La muerte de quienes dejan una huella en la historia siempre genera revisionismo. No un revisionismo formal, académico, pero sí un análisis retrospectivo a contrarreloj, un repaso urgente por su vida, su legado y sus obras más importantes. La muerte de Fernando Pino Solanas, ocurrida el viernes 6 de noviembre en París a causa de la covid-19, no escapa a esa lógica: durante algunos días se rescataron sus documentales, sus participaciones políticas y las causas que levantó como bandera durante sus 84 años.
Ese flashback iba del arte a la política, del cine al compromiso social y de su ferviente adhesión a sus feroces críticas al peronismo. La espesura y complejidad de la vida de Pino hace imposible trazar un repaso lineal.
Pino deja un legado difícil de dimensionar, que no puede acotarse a necrológicas superficiales, al wikipedismo exprés o a la búsqueda de discursos fascinantes y recientes –el de la legalización del aborto y el derecho al goce que dio desde su banca de senador se viralizó como homenaje–.
No hubo un solo Pino. Hubo muchos. Su vida podría dividirse, por lo menos, en cuatro etapas. Cada una con sus símbolos, particularidades, errores y contradicciones. Su cine militante y La hora de los hornos; la búsqueda por retratar el desarraigo y El exilio de Gardel; su férrea oposición al menemismo y a la ola de privatizaciones durante la década del 90 en Argentina, que derivó en un intento de asesinato –le pegaron cuatro balazos en 1991– y Memoria del saqueo; y la defensa irrestricta de las causas ambientales, canalizada en sus proyectos de ley y sus últimos documentales.
Pero la huella de Pino no se circunscribe a su pensamiento político, su compromiso y su rol como director de cine. Todo eso, digamos, puede verse en Youtube: es lo que está en la superficie. Sin embargo, Pino también construyó por debajo o por detrás de sus películas. Generó algo más potente: la noción de lo perdurable, de lo transformador. Hacia ese viaje vamos.
El llamado a la acción
En la década del 60, Pino Solanas creó –junto a Octavio Getino y Gerardo Vallejo– el Grupo Cine Liberación, un espacio que se proponía empujar al espectador pasivo a la participación activa. Eran los años de La hora de los hornos, el documental-paradigma de Solanas y Getino que marcó un antes y un después en el cine político latinoamericano, y que despertaba conciencias mientras el mundo posaba su mirada en el Mayo Francés.
Para esos directores, entre el espectador y el film debía existir tensión y no autocomplacencia. “Que el espectador que sale de una proyección salga ligeramente modificado: le quedó una imagen, le quedó una idea, un sonido, un silencio, algo cambió en él. Porque si sale igual que como entró, como en un mero entretenimiento, no se cumple la función de alguien que está tratando de ayudar a desarrollar una cultura también audiovisual”, teorizaban.
Esta concepción de la relación entre director y espectador queda plasmada de manera evidente en el inicio de la segunda parte de La hora de los hornos: sobre un fondo negro, una voz en off les habla a las personas que se encuentran del otro lado de la pantalla: “Compañeros: esto no es sólo la exhibición de un film ni es tampoco un espectáculo”, inicia la locución. “Es antes que nada un acto, un acto para la liberación argentina y latinoamericana, un acto de unidad antiimperialista. Caben en él aquellos que se sientan identificados con esta lucha. Porque no es este un espacio para espectadores ni para cómplices del enemigo, sino para los únicos autores y protagonistas del proceso que el film intenta testimoniar y profundizar. El film es el pretexto para el diálogo, para la búsqueda, para el encuentro de voluntades. Es un informe abierto que lo ponemos para debatirlo tras la proyección”.
Luego de ese testimonio, como para seguir incitando a la participación de las personas que observaban el documental, aparece la frase de Frantz Fanon, el intelectual y revolucionario de las Antillas Francesas miembro del Frente de Liberación Nacional de Argelia: “Si hay que comprometer a todo el mundo en el combate por la salvación común, no hay manos puras, no hay espectadores, no hay inocentes. Todos nos ensuciamos las manos en los pantanos de nuestro suelo y en el vacío de nuestros cerebros. Todo espectador es un cobarde o un traidor”.
Cincuenta y dos años después, Rafael Sánchez recuerda esa imagen con nitidez. También recuerda el debate que se originó a partir de que apareció la frase de Fanon. Aunque en los 60 militaba en la izquierda nacional, Rafael asistió a ver La hora de los hornos a una Unidad Básica de San Justo, en la periferia oeste de Buenos Aires, en donde un grupo de personas se juntaron de manera clandestina a ver el film. El salón –recuerda Sánchez– era mínimo, estaba repleto de personas y el humo de cigarrillo lo convertía en un ambiente prácticamente irrespirable.
Éxito afuera, clandestinidad adentro
Paradójicamente, en sus primeros años La hora de los hornos tuvo menos dificultades para verse en el extranjero que en Argentina, en aquel tiempo gobernada por Juan Carlos Onganía, el primero de los tres presidentes que tuvo la dictadura militar que se autodenominó Revolución Argentina (1966-1973). Prohibido y destinado a la exhibición clandestina dentro de su país, el documental de Solanas y Getino se consagró en la IV Muestra Internacional del Nuevo Cine de Pésaro, Italia, en junio de 1968, y más tarde homologaría ese premio en distintos festivales internacionales, fomentados mayoritariamente a partir del Mayo francés.
Si bien la categoría había surgido unos años antes –algunos señalan al Festival Internacional de Viña del Mar 1967 como su hito fundacional–, hacia finales de la década de 1960 se consolidó el denominado Movimiento del Nuevo Cine Latinoamericano (MNCL). Los cubanos Santiago Álvarez (LBJ y 79 Primaveras) y Tomás Gutiérrez Alea (Memorias del subdesarrollo); los brasileños Glauber Rocha (Dios y el Diablo en la tierra del sol y Tierra en trance) y Carlos Diegues (Ganga Zumba), entre otros integrantes del Cinema Novo; el boliviano Jorge Sanjinés (Ukamau y El coraje del pueblo); el uruguayo Walter Achugar (impulsor de los certámenes de cine de la revista Marcha); los chilenos Aldo Francia (Valparaíso, mi amor y Ya no basta con rezar) y Patricio Guzmán (La batalla de Chile) fueron algunos de los principales autores que le dieron forma a la nueva corriente de cine social que predominaba en esta parte del mundo.
Argentina aportó al MNCL la obra más representativa de la época, La hora de los hornos, pero también otras que provenían del mismo Grupo de Cine Liberación, de impronta peronista revolucionaria, y del otro sector relevante de ese tiempo, Cine de la Base, que surgiría unos años después, más vinculado al Partido Revolucionario de los Trabajadores (PRT) y a su brazo armado, el Ejército Revolucionario del Pueblo (ERP), con el director Raymundo Gleyzer como su máximo exponente.
Para los realizadores argentinos, difundir los films dentro del país era prácticamente imposible. Al menos, imposible en el circuito convencional que constituían las salas de la avenida Corrientes, las de los barrios y los cineclubes. La censura de la Revolución Argentina –primero de Onganía y luego de sus sucesores, Marcelo Levingston y Agustín Lanusse– dificultaba la difusión de largometrajes que, en simultáneo, recibían premios en otros países del continente y de Europa. Romper el cerco dictatorial, entonces, aparecía como uno de los objetivos a lograr.
Para qué y para quién
“Lo difícil es liberarse”, dice Pino en el documental Cómo se hizo La hora de los hornos, un homenaje a medio siglo de su estreno. Pino, en ese entonces senador nacional, rememora aquellos años en su casa de Olivos, con sus libros, bibliotecas y el afiche de su emblemático documental de fondo.
El director recuerda el dilema de ese tiempo: el porqué, para qué, para quién. “¿Para qué grabó esta película si no habrá ningún cine que quiera pasarla?”, se pregunta. “Bueno, si la película tiene interés habrá gente que ir a verla a un salón o a una casa particular. ¿Se hace la película por la finalidad de dónde se pasa o se hace como testimonio? Si el testimonio es valioso se encuentra la manera”.
La “manera” tenía algunos antecedentes históricos en el mundo. Un caso semejante puede encontrarse en los años posteriores a la Revolución Rusa, en que se produjeron alrededor de 60 películas agitki (apócope, en ruso, de “agitación y propaganda”) cuyo objetivo principal era respaldar iniciativas políticas y sociales de los bolcheviques. Para exhibir esas agitki se utilizaron medios de transporte como los trenes Lenin o el barco Estrella Roja. Había algo disruptivo: el cine en lugares impensables (o al menos, novedosos para la época).
Si bien no usó esos mismos métodos, el Grupo Cine Liberación, obligado por la censura, montó un circuito paralelo de exhibición que consistía en pasar los films en sindicatos, fábricas, parroquias y casas de familia. En el caso de La hora de los hornos, los tres años de trabajo que llevó hacer el documental sirvieron para que sus directores, Solanas y Getino, consolidaran una relación de confianza y solidaridad con diferentes comisiones gremiales internas de fábricas, con sindicalistas de importancia dentro de los diversos gremios, y con militantes sociales y políticos de la época.
Juan Carlos Ybarra, actual delegado por la Asociación de Trabajadores del Estado (ATE) en el Hospital de salud mental José Borda, recuerda que en los inicios de la década del 70, él y otros compañeros tenían entre sus variadas misiones difundir La hora de los hornos en la periferia sur de Buenos Aires, especialmente en Lanús y Avellaneda, dos ciudades fabriles por excelencia.
La película madre del cine militante estuvo prohibida hasta 1973, cuando la Argentina volvió a vivir bajo la democracia (que duraría poco). Sin embargo, entre 1968 y 1973 circuló gracias a la red de trabajadores, en algunos casos llamados “unidades móviles” o “grupos de difusión”.
El investigador del Conicet (Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas de Argentina) Mariano Mestman rescató un balance de 1970 que realizó el grupo de difusión Rosario, en que se detallaba las inversiones realizadas (la compra de una copia del film y de proyectores de marca Victor) y los sectores con los que se había trabajado políticamente el documental: grupos intelectuales (artistas y profesionales), estudiantiles (universitarios y secundarios), de trabajadores (zonas barriales y villas) y sindicales. Esta experiencia que se observa a partir del hallazgo de Mestman sirve para explicar la teoría del Tercer Cine que predicaban Solanas, Getino y Vallejo, los fundadores del Grupo Cine Liberación, que en marzo de 1969 sostenían lo siguiente: “Se abre la necesidad de un Tercer Cine, de un cine que no caiga en la trampa del diálogo con quienes no se puede dialogar, de un cine de agresión, de un cine que salga a quebrar la irracionalidad dominante que le precedió: de un Cine Acción. Que ahonde en profundidad en cualquier aspecto de la vida del hombre latinoamericano, porque de hacerlo así tendrá que alcanzar de algún modo aquellas categorías de conocimiento, investigación y movilización de las que hablábamos. Este cine tendrá que recurrir y por lo tanto inventar lenguajes, ahora sí realmente nuevos, para una nueva conciencia y una nueva realidad”.
La denominación Tercer Cine buscaba diferenciarse de Hollywood (el primer cine) y del europeo, conocido también como cine de autor (que, para la visión de estos cineastas latinoamericanos, encarnaba un segundo cine). El balance del Grupo de difusión Rosario también consigna, sin dar demasiados detalles, que existían otros grupos en diferentes ciudades del país: Santa Fe, La Plata, Córdoba, Mar del Plata, Tucumán, y varios en Buenos Aires.
Parroquias, facultades y sindicatos
Existen decenas de textos, ensayos y análisis sobre La hora de los hornos y la experiencia del cine con fuerte contenido social y político de los 60 y 70. Sin embargo, son pocos los trabajos que se enfocan y profundizan sobre una de sus particularidades: la exhibición en recintos no convencionales hasta ese tiempo, que tenían un doble objetivo: por un lado, eludir la censura; por el otro, lograr un mayor acercamiento a las clases obreras y propiciar una instancia de debate y discusión.
En esos años de prohibición, Raúl Martínez vio La hora de los hornos dos veces. “Era una película que nos convocaba a todos aquellos que teníamos, por decirlo de algún modo, fuego revolucionario por dentro: éramos jóvenes y había un mandato de época”, cuenta hoy Raúl, que se define como un viejo militante del peronismo de base. La primera vez no hubo problemas: fue en la parroquia Nuestra Señora de las Gracias, en Villa Soldati, uno de los barrios porteños más populares. La segunda, sí: fue en la Facultad de Ingeniería de la Universidad de Buenos Aires, cuando una noche de 1972, mientras un grupo de estudiantes la observaba en el aula 200 del segundo piso, en la sede de la avenida Paseo Colón, apareció la Guardia de Infantería con lanzagases y escopetas, requisó el aula y se llevó el reproductor y varias de las cintas. Con una roldana, los estudiantes quisieron subir algunas latas del documental al quinto piso y esconderlas, pero la Policía también había llegado a ese nivel.
Ybarra evoca: “En 1970, el punto de encuentro eran la iglesia de Pompeya y la parroquia Cristo Obrero y San Blas, en Villa Soldati”. Algunos curas, la mayoría vinculados más tarde al Movimiento de Sacerdotes del Tercer Mundo, fueron claves para la difusión de La hora de los hornos por el solo hecho de haber prestado las instalaciones. Allí se juntaban varias personas y se repartían las latas, el reproductor y otras herramientas en distintos autos para resguardarse de eventuales allanamientos.
Las películas –sobre todo La hora de los hornos, pero también otras como El camino hacia la muerte del viejo Reales– se veían en clubes, parroquias y hasta casas de familia del Gran Buenos Aires. Una de las reuniones más concurridas –rememora Ybarra– fue cuando se exhibió el documental de Solanas y Getino en la casa del hermano de Rogelio Papagno, en aquel tiempo secretario general del gremio de la construcción (UOCRA). Los hermanos Papagno se encontraban en las antípodas ideológicas, una situación que tensó cada minuto de la visualización: siempre podía haber un delator.
Además de estas exhibiciones obreras y artesanales, Cine Liberación contaba con otros adeptos que hacían circular sus películas. Uno de ellos fue el grupo activista Agitación y Propaganda (sí, como el de la Unión Soviética) que conformaron los artistas Roberto Jacoby y Beatriz Balbé, el doctor Antonio Caparrós (padre del escritor Martín Caparrós) y el mismísimo Getino. Agitación y Propaganda tuvo entre sus principales propósitos la difusión clandestina de La hora de los hornos y la publicación de la revista Sobre, en la que se realizaban análisis y ensayos que abarcaban desde la coyuntura política hasta la cultural de la época.
Sobre, que tenía una particular distribución –se ofrecía en un sobre cerrado y proponía que se la pasara, después de leerla, como una suerte de posta–, no resultó la única publicación que se ocupó del cine militante en general y de La hora de los hornos en particular. Aunque la incursión en los medios gráficos no fue exitosa para el Grupo Cine Liberación (en 1972 se publicó Cine y Liberación, pero apenas duró un número), otros medios se encargaron de difundir su obra. En noviembre de 1973, el diario Noticias, apoyado por la organización Montoneros y que tenía en su redacción a periodistas del prestigio de Miguel Bonasso y Rodolfo Walsh, publicó una propaganda sobre el éxito de La hora de los hornos, que, tras cinco años de exhibición clandestina, podía verse en el cine Lorca de la avenida Corrientes 1428. Habían terminado –por poco tiempo– los años de censura. Sin embargo, La hora de los hornos seguía interpelando entre las luces de la avenida Corrientes como lo hacía en la clandestinidad de fábricas, parroquias y sindicatos: “El film aquí se detiene. Se abre hacia ustedes, para que ustedes lo continúen. Ahora ustedes tienen la palabra”.