Este año se cumplió el centenario del cineasta francés Éric Rohmer (1920-2010). Para celebrarlo, la plataforma por suscripción Mubi está presentando su delicioso ciclo de seis películas llamado Comedias y proverbios, realizado entre 1981 y 1987.
Formado en matemáticas y filosofía, Rohmer se plegó la explosión cinéfila que tomó París luego de la Segunda Guerra Mundial: coordinó un cineclub, fue crítico de cine y colaboró para la revista Cahiers du Cinéma en la época en que fue el periódico sobre cine más influyente del planeta. Rohmer llegó a ser el redactor en jefe de la revista entre 1957 y 1963. Como realizador se lo suele asociar al movimiento llamado Nouvelle Vague, integrado por colaboradores de Cahiers devenidos directores de cine a fines de la década de 1950 (los demás fueron Claude Chabrol, François Truffaut, Jean-Luc Godard y Jacques Rivette). Fue el menos popular de los cinco, pero aun así su filmografía tiene un momento particularmente prestigioso que va de fines de los años 60 hasta los 90, cuando fue premiado en diversos festivales, ejerció cierta influencia y lanzó obras que siguen siendo valoradas. En 1959 fundó su propia productora y distribuidora, Les Films du Losange, por la cual sacó casi todas sus películas, y que existe hasta hoy (fue la empresa, por ejemplo, que produjo todas las películas de Michael Haneke desde Caché, 2005).
Mucho de su producción está estructurado en ciclos de películas vinculadas entre sí por cierto abordaje temático y tono común: el primero fue Seis cuentos morales (dos mediometrajes y cuatro largos, 1963 a 1972); el último fue Cuentos de las cuatro estaciones (1990 a 1998).
Entre medio están las Comedias y proverbios, en que se concentra el tributo en Mubi. Se supone que cada película ilustra un proverbio. Es nomás un pretexto juguetón. En algunos casos hay un vínculo claro con el proverbio (“Los amigos de mis amigos son mis amigos” con respecto al cuarteto amoroso de El amigo de mi amiga, 1987); en otros casos la conexión con el proverbio es muy vaga, y hay incluso un seudo-proverbio, inventado por el propio Rohmer y presentado como dicho popular para ilustrar Amor en la hierba (Le beau mariage, 1982). Lo de “comedia” va en su sentido más general, es decir, películas no trágicas, pero las eventuales risas que suscitan son como risas hacia adentro, tenues ironías o un discreto encanto gozoso.
Sería difícil defender, ante un abogado del diablo, a estas películas cuya trascendencia se encuentra en la intrascendencia. Son todas anécdotas sobre vicisitudes sentimental-amorosas de personajes con entre 15 y 30 años que buscan paliar sus soledades, deseos de sexo, compañía o superar las propias trabas. Pese a lo de los proverbios, no es posible reducirlas a moralejas o sacar reflexiones sobre grandes temas políticos o filosóficos. Las historias se ciñen a personajes sin problemas económicos acuciantes, blancos y heterosexuales, es decir, el universo con el que Rohmer tenía familiaridad. La forma no puede ser más lisa: no hay juegos con la temporalidad, no hay imágenes de fantasías o memorias, no se pone en cuestión el estatuto de realidad de lo que se ve, nunca hay ángulos llamativos o juegos con las sombras o colores. Si los personajes que dialogan están lejos uno de otro, entonces hay planos y contraplanos, y si están cerca, entonces todo puede correr en un plano medio de ambos que puede extenderse por varios minutos. Nadie se va a maravillar con el valor pictórico de ningún plano, por más que entre los directores de fotografía esté el gran Néstor Almendros (que venía de ganar un Oscar en 1978). El sonido es casi totalmente diegético, con alguna mínima y muy eventual intromisión de música incidental.
En 1949 Rohmer había escrito una frase polémica en uno de sus artículos sobre cine: “Si es verdad que la historia es dialéctica, llega un momento en que los valores de conservación son más modernos que los valores de progreso”. Las Comedias y proverbios, que parecían abandonar todas las premisas del modernismo que había sido prestigioso en las dos décadas precedentes, en los años 80 lucieron liberadoras, frescas y originales. Era el momento de difusión popular del posmodernismo, y las nuevas consignas eran abandonar el modernismo, negar la evolución histórica y cuestionar los relatos totalizadores. Fue la oportunidad para que los realizadores dejaran de sentirse culposos por no ostentar una actitud crítica frente a la identificación, la lógica de causa y consecuencia y el placer de seguir una narrativa. Además estábamos en pleno momento de popularización del arte minimalista, y el estilo despojado de Rohmer también encajaba en esa tendencia.
Más allá de ese aspecto aireado que describí por la negativa, esas películas parecen condensar como pocas algunas de las cosas que asociamos a lo francés: la importancia de la palabra (muchos y extensos diálogos), la delicadeza de los sentimientos, la elegancia discreta y económica, la clarté formal, un tono que no conduce ni al éxtasis ni a las lágrimas sino que actúa como una finísima fragancia evanescente, como la música de Claude Debussy o la poesía de Stéphane Mallarmé. También es francés el retrato del país que el ciclo termina componiendo: La mujer del aviador (1981) es la que más valoriza las calles de París, y son centrales para la anécdota las gares, los ómnibus, subtes, trenes, cafés, parques, quioscos. En las demás películas exploramos otros panoramas: las ciudades chicas con adoquines, castillos medievales y molinos de agua; los balnearios chicos de Normandía o de la costa atlántica cerca de la frontera con España, y algunos de los suburbios, de los feúchos erigidos en los años 50 con influencia del pensamiento funcionalista, y de los más lindos, levantados a partir de los 70. La perspectiva nunca es propiamente turística, pero tiene un gran valor como viaje virtual.
La modestia estilística de Rohmer es tan radical que ni siquiera contiene el gesto de hacer gala de sí misma –lo que, por supuesto, habría dejado de ser modestia–. Aun así, esa opción por la simplicidad termina engendrando, a su manera, aspectos novedosos, ya que Rohmer no siente necesidad de encubrir con volteretas retóricas una sintaxis casi infantil, que puede pegar como las frases superdirectas y las reiteraciones de las prosas archisimples en las literaturas de Marcel Camus o de Marguerite Duras. Para mostrar que Sabine va a la biblioteca se la muestra caminando por la calle y entrando por una puerta; corta a detalle de cartel en la puerta: “Biblioteca”. De ahí cortamos a ella en la calle nuevamente para entrar en otro lado. Los viajes de Louise de Marne-la-Vallée a París y viceversa consisten en planos de ella en el tren yendo hacia la derecha, y luego ella en París; o si no hacia la izquierda, y luego ella en Marne-la-Vallée. Hay algo sumamente franco, conmovedor en ese enfoque directo, quizá porque contiene la sabiduría y el amor de quien logra apreciar la belleza de la imagen sin adornos.
Esas obras concebidas por un sesentón lidiando con jóvenes y adolescentes difícilmente podrían pasar por emblemas generacionales para el público con la edad de los personajes. Las películas están al margen del reviente de cocaína y fármacos o del destape homosexual ocurrido en esos 80. Pero es todo un mérito el que no hayan llegado a lucir envejecidas, anacrónicas, sino que hayan logrado transmitir, y sigan haciéndolo, una enorme frescura. Los diálogos son formidables, y además no están sometidos a la habitual compresión temporal. La conversación final entre François y Anne en La mujer del aviador se extiende por 26 minutos, en el correr de los cuales ella va gradualmente aflojando su tensión defensiva hacia una disposición más abierta, todo un tour de force de escritura y de actuación de Marie Rivière.
Otra cosa notable es que, en esas películas tan llenas de extensos diálogos, en que los personajes dicen de todo, uno termine siempre con la sensación de que lo esencial, al fin de cuentas, terminó sin decirse. Que todas las reflexiones son insuficientes y lo más importante está en el terreno de lo inefable, de la corriente de energía indefinible entre los personajes. Algunas tienen final feliz y otras no, pero todas dejan un sabor ambivalente, con un componente de desencanto y otro que sugiere que el mundo es una fiesta potencial, al poner en juego las distintas posibilidades de lo humano retratadas con tanta compenetración y sagacidad, y dan ganas de estar con esa gente, de participar en esas charlas, o simplemente de seguir apreciando el devenir impredecible y precioso de las combinaciones de personalidades, emociones, caprichos, decisiones y casualidades.
Es notable la creatividad de Rohmer para, dentro de su marco estrictamente naturalista, engendrar situaciones que encajan todas más o menos en la “comedia romántica” pero no tienen, ninguna de ellas, el perfil arquetípico de ese género. El atractivo de las películas depende mucho de los personajes, así que el disfrute variará en función de la mayor simpatía o antipatía que susciten. Por mi parte, no me copé mucho con las heroínas de Amor en la hierba ni de Las noches de la luna llena, así que, sin perjuicio de los varios puntos de interés de ambas películas, me resultan menos atractivas que las demás. Paulina en la playa es quizá la que más me gusta, ya que es una comedia de equívocos entre seis personajes, en la que siempre está pasando algo que entrevera o modifica el panorama, suscitando incluso elementos de suspenso.
Aun en ese marco limitado, hubo un margen de evolución para el siempre inquieto Rohmer, quien, de pronto, luego de Las noches de la luna llena y a pesar del éxito de público, se paspó de las limitaciones y del estrés de lidiar con producciones medianas y optó, para El rayo verde, por un esquema cercano al aficionado: 16 milímetros (véase el granulado, sobre todo en interiores) y un equipo muy chico. Él, que solía escribir sus guiones hasta la última coma, pasó a rodar basado en improvisaciones. En ambos tipos de películas (guionadas o improvisadas) Rohmer muestra, de todos modos, una misma disposición documental, emparentada con la de Agnès Varda, a divagarse con el encanto de los rostros y actitudes de la gente en la calle: quienes se pasean por un parque, clientes de un café, gente que toma sol en una plaza.
Pensando que Rohmer concibió, escribió, produjo y dirigió cada una de estas seis películas, es bastante asombroso que las haya realizado en tan sólo siete años (y no es que haya perdido un año, es que entre la quinta y la sexta hizo otra película más por fuera del ciclo, Quatre aventures de Reinette et Mirabelle). Es posible que su ejemplo haya servido de referencia para Woody Allen; seguro que contó para la trilogía Antes de... de Richard Linklater (1995 a 2013), para el mumblecore, para el coreano Hong Sang-soo.
El esquema habitual de Mubi es que las películas permanecen en línea por un tiempo limitado. Se están subiendo al sitio en orden cronológico, de modo que la primera del ciclo, La mujer del aviador (una de las mejores) no durará mucho. El rayo verde va a subir en un par de días y, la semana que viene, la última, El amigo de mi amiga.