Por las fotos que pude ver en internet, Carlos Robledo Puch es muy similar a Lorenzo Ferro, el actor de la película El ángel, y la forma en que está caracterizado es casi idéntica. La gente está loca, empieza diciendo el turrito, y larga ahí, al inicio, un monólogo que ya me puso las alertas en movimiento, la esperanza a quemar madera de la sangre, como si mi corazón fuera el horno crujiente de una maquinaria que marcha de acuerdo con determinadas obsesiones. Entonces aparece la cara de Lorenzo Ferro, del “ángel”, de Carlos Robledo Puch redivivo en la pluma y molienda general de la película de Luis Ortega. Por un momento me digo que los Ortega-Salazar habrán hecho algo bien para que de dos íconos de una cultura sesentosa decadente saliera una manadita de pibes tan geniales. O bien ellos mismos, a fuerza de ver a su madre renunciar al mundo para ocuparse de la casa y a su padre salir por la vida a cantar “Un muchacho como yo” o “Camelia”, debieron construirse. Fénix de otras cenizas, pájaros de fuego encendidos a fuerza de no ser, y no de haber sido algo, salieron talentosos frutos de la misteriosa mixtura del rey y Jacinta Pichimahuida. La cosa, en fin, es que la película lo logra. Vi El ángel. Caí en la trampa otra vez: estoy enamorado del chico malo.
No hay, para lo temible, máscara más eficaz que la belleza. Algo así le dice Johnny Depp al joven Jonathan Masbath en la versión cinematográfica de La leyenda de Sleepy Hollow que hace Tim Burton sobre el clásico de Washington Irving. Y desde que escuché esa frase con conciencia, no paro de repetírmela: el poder temible de lo bello. Sin embargo, conciencias mediante, no logro que algún mecanismo me haga saltar un escudo espiritual, físico, un instinto que me diga que no caiga otra vez en la trampa. La belleza como poder temible, la belleza como poder político, la belleza como ética, la belleza como ejercicio, la belleza como factor de riesgo, la belleza como ley, y toda la literatura que existe al respecto, en realidad, no hace más que darme para adelante con la idea de ir detrás de lo bello sin más. No voy, sin embargo, a discutir qué es lo bello. Que cada uno dé su significado propio a la palabra al leer esto. Para mí la belleza es un mal que me come el hígado de por vida, Prometeo berreta encadenado al capricho de los chicos bellos, de las chicas hermosas, de los libros construidos con maestría, de las partituras que suenan a infinito en una serie de compases. Ir detrás de la belleza es mi castigo. Lo merezco, quiero merecerlo.
Pienso en un primer plano de la boca de Lorenzo Ferro, el actor, que ya identifico con Robledo Puch; su psicopática forma del placer. La boca húmeda del asesino, el labio inferior rojo como una fruta del infierno, como una paloma de fuego sexuada; entonces, me pregunto, ¿por qué el chico malo? Si el chico malo, con su poder encima, fuera el chico bueno, ¿también me gustaría? Ni siquiera voy a intentar mentirme. No. ¿Y si los malos no respondieran a un estándar de belleza? No es lo de afuera lo que los hace bellos para cuores de puerta abierta: es la abyección la que los hace atractivos.
Juro, sin embargo, que esto no es un soliloquio acerca de por qué me gustan los chicos malos. Más bien es la forma en la que, en el arte, la belleza se emparenta, de alguna manera, con lo abyecto; la belleza de lo quebrado suele ser algo más atractiva que la belleza de lo sano y, como diría Liliana Felipe, “no puede ser sano lo que nunca se ha podrido”. Para lograr lo bello, más allá de querer al malo de la película, hay que agregarle la cuota de destrucción. Para que la obra de arte nazca, hay algo (un todo, una nada, un silencio, un lenguaje) que debe ser destruido. Para que alguien se gane nuestro corazón tiene que ser un buen escruchante.
En Boquitas pintadas, de Manuel Puig (1969), tres mujeres ingenuas –y no tanto– son embaucadas por los afanes amorosos de Juan Carlos Etchepare, un Don Juan de campo que, mientras les escribe a las tres jurándoles amor y fidelidad, se recupera en una clínica para tuberculosos en las sierras. Aparece la puesta del cuerpo en favor del engaño: el chico malo pone el cuerpo, paga sus andanzas nocturnas de gato para contentar a las tres con la caída lenta de sus pulmones, cada vez más débiles. He aquí, quizá, una característica del chico malo: el cuerpo como un anzuelo, ya sea en ofrecimiento, en seducción o en sacrificio. En ese trance, el cuerpo es el as del chico malo.
En la novela La guerra de las mariconas, de Copi (1982), el protagonista se ve seducido y enceguecido por Conceição do Mundo, una travesti hermosa, enorme, dotada, y de egoístas y monstruosas perversiones. El perdido deja todo por ella, que no solamente es la asesina de su anterior pareja, muerta en una práctica sexual de ménage à trois, sino que, además, y como sabremos luego, es la princesa de unos seres lunares que pretenden invadir la Tierra. Nada, ninguno de los atroces actos de la travesti chica/o mala/o borra el amor del protagonista hacia ella. Otra vez, el cuerpo como arma; piernas, pelo rojo y larguísimo, piel morena, exotismo, un falo descomunal que Conceição do Mundo usará como espada destructora.
En la novela Sudor, de Alberto Fuguet (2016), el protagonista, Alf, un editor cuarentón, atraviesa un calvario porque se enamora de chicos más jóvenes, de “chicos selfie”, en especial de Julián Moro, un veinteañero pedante que hace uso y abuso de lo que le anda por la sangre al protagonista: ese amor por el inadecuado, que se convierte casi en terror; el joven se convierte en “el caso Julián”. Nuevamente, lo que atrae de la juventud es el cuerpo. El cuerpo en el que el tiempo no ha tenido aún demasiada acción.
En la película de Luis Ortega, el personaje de Robledo Puch pone el cuerpo para atracos y robos, escruches y asesinatos, buscando satisfacer su sadismo aniñado y, al mismo tiempo, tratando de seducir a Ramón Peralta y a su padre. El chico malo se usa a sí mismo, es su propia arma. No necesita más que eso.
El poeta Argentino Osvaldo Bossi publicó en 2012 el libro de poemas Chicos malos. Los poemas de Bossi –autor también de Del Coyote al Correcaminos (2017)– están habitados por chicos que funcionan a partir de lo prohibido: el chico malo es el que fuma pasta base, el que muestra su torso desnudo al calor del verano, el chico que está en los márgenes. El yo de los poemas tratará entonces de buscar en ese chico malo aquello que está más allá, intentará ir tras la redención, salvar al chico malo (“me clavó en la cruz / tu folletín de Magdalena / porque soñé / que era Jesús y te salvaba”, diría Discépolo): “Aunque parezcas el chico / más indomable de todo este mundo. / Yo vi la mesa en la que te sentabas a comer, / el vaso de vino, el pan, la humilde ráfaga / de una alegría que se le sustrae al tiempo”, dice el poema que lleva el mismo título del libro, proponiendo la idea de que detrás de todo chico malo está la posibilidad de la conversión, de ir tras lo que esconde la maleza. Se trata del más allá del chico como objeto, el averiguar una historia que pueda justificar la “maldad” de aquel que se queda con el cuore del poeta. Sin embargo, desde el inicio vemos trastabillar a ese yo cuando dice “yo no creo en los chicos malos”, en un intento de negación, o bien allí donde el tiempo, como en la obra de Fuguet, es “el único chico malo / en toda esta historia”.
Mientras estoy terminando de escribir, una amiga me manda un mensaje de Whatsapp para contarme sus penas con su chico, su inadecuado, su punga de sensiblerías, aquel que la agarró desprevenida y la tiene presa de sí. Dejémonos de enamorarnos de los chicos malos, le digo, es un cliché.