La última tanda de medidas establecidas por las autoridades gubernamentales para contener la escalada exponencial de la epidemia de covid-19 en Uruguay incluyó volver a cerrar los cines, esta vez del 21 de diciembre al 10 de enero.
Fue un batacazo adicional para uno de los sectores más perjudicados por el contexto pandémico. La exhibición cinematográfica en Uruguay ya había cumplido su debida cuota de sacrificio en los primeros meses del virus, cuando se decretó el cierre total de las salas. En lo que pareció un inicial gesto esperanzador ‒sobre todo en la medida en que la curva de contagio seguía manteniéndose aplanada‒, a comienzos de agosto se autorizó la reapertura, pero con un protocolo severo: higienización frecuente, obligación de usar tapabocas, toma de temperatura a la entrada, una sola función diaria (que luego aflojó a la posibilidad de más de una función, pero con higienización profunda de la sala entre una función y otra), reglas estrictas para el distanciamiento entre espectadores que resultaba en aforos de aproximadamente 30%, y con el cuidado de que nadie se sentara en la primera fila, para aumentar la distancia con los actores en el escenario. La última medida suena medio rara, pero se debe a que, sencillamente, las autoridades no se molestaron en generar un protocolo específico e impusieron al tuntún a los cines medidas pensadas para espectáculos de teatro, música y danza. A no ser que nos tomáramos de forma demasiado literal la anécdota de La rosa púrpura del Cairo, podríamos tener la certeza de que los personajes proyectados en la pantalla están plenamente desinfectados. Esas limitaciones se sumaron a otros problemas: el temor a salir de casa ‒sobre todo entre los más veteranos, un público para nada menor en salas de cine‒ y la velocísima expansión (ocurrida en esos meses de confinamiento a nivel mundial) del visionado doméstico de películas (streaming o piratería). Los cines de perfil comercial, además, sufrieron el hecho de que la mayoría de los distribuidores prefirieron aguantar sus lanzamientos más jugosos para cuando la exhibición se pudiera normalizar. En algunos casos, incluso, optaron por saltearse el estreno en salas y estrenar directamente sus blockbusters en plataformas de streaming.
Entre las cosas que llamaron la atención con respecto a las medidas establecidas para los espectáculos públicos, estuvo el doble criterio con respecto a otro tipo de actividades. El ejemplo más alevoso fueron los ómnibus. Para los ómnibus no se impuso un aforo: tan sólo la obligatoriedad del tapabocas. Pese a que las líneas de transporte urbano son una concesión del Estado, se contempló la situación económica de las empresas frente a la natural caída en el número de pasajeros durante el primer momento de confinamiento, más duro, y se aceptó una disminución en la frecuencia de los ómnibus (cuyo resultado es, obviamente, una mayor concentración de pasajeros en cada unidad, aparte de una baja de la eficacia general del funcionamiento de la ciudad). Es decir, para no perjudicar económicamente al transporte, se tomó una medida que iba en contra de la salud de la población. Y ahora, en el último paquete de medidas (el mismo que impone el cierre total de los cines hasta el 10 de enero, sin apoyo alguno por las pérdidas resultantes), sí se determinó un aforo de 50% para los ómnibus interdepartamentales, con la observación de que “se subsidiará la pérdida que eventualmente puedan sufrir las empresas”.
No se brindó explicación sobre por qué se va a subsidiar por las pérdidas a las empresas de transporte interdepartamental y no a las empresas dedicadas a espectáculos públicos. Suponemos que el motivo es el obvio, es decir, un principio de realidad. No se trata de una diferencia justa entre ambos tipos de empresa, sino de una que responde a un factor de fuerza. Por más que al presidente le guste transmitir una imagen de persona de acción, que comanda, que se hace cargo, sabe perfectamente que una pulseada drástica con las patronales del transporte implicaría dificultades graves, ya que ese sector tiene la capacidad como para detener el país. No pasa lo mismo, obviamente, con los espectáculos públicos.
Más allá de ello, uno se pregunta por la pertinencia de este nuevo cierre de los cines. Por supuesto, todos sabemos que este es un juego complejo que exige cierta flexibilidad, que hay actividades en las que hay que ceder en cierto margen de riesgo sanitario para evitar problemas aún más agudos y que comprometerían gravemente la economía o la salud mental de la gente o, simplemente (como en el caso del transporte), hay situaciones en las que el poder y la voluntad gubernamental son insuficientes para establecer medidas equiparables a las que se aplican a sectores más frágiles. Es preferible que el rigor se aplique por lo menos en esos ámbitos más frágiles, en vez de que no se aplique en ninguno. El asunto aquí es que, de todos modos, uno espera que se aplique el rigor cuando es necesario (por más que no sea posible aplicarlo en todos los ámbitos en que sería necesario), pero no tiene sentido aplicarlo cuando no lo es.
Veamos: un cine es un espacio muy amplio. Por ejemplo, la Sala 1 de Cinemateca, de 174 butacas, tiene 1.060 metros cúbicos. Eso implica que, con el aforo de 30%, tenemos una distribución promedio de 20 metros cúbicos de aire por espectador. Aparte de entrar al inicio de la función y salir de la sala cuando se termina, los espectadores permanecen, por lo normal, fijos en una misma butaca, en silencio, y mirando todos en una misma dirección. Aun sin tapabocas, con la distancia pautada por el protocolo y otras medidas adicionales, el contagio sería sumamente improbable. Con el tapabocas, la chance se vuelve virtualmente nula. Sin embargo, al mismo tiempo que estaba vigente ese protocolo, los ómnibus circularon sin aforo alguno, tan sólo con la obligatoriedad del uso de tapabocas. El volumen del interior de un ómnibus, como comparación, es de aproximadamente 70 metros cúbicos, y con la capacidad colmada de pasajeros sentados y de pie puede implicar que haya menos de dos metros cúbicos por pasajero.
Si todo esto parece meramente teórico, confrontémoslo con los pocos datos existentes. No tenemos información de que se haya detectado algún contagio ocurrido en un cine. En setiembre tuvieron lugar en Europa los festivales de Venecia y San Sebastián, con aforos de 50% y 40% respectivamente (más generosos que el 30% vigente en Uruguay). Estamos hablando de Italia y España, dos de los países más fuertemente afectados por la pandemia. No hubo un solo contagio en ese ámbito. Los datos del Ministerio de Sanidad español difundidos en octubre y referidos a los cuatro meses que llevaban abiertos los cines en ese entonces computaban un total de 8.488 brotes de covid-19, de los cuales uno solo (0,01%) fue en un espacio cultural (no especificado). El estudio, más general (se refiere a datos mundiales), realizado por la London School of Hygiene and Tropical Medicine relevó los tipos de eventos en que se verificaron casos de supercontagio, clasificados en 22 categorías distintas. Esas categorías no incluyen salas de espectáculos (y mucho menos cines). Entre ellas, hay categorías difíciles de esquivar, como plantas de procesamiento de alimentos, prisiones, hospitales, residenciales de ancianos o instituciones educativas. Hay otras a las que sería factible (y, en función de los datos, recomendable) imponer restricciones más severas, como eventos religiosos, fiestas, centros comerciales, comidas, funerales, hoteles. Ningún evento de ese tipo fue contemplado en las medidas anunciadas por el ejecutivo el 16 de diciembre. En un artículo que procesa datos de supercontagios en 28 países, el canadiense Jonathan Kay concluye: “¿Dónde ocurren los eventos de supercontagio de COVID-19? Basado en la lista que construí, la respuesta corta es: donde y cuando sea que haya personas de frente unas a otras, riendo, gritando, alentando, sollozando, cantando, saludando y orando”. ¿Un cine tiene algo que ver con eso? Obviamente, no. Es decir, todo indica que la medida de cerrar los cines afectará a la covid-19 en Uruguay en menos de 0,00%.
Queda el argumento de que lo que se busca no sería evitar los contagios producidos en la sala cinematográfica, sino limitar el movimiento de personas. Pero el movimiento de personas que van y vienen al cine es realmente minúsculo en el contexto actual y, si fuera por eso, no se explica por qué, en el último paquete de medidas, se volvieron a abrir los gimnasios y no se plantearon limitaciones importantes para los bares y restaurantes (salvo la de cerrar a medianoche).
Al principio, los conocimientos sobre este virus se construían in situ, a veces con teorías y proyecciones que se contradecían por la misma dificultad de entrecruzamiento de datos y la exigencia de la inmediatez. Muchas de las medidas tomadas iban más allá de su potencial efectividad, y su implementación pasaba de lo meramente tentativo a lo auténticamente simbólico. Entre estas, una de las más absurdas fue la desinfección de las calles realizada por la Intendencia de Montevideo, ante la que el mismo Christian Di Candia admitió que no tenía un efecto real sobre la posibilidad de frenar el contagio; fue un gesto con un peso más cinematográfico que sanitario.
Sin embargo, la pregunta por este doble estándar entre cultura, gastronomía, religión y consumo no parece tener una respuesta clara, y mucho menos, digna. No sorprendería ‒dado el antecedente ridículo de la norma referida a la primera fila‒ que se haya tomado una medida general sobre “espectáculos públicos” y el cine haya entrado en el paquete sin mucha meditación, en un manejo propiciado por algún jerarca ignorante o perezoso. O quizá, más patético aun, que las autoridades hayan sentido que necesitaban enumerar una mayor cantidad de ítems para transmitir la impresión de que estaban tomando “muchas medidas”, algunas de ellas drásticas (cesar totalmente determinada actividad), y eligieron para ello una actividad especialmente débil en su poder de reivindicación. La otra hipótesis sería que, frente a la iniciativa tajante de la intendenta Carolina Cosse de suspender el carnaval montevideano, las autoridades se hayan empeñado, por una cuestión de imagen política, en no parecer menos en ese juego de dar la impresión de que se hacen cargo y actúan con firmeza. Cualquiera de estas opciones se centra en una idea más o menos abstracta de la impresión o imagen pública que se quiere transmitir, más que en la eficacia de medidas concretas que pudieran tener un efecto directo en la prevención del virus.
Sea como sea, la actitud que se demuestra con esta medida improcedente es la de desconsideración por la cultura (la cultura en sí misma, y además las personas que la realizan y operan). En un momento en que la exhibición cinematográfica vive su mayor crisis, es un golpe bajo andar jugando con el cine nada más que para producir una impresión sobre la opinión pública con medidas vacías. El mundo del cine no es sólo uno gobernado por productoras y grandes conglomerados de salas, sino uno en el que trabajan programadores, proyeccionistas, administrativos, boleteros, acomodadores, limpiadores, cadetes y administrativos, del que depende una frágil producción artística e industrial nacional y que logra formar a público que en muchos casos ha encontrado en ese medio una entrada a la cultura que no se ha mostrado tan permeable en otras ramas. Por si fueran pocas las dificultades que hay que enfrentar, es obviamente desalentador no poder ni siquiera trazar un plan (fechas de estrenos, publicidad, la campaña de socios de Cinemateca, mantener en el público el hábito de ver cine en pantalla grande y con buen sonido) porque, sin motivo alguno que lo permita prever (o que por lo menos se justifique), el Ejecutivo puede decidir cualquier cosa y trastocar todo.