Llueve a cántaros de la misma manera en que las garzas rezongan cerca de los manantiales. Hay cosas que se ven venir. Zitarrosa aún no ha silbado su canción. Tampoco ha llegado el momento en el que le hablará a sus hijas, ni el de las confesiones. Tiempo al tiempo. Melina Terribili, directora del documental Ausencia de mí, se presenta en la sala el día del estreno. A mi lado está sentada una pareja veterana de argentinos. Asiento por medio, hay una doña ensopada que guarda cosas en una bolsa ajada. Hay uno que se limpia la nariz con el puño. La pareja joven pasó para arriba porque el amor es así. En la segunda fila va la prensa, qué sé yo. Lo veo a Miguel, profesor de Literatura y escritor, preso político, comunista de los que se escaparon del Cilindro. Me hace bien verlo ahí y por eso guardo el saludo. Melina está contenta, acompañada. No quiere espoilear, pero tiene la necesidad de decir que hay historias de exilios y tormentas, que el pasado dolió y está demasiado cerca como para descuidarse porque, sobre todo, el presente no puede repetirlo. Dos pelotudos llegan tarde y caminan por delante de la pantalla. Uruguay for export.

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Zitarrosa le habla a una de las hijas sobre Barullo, su ovejero alemán. Me pierdo. La emoción no me deja saber si conversa con Moriana o con Serena. Tal vez fue con la más chiquita, por el tono. Es lo de menos. Su voz tiene la certeza de los que aman como pocos, como locos.

Hay que escuchar lo que dicen los exiliados. Siempre, tal vez. Prestarle atención a todos, sin hacerse trampas: al exiliado por persecución ideológica, a quienes se fueron para ganar el pan, al montón de oportunistas, a los grupos étnicos asediados, a tantos hombres y mujeres. Vivir afuera no es una mariposa nada más. En esa situación se aprende todo lo que faltó vivir en casa, sea por elección, sea por urgencias. Hay que escuchar porque duele pertenecer a esas soledades apartadas.

Exilio es exul, viene del latín y significa “persona errante”. Es verdad que no es acertado medir con la misma vara todos los exilios, de la misma manera que sería irresponsable negar el carácter traumático de tal experiencia.

A la persona errante de Alfredo se le secó la pluma. Ese paso no deseado por Argentina, España y México que viró su existencia acabó casi por completo con la creación. Las no composiciones no aparecían con la calidad de antes. A Zitarrosa no le valió el currículum, le pesó el paisaje desconocido, el drama de los nuevos espacios familiares, la tergiversación de lo social y cultural. Su cruz fue lo que Pacho O’Donnell llama “la licuación de la identidad”.

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Vivir afuera es recordar los lugares. Con esto latiendo, una persona es capaz de tener la mente más grande que el cielo. Hay casos en los que tal necesidad tiene como impulso una vida linda, digna, merecedora; existen otros en los que significa perder un mundo sin querer perderlo o sentir que el invierno es mucho más invierno. Nadie te enseña a vivir.

Ser exiliado es estar acurrucado, como acostumbrado al dolor. No sos del tiempo ni del lugar. Los hábitos, los sonidos, los olores, hasta los chusmeríos son otros. Por decisión propia, un exiliado no interviene ni siquiera en las esperanzas del país donde reside. Pasa la vida buscando cómo cicatrizar lo roto, esquivando lo nuevo; tiene la necesidad de no olvidar, no cesa en el deseo de encontrar cuándo llamarle “vivir” a vivir, piensa en un único verbo (im)perfecto: volver.

Alfredo, Laura, el gordo Esteban, Marisa, que junta dólares de a puchitos, el Vasco, Ramón y Blanquita, el Rulo, la Flaca, el Langa, los Fernández más recientes, los que no conocí y los que se fueron cuando volví. Imagino a todos con el ideal del mate, de escuchar la música propia, con las letras de autores nacionales como tesoros, con la avidez por el fútbol como nunca antes, padeciendo el amor del que espera lesionado, añorando lo común: el dulce de leche, las tortas fritas, los pandemonios, hasta a los malandras se extrañan, y la política, claro.

Estar afuera es como el idioma: brota de la vida. Y también es pensar en el único verbo (im)perfecto, volver, pero conjugado: cuándo llegará el día.

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Es viernes y continúa lloviendo. Siempre caerá agua. Incluso, ante la muerte, otros verán llover.

Hay una ingenuidad hija del olvido que se hace trampas al solitario y convence de que ciertas cosas viejas, vueltas a encontrar, luzcan como nuevas. Que un cirujano cincuentón del norte de España baje al bar y, al saberte uruguayo, diga que él en sus años mozos escuchaba Zitarrosa, chaval, le da vida al cantor. Lo rescata. Pero tal vez no del olvido, sino porque da argumentos para redescubrir que el tipo ha estado allí desde siempre. Emociona porque llueve.

Cantará Alfredo sobre los pendientes. Silbarán sus bordonas, dirán que a grandes placeres grandes dolores, que lo que se paga por una cosa es lo que vale la otra. Dicho al revés, si no se tiene el cuero para registrar lo que duele, tampoco se reconocerá el efecto del placer cuando sea placer.

Barullo ya no ladra. Ni los árboles ni los pajaritos son los mismos. Cuándo llegará el día de...

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Hoy que el tiempo ya pasó, / hoy que ya pasó la vida, / hoy que me río si pienso, / hoy que olvidé aquellos días, / no sé por qué me despierto / algunas noches vacías / oyendo una voz que canta / y que, tal vez, es la mía.