Siempre es triste la muerte de un artista admirado, aunque si le llega a los 90 años suele sellar un fin que ya estaba establecido por la vejez personal y la antigüedad de los logros. No era el caso de Agnès Varda, que estaba creativa, activa y fresca como siempre. Estaba más presente que nunca, debido a que en los documentales de su última fase ella solía aparecer en pantalla, y las películas, aparte de ser sobre los asuntos que abordaba explícitamente, eran un poco también sobre ella, estar con ella, mirar junto con ella. Cada pocos años teníamos la alegría inmensa de compartir dos horas interesantes y conmovedoras con esa veterana petisita, risueña, inteligente, simpática, con el pelo teñido en dos colores. Agnès se murió el viernes 29, de cáncer. Nos queda al menos la expectativa de conocer su último documental, Varda par Agnès, estrenado en el reciente Festival de Berlín.

Su presencia en la historiografía es relativamente tenue para alguien de su relieve. Quizá se deba a sexismo o a que (una explicación que no excluye a la otra) su libertad creativa condujo a una obra singularmente dispersa en estilo, enfoque, tono, cuya única síntesis posible parece ser “la única cineasta mujer de la Nouvelle Vague”, una definición que no es despectiva pero ni se acerca a hacerle justicia.

Nació en 1928 en Bélgica, de padre griego y madre francesa. En 1940 se mudó con su familia (huyendo de la invasión alemana) a la comuna de Sète, en la costa mediterránea de Francia. Su vínculo de toda la vida con las playas y con el interior de Francia proceden de ahí. Hizo la universidad en París, donde, luego de licenciarse en Psicología y Literatura, estudió Fotografía e Historia del Arte. El origen común en Sète la acercó al director de teatro Jean Vilar, que la invitó a trabajar como fotógrafa para el Théâtre National Populaire.

Su primera película, La Pointe-Courte (1955), antecedió a la Nouvelle Vague en cuatro o cinco años. Varda tenía 26 años cuando la concluyó, y fue la primera de quienes integrarían ese movimiento que hizo un largometraje (en pos de la precisión, ella fue la primera persona del grupo que hizo un largometraje en el formato profesional de 35 mm, y uno de ficción, ya que Chris Marker había hecho en 1952 un largo documental en 16 mm). No tenía experiencia cinematográfica alguna y había visto poquísimas películas en su vida. La motivación vino de la fotografía: había hecho una serie de fotos del pueblo pesquero Pointe-Courte, en Sète, que frecuentaba desde la adolescencia, y decidió animar esas imágenes con ficción. La plata salió de una herencia, complementada con préstamos de parientes. Para gestionarla, Varda fundó Ciné-Tamaris, que seguiría siendo su empresa productora por el resto de la vida. Todo el personal trabajó en forma cooperativa.

El quiebre del comienzo

La Pointe-Courte fue algo único en su momento. Entrelazaba una crónica socioantropológica de la vida de los pescadores del pueblo con el deambular sin rumbo de una pareja de veraneantes oriundos de París. La línea vinculada a los pescadores es neorrealista (los lugareños se interpretan a sí mismos, la estructura es episódica), mientras que la pareja está interpretada por actores de teatro (conocidos de Varda del Théâtre National Populaire) en un tono expresamente distanciado, sin énfasis retórico alguno, sus disquisiciones existencialistas en franco contraste con la rusticidad del entorno. Ya aquí se nota la tendencia lúdico-dispersiva de la cineasta a dejar que la cámara se entretenga con elementos curiosos, pintorescos o gráficamente potentes del entorno (un gato que descansa, el entramado de la ferrovía, la pereza fingida del barquero). Es increíble cómo en esa película está toda la modernidad del cine, el que ya existía (el neorrealismo), el que empezaba a existir (las parejas desgastadas y angustiadas de Roberto Rossellini y Michelangelo Antonioni) y el que se haría luego: esa fotografía de contornos netos y llena de blancos plenos; los misteriosos movimientos de encuadre sobre patrones complejos combinando travelling, paneo y tilt; el montaje singularmente elíptico; el juego paramétrico con las distintas disposiciones visuales de los cuerpos de la pareja en la pantalla, incluyendo ese primer plano de ella de frente, parcialmente tapada por el perfil de él, divergentes en la dirección de las miradas pero unidos gráficamente en esa especie de beso virtual por la coincidencia de los labios en el encuadre. Esa imagen se convertiría en cliché al ser reinventada por Ingmar Bergman. Digo “reinventada” –y no “copiada”– porque es improbable que el sueco la haya conocido: la película tuvo muy mala taquilla y poca difusión, aun si recogió buenas críticas en Cahiers du Cinéma, cuyo grupo de jóvenes críticos –futuros cineastas de la Nouvelle Vague– puede haberse sentido motivado por su osadía cinematográfica y práctica (tirarse al agua a producir un largo de ficción con ínfimos recursos, sin el apoyo de una estructura industrial).

Agnes Varda, durante el rodaje de la película "Mes centre et une nuits", durante el 47º Festival Internacional de Cine de Cannes (archivo, mayo de 1994).

Agnes Varda, durante el rodaje de la película "Mes centre et une nuits", durante el 47º Festival Internacional de Cine de Cannes (archivo, mayo de 1994).

Foto: Georges Bendrihem

La influencia positiva –y decisiva para el desarrollo del cine– de La Pointe-Courte fue la que ejerció sobre el montajista de la película. Varda buscaba a alguien competente que aceptara montar sin sueldo, y le recomendaron a Alain Resnais (se conocieron ahí). Se siente su mano en la precisión rítmica y plástica de los cortes, pero constatamos también el impacto que tuvieron en él varias características de la película que tendrían eco en sus subsiguientes obras maestras. Resnais, a su vez, llamó la atención de Agnès sobre correspondencias de su obra con referentes importantes como Luchino Visconti y Antonioni, que ella ignoraba. Fue a partir de esa insistencia que ella empezó a frecuentar la Cinemateca Francesa. Resnais también le recomendó al compositor Pierre Barbaud y, para la finalización del montaje, a Henri Colpi, armando de este modo el primer núcleo de la barra de la Rive Gauche, una de las ramas de la Nouvelle Vague. El grupo de la Rive Gauche pronto se extendería con Chris Marker, Georges Franju y Jacques Demy (con quien Agnès se casó).

Fue recién en 1962, en plena efervescencia de la Nouvelle Vague, que Agnès Varda pudo hacer su segundo largometraje, Cléo de 5 a 7. Esa película es quizá el principal puente entre el cine de la Rive Gauche (intelectual, politizado, pulcro, alimentado por otras ramas artísticas) y el del núcleo central de la Nouvelle Vague, integrado por la barra de Cahiers du Cinéma (cinéfila, irreverente, informal). Cléo respira el aire Nouvelle Vague en su tratamiento episódico, sus citas, las filmaciones con cámara oculta en las calles de París –con sus marcas y logotipos–, sus caprichos formales. Aunque la realización es prolija y virtuosa (el montaje tiene un imponente swing rítmico), Varda no tuvo problema en mezclar momentos (algunas escenas callejeras) con calidad fotográfica netamente inferior (quizá tomadas en 16 mm). Michel Legrand toca un vals al piano y la cámara baila con la música, oscilando de un lado al otro. Cléo canta una canción en un ensayo y la cámara describe un arco a su alrededor, hasta alinearla con una franja negra en la pared que abstrae su figura del espacio circundante: empieza a sonar una orquesta, Cléo mira a cámara y canta una intensísima versión de “Sans Toi” con una lagrimita que se le escapa, y que bien puede inducir alguna más en el espectador. En una sala de cine proyectan una supuesta película muda primitiva, y ese film dentro del film (clara consecuencia de la nueva afición cinematequera de la directora) incluye como actores a varios de sus compinches nouvellevagueanos (Jean-Luc Godard, Anna Karina, Jean-Claude Brialy, Sami Frey, Eddie Constantine), aparte de al mismísimo Yves Robert. Cléo es un personaje que comparte las inseguridades, caprichos, mañas y sensibilidades de tantas protagonistas de Godard o François Truffaut, pero captadas desde adentro de lo femenino.

La mirada de Varda es femenina y feminista, a veces militantemente feminista, como en L’une chante, l’autre pas, de 1977, quizá su mayor éxito de taquilla. La película sigue las vidas de dos amigas entre 1962 y 1974 e incluye una expresa vindicación del aborto –Varda había sido, en 1971, una de las firmantes del manifiesto abortista conocido como de las 343 salopes–. Su abordaje del feminismo fue personal y solía interesarle más lanzar problemas complejos que ilustrar convicciones ya adquiridas. Por un lado, parecía ser bastante optimista con respecto al amor entre mujer y hombre, y los protagonistas masculinos solían ser personas comprensivas, atentas, amorosas, igualitarias, es decir, ejemplos positivos. Lejos del nihilismo de Antonioni, La Pointe-Courte termina con la superación de la crisis de la pareja. En el tramo final de su periplo, Cléo conoce a un hombre con el que puede comunicarse en forma profunda, y esa conexión motiva la frase final de la película: “Creo que soy feliz”. La preciosa y sensual La felicidad (1965) lidia con un marido que empieza a salir con otra mujer, pero sin dejar de amar a su esposa, poniendo en cuestión la idea del amor exclusivo y de la “traición”. François no es pintado como un predador, y cuando su esposa se suicida la película no tiende a culparlo a él: Thérèse fue víctima de las estructuras rígidas e intolerantes que no parecen dar cabida a relaciones libres. Pese a la tragedia, todo rumbea a la construcción de un final feliz en el que la “otra” asume el lugar de madre de los hijos de François. Entre las muchas maravillas formales de esta película, hay un plano formidable de cuatro minutos en que la cámara merodea de cerca los cuerpos de los amantes, casi tocándolos, partícipe, no sólo observadora, del juego amoroso. Lion’s Love (1969), hecha en Los Ángeles, retrata el amor libre del mundo hippie (aquí es una mujer con dos varones, interpretados por los dos autores de la obra teatral Hair). Sin techo ni ley (1985) seguía los últimos días de una joven que decide abandonar toda convencionalidad y vivir en la carretera. Aquí sí está rodeada de predadores (un violador, un señor que se acuesta con ella a cambio de dejarla acampar en su propiedad), pero el foco está puesto en la crisis que implica para casi todo el mundo una persona así, además de un vínculo afectivo ambiguo con el personaje, que suscita admiración por su independencia, pero al mismo tiempo está metido, obviamente, en un callejón sin salida de soledad y autodestrucción.

Agnes Varda en la 70ª edición del Festival de Cannes (archivo, mayo de 2017).

Agnes Varda en la 70ª edición del Festival de Cannes (archivo, mayo de 2017).

Foto: Loïc Venance

Sin techo ni ley empieza con Mona muerta al borde de la carretera, y la historia de sus últimos meses de vida es contada en flashbacks. Lo curioso es que nunca queda claro el estatuto de esos flashbacks. A veces los personajes parecen hablar a la cámara como si se tratara de un documental. A veces hablan a la cámara, pero en momentos en que obviamente no hay nadie presente, como si la cámara fuera un confidente invisible. La voz over de Agnès Varda dice que es muy poco lo que logró saber sobre el personaje. Este es quizá el extremo más ficcional entre los muchos matices que ella trabajó entre documental y ficción durante toda su carrera. Ya en el hiato de siete años entre La Pointe-Courte y Cléo de 5 a 7 hizo tres cortos documentales. Luego, ya establecida como directora de ficción, nunca dejó de hacer documentales o cosas inclasificables entre documental y ficción. El fracaso rotundo de Las 101 noches (1995), pese a un reparto multiestelar, quizá le cerró las puertas (o las ganas) de hacer cine de ficción.

En 2000, el documental Los hurgadores y yo tuvo un éxito tremendo y merecido (en 2014 fue votado por la revista Sight & Sound como el mejor documental de todos los tiempos), y dio origen a la última etapa de su obra. En estos documentales Agnès aparece frente a la cámara, y uno puede disfrutar de su talento y calidez para preguntar, para acercarse a la gente, combinada siempre con una actitud curiosa y empeñada en sacar lo mejor de sus entrevistados. No ocultaba su especial simpatía por algunos de ellos, casi siempre personas obstinadas en contornear o resistir las presiones estructurales y que lograban encontrar el espacio para crear, contribuir, colectivizar. Se colaban muchas referencias personales, y había recuerdos de sus viejas realizaciones y tributos a algunos de sus compañeros de ruta. Esa octogenaria hizo mucho del cine más joven de este milenio, al menos si tomamos como atributos de la juventud el amor por la libertad, el juego, la ebullición creativa, la falta de prejuicios, la emancipación de la mujer, la búsqueda de nuevos enfoques, el sentido crítico siempre alerta aunado a una apertura poco común para aceptar lo diferente y lo nuevo.