Hace un par de meses, Yaugurú publicó el último libro de Cristina Carneiro, Para simplificar. Hace un par de días se difundió la noticia de su muerte, a los 71 años. ¿Quién fue Cristina Carneiro? Para empezar, una poeta que publicó su primer libro en 1967, Zafarrancho solo, que había ganado el premio de la Feria de Libros y Grabados ese mismo año. Libro de imprecaciones salió en Banda Oriental en 1975, y poco después la poeta se fue del país para no volver sino esporádicamente, y sin mantener contacto alguno (al menos visible) con integrantes del mundo literario uruguayo. Cuando Yaugurú publicó Para simplificar, entonces, hacía cuarenta y cuatro años que no se sabía nada de ella. Y ahora se ha muerto, sumida en el mismo silencio en el que vivió, con escasos testigos de su paso por la poesía uruguaya, con muy pocos lectores que atestigüen el valor de su escritura. Cristina no hizo mucho por esos lectores, a decir verdad; parece no haberle importado si figuraba o no en algún resumen o algún canon de la poesía uruguaya de los últimos cincuenta años. Ese libro que publicó Yaugurú es una suma de lo que ella estimó pertinente dar a conocer de su obra en ausencia, y no es tampoco un volumen equiparable a esa ausencia: sesenta y dos páginas, treinta y seis poemas, y eso es lo que nos queda para agregar a dos libros, también delgados.
La cuestión es que –y de esto pueden dar fe esos pocos lectores y los que puedan acceder a su obra a partir de ahora– esa poesía de Cristina Carneiro es de las más personales y valiosas que ha dado la poesía uruguaya. Cuando ganó el premio de la Feria se convirtió en un mito, una niña prodigio que aparecía a los dieciocho años para integrarse a la generación del 60 junto a Washington Benavides, Marosa di Giorgio, Jorge Arbeleche, Enrique Estrázulas, Enrique Fierro, Hugo Achugar, Nancy Bacelo e Iván Kmaid, es decir: antes de tiempo, en medio de los que ya tenían un lugar o aspiraban a él en sustitución de los valores del 45. Ella era otra cosa, que difícilmente podía situarse en ese marco. Si el mismo 45 nos dio tablas de valores para todo, incluso para lo nuevo, la poesía de Cristina Carneiro escapaba a esas tablas no sólo por lo desfachatada, sino por la manera de concebir la poesía dentro de la desfachatez. Es cierto que en el jurado estaba Ida Vitale, pero eso no hace más que confirmar su amplitud de criterio desde entonces.
Zafarrancho solo fue un acontecimiento en su época, un objeto raro y precioso que se mantuvo en su lugar a fuerza de oído, creatividad y soltura. Uno miraba para ahí, un poco antes de la dictadura, y veía la poesía de Cristina, como la de Enrique Fierro, como la de Salvador Puig (que también había publicado sólo un libro, La luz entre nosotros, y el poema “Al Comandante Ernesto ‘Che’ Guevara” antes de llamarse a silencio por muchos años), como modelos que podían acercarse a un modo de entender el hacer poético como algo más que hacer poético. Un poema aislado, como “es triste / sustancialmente triste / simplemente así vivir la vida / triste. / sólo saberse vivo / cuando se te agolpan las alas de la tristeza / en los ojos y no ves / y no ves”, así, con minúsculas, es ejemplo de esa expresión del pensamiento directa pero no ingenua; de la captación inmediata de la vida como fragmento, como algo inacabado que brilla por su misma falta de pretensión. Leer Zafarrancho solo era como asistir al espectáculo poético de algo en proceso, y siguió funcionando así cuando Yaugurú lo volvió a publicar en 2008.
Libro de imprecaciones, de 1975, fue otra cosa y a la vez la misma. Dedicado a Salvador Puig, tenía un aire más “poético” en tanto asumía con más madurez sus deberes de escritura, pero seguía siendo un acto poético privado, más oscuro tal vez, como si la oscuridad fuera necesaria para decir lo que quería decir con la misma inmediatez que antes: “Cualquiera de ustedes podría tocar la Muñeca / de otro. / Quién aceptará una muñeca. / No la ausencia que es presente olvido, / sino nada es la porción que camina ese camino. / Cualquiera de ustedes podría encender bajo roja aurora / las velas primeras. / Ese no verá una vela, / bailará, / dará sus gracias, / ya no tiene que poseer ni desposeer, / sino nada toca / es una vela encendida para algo, nada sino vela para algo en medio de la aurora. / La Muñeca queda. / Es dura y extensa” (“Tema del otro”). Lo dicho es inseparable del decir, se proyecta hacia adentro de un modo sorprendente, imprevisible. La inteligencia para armar un relato en el aire y dejar las cosas en un suspenso rítmico seguía en pie.
Después de eso Cristina se fue del país para no participar más del mundo literario. Por lo que dice Maca (Gustavo Wojciechowski, director de Yaugurú) en la contratapa de Para simplificar, escribió y dejó de escribir varias veces a lo largo de estas cuatro décadas largas de ausencia. En ese acto de sumirse en el extranjero como traductora especializada en derechos humanos (en Luanda, Nueva York, París, Londres) dejó salir esos treinta y seis poemas que ahora tenemos para completar su legado y confirmar la fuerza y la libertad de su poesía.
“Hace mucho, mucho tiempo / cuando yo era una persona más buena, / miraba las lindas luces del cielo / y pensaba: / La noche no es nada. / Lo peor es el largo, largo día. / Si no me creen, pregúntenle a Stella Olivera”.