Cuando vemos stand up tenemos la impresión de estar más cerca del comediante que en cualquier otro formato: monólogos profundamente íntimos, confesiones vergonzosas, su vida diaria mirada con lupa. Mientras menos pudor, menos orgullo, más descarnado nos parece y más nos identificamos.
Sin embargo, el stand-up, como cualquier otro formato de entretenimiento, tiene una cuarta pared. A veces esa cuarta pared se rompe fuera del escenario, y nos enteramos de que la supuesta autoconciencia de Louis CK, sus autocuestionamientos como hombre heterosexual, no eran más que show –y al menos personalmente yo me amargo, porque veo hasta dónde puede llegar la simulación de empatía y me pregunto por qué cuesta tanto alcanzar la verdadera–; a veces se rompe en el escenario, como hizo, con gran estruendo, Hannah Gadsby en su especial Nanette.
No soy gran miradora de stand-ups, pero tengo mis sospechas; cuando fui al emblemático Comedy Cellar en Nueva York (ilusionada, justamente, con que se apareciera Louie de casualidad) nos hicieron apagar los celulares antes de entrar y nos prohibieron usar cualquier método de registro fotográfico o auditivo. No entendí nada, pero después vi en Brooklyn un mural con copyright (!) y caí en la cuenta de que con esa maniobra policial simplemente esperaban que no nos robáramos las bromas “espontáneas”, con derecho de autor, que se dirían en ese sótano (al no tener otro registro que mi memoria, puedo asegurar que no fueron siquiera memorables). Entonces, sin tener un conocimiento enciclopédico de la escena stand-upera actual o de cualquier época, puedo, sin embargo, sospechar que ese formato está tan atrofiado como cualquier otro. ¿Lo hace eso menos disfrutable? No. ¿Hace que el especial de Hannah se destaque y nos haga recalcular? Pienso que sí.
Con su componente autobiográfico, el stand-up está fuertemente determinado por las circunstancias socioeconómicas y culturales del comediante, aunque, como en cualquier otro rubro, se tome como más “neutral” la visión del hombre blanco heterosexual. Gadsby plantea su hartazgo respecto de ser “la comediante lesbiana” en vez de una comediante a secas. Cuenta que una vez una persona le reclamó que le había faltado contenido lésbico a su show, como si además de ser lesbiana tuviera que hacer una performance de ser lesbiana, y que esa caja chiquita en la que la meten se hace aun más asfixiante cuando no sólo tiene que ser “la comediante lesbiana”, sino que debe hacer bromas autodespectivas para sostener su lugar en el ámbito de la comedia.
El especial comienza de forma amena y bastante amable y se hace gradualmente más enojado y menos perdonador; al principio suaviza las bromas que dirige particularmente a la audiencia masculina, para luego meter temas cada vez más duros sin ofrecer –decisión que hace explícita– el punchline catártico, el que nos hace irnos contentos después de ver un espectáculo porque pasaron cosas malas pero al final todo salió bien. No, nada está bien, dice Hannah, nada está bien y la comedia para ella ya no es una herramienta de expresión, sino otra broma a sus expensas.
Antes de este especial yo sólo había visto a esta comediante en la excelente serie Please Like Me (2013), por lo que no conocía sus manierismos tensos, casi tics, que me incomodaron; pero en contraposición a su lenguaje corporal sincopado, el hilo conductor del especial no se rompe nunca y nos lleva de manera elegante a conclusiones que tal vez sean un poco manidas –su opinión sobre Harvey Weinstein es la que una espera que sea de sentido común– pero salpicadas de observaciones sobre el papel del humor y la cultura muy perspicaces, como cuando dice que si en la era Clinton nos hubiéramos reído más cruelmente de él –la persona simbólicamente más poderosa del mundo, que cometió un abuso sexual del que se habló casi como si hubiera sido una picardía– que de Monica Lewinsky –la mujer de 23 años a la que se arrastró por el barro por ser víctima de dicho abuso–, tal vez en este momento Estados Unidos no tendría un presidente que se jacta públicamente de agarrar a sus subordinadas “por la concha”. Una conclusión hiperbólica pero potente sobre el papel cómplice del humor hegemónico de cada época (¿cuál es la primera imagen que se les viene a la cabeza cuando piensan en un capocómico argentino de los 80? A mí, la de un hombre decadente rodeado de mujeres jóvenes con mínima ropa que son objeto de chistes poco inspirados sobre qué haría con ellas sexualmente). “Es broma”, escuchamos tantas veces las mujeres después de frases que van desde la desvalorización hasta la amenaza velada. “Es broma”, y con eso eliminamos toda ideología detrás del humor –sin embargo, es muy curiosa la indignación de los que se encargan de hacer y/o validar las bromas cuando el foco se pone en ellos. “Me encanta la comedia de hombres blancos enojados. Es tan graciosa. Son adorables, ¿por qué están tan enojados? No me puedo dar cuenta. Son como los canarios en una mina, ¿no? Si ellos la están pasando mal, al resto de nosotros no le queda esperanza”, dice Hannah–.
Hannah ya no quiere participar ofreciéndose como punchline de bromas sobre tortas. Y creo que tantas mujeres nos identificamos y compenetramos tanto con Nanette porque estamos en una época –en occidente, al menos– en que las mujeres nos hartamos cada vez más de ciertas estrategias de supervivencia, como resignarnos a ser el eterno punchline (e incluso ofrecernos voluntariamente a serlo sólo para entrar en el club de los adultos). La supervivencia está en la empatía, ofrece Gadsby como alternativa, y la empatía empieza con la escucha. Y si la comediante que nos habla está tan enojada y cansada que ya no nos quiere hacer reír, tal vez valga la pena sobreponernos a nuestro ego o a nuestras ganas de entretenimiento continuo y escuchar por qué. El último acto de comedia de Hannah Gadsby es desmenuzar el estereotipo de la mujer lesbiana y enojada, arma de doble filo, porque se arriesga a ser aun más encasillada como tal. Es un gesto vulnerable, sincero y potente.
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