[Esta nota forma parte de las más leídas de 2019]

En vez de aguardar la cifra redonda de 20, se decidió celebrar los 18 años de 25 watts. La cifra tiene que ver con la mayoría de edad recién alcanzada por el trío de personajes principales (los actores Daniel Hendler y Jorge Temponi andaban por los veintipocos cuando la filmaron, pero Alfonso Tort sí tenía entre 18 y 19). Por una semana, estará en cartel a las 21.00 en Cinemateca, y en cada función habrá algo especial, incluso charlas con varios de los artistas/técnicos.

La película se estrenó en junio de 2001. Seguía en cartel En la puta vida, de Beatriz Flores Silva, estrenada un mes antes y que estaba teniendo un éxito de público espeluznante (y ambas se habían proyectado por primera vez en Uruguay en abril, en el Festival de Cinemateca). De pronto, luego de los intentos desperdigados que se fueron sumando desde la salida de la dictadura, teníamos, en simultáneo, las dos patas de un posible cine nacional saludable: la popularidad y la calidad debidamente reconocida.

25 watts no llevó la cantidad de público de En la puta vida y, sin embargo, fue mucho más “fundacional”. Tuvo enormes consecuencias, de un tipo y grado que quizá ningún otro largometraje uruguayo pueda ostentar. Fue la ópera prima de Juan Pablo Rebella y Pablo Stoll, quienes ya habían realizado un cortometraje y participado como actores en un corto codirigido por sus compañeros de generación Hendler y Federico Veiroj. Poco después hicieron otra gran película (Whisky, de 2004). La muerte de Rebella en 2006 fue un golpe fuerte, pero Stoll persiste como uno de los cineastas más relevantes del país. Para casi todos los participantes, 25 watts fue el debut en un largometraje (las únicas excepciones importantes fueron Hendler y el sonidista Daniel Yafalián). Son los casos de los actores Temponi, Tort, Robert Moré, de Veiroj (que aparte de actuar como el vecino bobo Gerardito, fue el continuista), del productor y montajista Fernando Epstein, del director de arte Gonzalo Delgado, de la fotógrafa Bárbara Álvarez, de Manolo Nieto (asistente de dirección, luego dirigió películas). La filmografía posterior sumada de esta nómina comprende decenas de títulos, muchos de ellos muy relevantes. Por otro lado, ese debut global fue posible, justamente, en un marco en que hacer un largometraje era una utopía hecha realidad, y por eso todos los integrantes del equipo aceptaron participar sin cobrar, posibilitando el presupuesto ridículo de unos 25.000 dólares.

Más allá de los datos objetivos que podemos apreciar con el diario del lunes, recuerdo en forma vívida la sensación de triunfo épico de ver 25 watts cuando se estrenó. Al fin surgía una película de ficción uruguaya que no necesitaba ni una pizca de condescendencia para poder ser apreciada, y que hubiera sido disfrutable aunque fuera oriunda de cualquier lado del mundo, descontado nomás el encanto eventual de ver representados en la pantalla algunos localismos. No tenía grandes “valores de producción”: ¿y qué? El blanco y negro volvía literalmente gris la grisura del entorno en que los tres amigos circulaban. En fin, la lisura no muy “estética” de imagen y sonido se acoplaba perfectamente con el hablar nada poético y nada pretencioso de los personajes, su vestir casual, las fachadas grafiteadas, las ocurrencias poco dramáticas.

Foto: Roxanna Castiglioni (año 2000)

Foto: Roxanna Castiglioni (año 2000)

Un sello propio

La productora Control Z debutó con 25 watts y estaría identificada con el estilo que nacía aquí: personajes mayormente perdedores, sin propósitos claros o fuertes, de pocas palabras; no hay una línea anecdótica fuerte, y la estructura narrativa pone más énfasis en la sucesión episódica de escenas breves (no necesariamente atadas en una cadena causal) que en la continuidad general; la estética parece planteada desde una aversión a lo arty, lo explícitamente filosófico, lo militantemente político, lo idealista, lo turístico, y lo que sea que implique grandes clímax o la posibilidad de empalagamiento.

Aparte de responder a la influencia de cineastas como Raúl Perrone, Martín Rejtman, Jim Jarmusch y Aki Kaurismäki, el estilo fundado por Rebella y Stoll se concibió en la medida de las posibilidades de un cine uruguayo que daba sus primeros pasos (no eran los primeros pasos en términos absolutos, pero, al no haber continuidad, fueron los primeros para esa generación). Era un cine factible. Los personajes poco expresivos podían ser encarnados por actores sin práctica en cine, y en condiciones en que no había posibilidad de pulir las actuaciones en el correr de muchas tomas, y donde no había tampoco experiencia (en el ámbito del cine) de ensayar la dimensión actoral. Las películas no requerían una investigación dedicada, ni reconstucción de época, ni una continuidad compleja, ni objetos complicados de conseguir, ni un despliegue de talentos espectaculares ante las cámaras. Se podía hacer en locaciones, sin necesidad de bloquear calles muy transitadas, casi sin extras, con la ropa de los propios actores. Los criterios estilísticos y narrativos esquivaban meterse en terrenos que son súper familiares para los espectadores, pero de los que no existía experiencia suficiente como para lograr algo que no fuera más que una imitación pobre (guiones con un énfasis en diálogos, en psicología y en “qué va a pasar”. y el complejo problema de la música incidental).

Puesto así, parecería que lo único que hizo 25 watts fue esquivar los riesgos. Esto no hubiera sido un demérito (se llama “autocrítica”), pero las restricciones o caminos alternativos siempre propician otros riesgos (en este caso serían los de monotonía o insignificancia). Para enfrentar esos riesgos los realizadores sí estaban preparados, y lograron una película divertidísima que, aun pasados 18 años, conserva todo su encanto. Hay situaciones muy variadas, pautadas por personajes muy distintos entre sí y que además, al contrastar frontalmente con los protagonistas, contribuyen a definirlos, a explicar sus opciones, a generar nuestro apego hacia ellos (el ex blandengue paranoico, la dupla de Chopo y Menchaca –que adivinamos peligrosa–, el pesado hippie new age abrasilerado, el extrovertido y acelerado Rulo, las dos jóvenes bonitas y seguras de sí mismas María y Beatriz). Los pocos elementos que pautan la tenue trama –vinculados mayormente con los intereses amorosos de Leche y Javi– están bien establecidos, de manera que cada alusión a ellos (el hámster, la clase pendiente de Italiano, el sutién, el ex de la profesora) significa algo y articula el motivo de alguna manera. Las elecciones estilísticas ingeniosas dan resultados mucho más contundentes que las ostentaciones que tantas veces emplean cineastas dotados con más presupuesto que criterio. Un ejemplo es esa toma en el almacén enfocada en la pantalla del sistema de seguridad, donde vemos a los personajes al mismo tiempo que aparecen también, desenfocados y desde otro ángulo, a los costados del monitor. Obsérvese además la precisión rítmica y el impacto de los cortes que alternan ese encuadre con la imagen y los sonidos del Seba acostado en la vereda (y que además establecen el asunto del perro perdido), la coordinación del montaje con los movimientos de Hendler y Temponi, y la gracia de estos. La película captaba, en forma singularmente hábil, maneras de hablar y de comportarse de esa generación en Montevideo, y estas características se transmitían en forma natural, sin teatralidad o afectación alguna.

Los tres personajes son perdedores. Eso es más acentuado en Leche y Javi, que son los que tienen metas más fuertes, ya que están enamorados. Los gestos que hacen para progresar o mantener lo poco que tienen son indolentes, de baja potencia (“25 vatios”): Leche se pasa estudiando para el examen de Italiano, pero no logra ir más allá de io sono, tu sei, lui è (y la mitad de las veces lo dice mal). Lo mejor que tiene Javi para invitar a la novia es ración para perro, que suele comer como si fuera un snack. Lo único que tenía que hacer Javi para preservar el laburo era entregar su auto en determinado punto a las seis de la mañana, y aunque no hay nada que le impida llegar a tiempo, llega una hora tarde. Cuando van a hacer mínimos gestos de reacción contra las humillaciones cotidianas, estos se frustran en forma cruel (Leche va a emitir su “última frase” a Beatriz, pero el auto arranca y no alcanza a decir ni una palabra; Javi propina una patada simbólica al auto de Joselo, y esto sólo le sirve para ligar una trompada adicional).

Funciones especiales

  • Jueves: la función contará con la presencia del director, Pablo Stoll.
  • Viernes: los actores Jorge Temponi y Alfonso Tort.
  • Sábado y domingo: funciones en 35 mm.
  • Lunes 14: promoción “tres pibes”: van tres amigos y sólo paga uno.
  • Martes 15: será el turno del productor y montajista Fernando Epstein y moderado por Juan Andrés Ferreira
  • Miércoles 16: conversará el director de arte Gonzalo Delgado y moderado por Mariángel Solomita.

Recepción

Recuerdo a algunas personas que consideraron esta película deprimente, amarga, porque parecía mostrar una juventud apática y sin perspectiva alguna. Además, en el año 2000, cuando fue filmada, Uruguay pasaba por una crisis económica (la crisis mucho más aguda de 2002 eclipsó el recuerdo de lo mal que vivíamos en el 2000). Esa crisis ambientaba la película y pautó el clima de su recepción inicial.

A mí nunca me pareció deprimente ni tan acentuadamente amarga. Por un lado, siempre predominó el júbilo de constatar la presencia cercana de tanto talento, inteligencia y ganas consecuentes de hacer cosas y desafiar el “no se puede”. A menos que a Stoll le diera por filmar un Veinte años después, jamás sabremos qué fue de las vidas de Leche, Javi y Seba. Pero eran muy jóvenes, la narrativa de 25 watts transcurre en poco más de 24 horas, así que sería excesivo inferir que la totalidad de sus biografías sería una extrapolación de ese breve recorte de vida.

Leche, Javi y Seba distan de ser apáticos o desganados. Javi estaría muy feliz de no perder a su novia, y Leche de ennoviarse con Beatriz. Seba quiere ver su película porno. Aunque no lo demuestran mucho, tienen la amistad para sostenerse entre sí. Son perdedores porque tienen mala suerte, pero sobre todo porque se rehúsan a entrar en el juego de los “ganadores”. No pretenden competir con nadie y aprecian el espacio vital para el ocio y la contemplación. Les rechina la disciplina, y eso vale incluso para la disciplina ética: no se privan de hacer pequeñas travesuras no demasiado dañinas, para las que aguardarían el mismo tipo de condescendencia que ellos muestran hacia las incorrecciones ajenas (hacen pichí en el muro, salen corriendo del boliche sin pagar, ponen a la abuela senil a hacer de tierra tocando la mesita del televisor, alimentan el hámster con comida no adecuada). Es una pena que Javi se haya quedado sin laburo, pero hay algo lindo en que él, sin hacer un gesto decidido de rebelión, en el fondo no quiera preservar ese trabajo enajenante (de conformarse y someterse a ese trabajo, se hubiera garantizado un precario medio de vida, pero hubiera sacrificado cosas mucho más esenciales).

La cámara muchas veces se comporta con la misma parquedad que los protagonistas: queda impasible mientras ocurre algo fuera de campo, lo que colabora con el humor quirky. Y muchas veces la cámara también juega: se ubica debajo de la cama, satiriza la solemnidad del blandengue con un contrapicado exagerado. El leve surrealismo cotidiano de las situaciones y los personajes secundarios, que la película observa, es acentuado por algunos encuadres sutilmente grotescos con gran angular. Una serie de fundidos acentúa la presencia constante de una señora en su sillita en la vereda frente a su casa, sincronizada con el sonido de las boludeces que surgen en el dial de una radio. Una secuencia de jump cuts sobre la imagen del megáfono condensa la monotonía opresiva del trabajo en el coche anunciador. La cámara se identifica con la pantalla del televisor y, en forma aun más fantasiosa, se identifica con un LP (Leche pone el disco de Los Mockers en el tocadiscos y la cámara se pone a girar). Al sentir que sus expectativas se frustran, Leche se hunde en el sillón, y parece como si se ahogara en el vaso de agua que el encuadre ubica justo adelante suyo, en primerísimo plano (la banda sonora pronuncia el chiste con un “glub glub” extradiegético). En vez de escuchar toda la discusión entre Javi y María, la imagen y el sonido se aceleran, no entendemos nada de lo que dijeron, y finalmente la velocidad vuelve a la normal para el remate de la escena.

En sus pequeñas derrotas, los tres pibes protagonistas se ganan –y esto es muy importante en el funcionamiento de una película– la simpatía de los espectadores. Joselo tumbó a Javi de una piña, pero nosotros estamos con Javi, no con Joselo, y esto es una forma de triunfo. En ese aspecto también la película es como sus personajes: cada una de sus precariedades sirve más bien para magnificar su gloriosa victoria como uno de los mojones del cine nacional. El cine uruguayo, quién diría, ya tiene algunos clásicos. 25 watts es, sin duda, uno de ellos.

25 watts, dirigida por Juan Pablo Rebella y Pablo Stoll, con Daniel Hendler, Jorge Temponi y Alfonso Tort. Uruguay, 2001. Cinemateca, Sala B.