sin embargo, tiene varias sombras. En noviembre el presidente de Francia, Emmanuel Macron, declaró, sorprendiendo a muchos y enojando a otros, que Francia pronto comenzaría la restitución de piezas africanas a sus países de origen. Incluso Stéphane Martin, el director del Musée du Quai Branly-Jacques Chirac –institución que posee la mayor cantidad de artefactos africanos en Francia–, que antes se oponía vigorosamente a cualquier tipo de restitución, se alineó con el presidente, aunque especificando que los museos africanos deberían contar con las condiciones adecuadas para recibir las obras. Kwame Tua Opuku, entre otros, desde el Modern Ghana, condenó la actitud francesa por considerarla paternalista, manchada de las usuales ganas de “controlar a los africanos y sus actividades, incluso cuando se trata claramente de propiedades africanas”. Empero, la actitud colonialista es dura de matar, como cientos de miles de objetos que llenan las colecciones de Europa dejan bien claro.

Un caso uruguayo

En varios de los casos de adquisición indebida de artefactos que luego terminan llenando museos u otras instituciones se cuentan, por supuesto, los “trofeos de guerra”. Como explica en un artículo María Laura Reali, al final de la Guerra de la Triple Alianza Uruguay tenía su botín. Sin embargo, posiblemente a raíz de la escasa popularidad de la guerra entre los orientales, en 1885 Máximo Santos decidió, apoyado por el Parlamento, la restitución de los trofeos. El apogeo de esta restitución se produjo bastante más tarde, el 26 de febrero de 1915, con el envío de una delegación especial de representantes uruguayos a Paraguay para entregar una bandera que se encontraba en el Museo Histórico Nacional de Montevideo. En todo caso, fue una devolución temprana, ya que Argentina y Brasil demoraron mucho más en concretar la restitución, ocurrida a mediados del siglo pasado.