Si bien es probable que los críticos literarios no concuerden con que “La tregua es uno de los mitos fundacionales de la literatura latinoamericana contemporánea”, como anuncia el comunicado de prensa del Ballet Nacional del SODRE (BNS), lo que seguramente genere consenso y no deje lugar a dudas es que el elenco estatal ha realizado, bajo la dirección de Igor Yebra, una magnífica traducción de la novela de Mario Benedetti al lenguaje de la danza. Una producción que emociona tanto o más que el propio texto, captura de manera magistral su quintaesencia y se perfila como una de las mayores creaciones con rúbrica del BNS.

Aunque no sea estrictamente necesario, no está de más leer o repasar la obra de Benedetti antes de ir a verla al teatro y sumergirse en ese universo que, al decir de quien fuera el gran crítico de su generación, Emir Rodríguez Monegal, arranca desde una ubicación concreta en la oficina, en el mundo de la subordinación jerárquica, de la injusticia presupuestada, de la cronología, el calendario y la contabilidad.

Benedetti retrata un Uruguay que duele y unas criaturas irremediablemente mediocres, atravesadas por el sufrimiento, la frustración y la vacuidad cotidiana. Cómo haría Yebra para recrear esos seres opacos, postergados, que sueñan con jubilarse o ganar la lotería, sin caer en el alarde de grises, cómo representarían de forma corporal la historia de un viudo atribulado por la relación con sus hijos y sus jefes, que está narrada en forma de diario íntimo, con un tono confesional, sin caer en la monotonía, era algo que más de uno se debe de haber preguntado.

Pero así como la literatura es una poderosa arma para explorar la realidad, la danza no es menos contundente y tiene sus recursos a la hora de reflejar las poderosas corrientes subterráneas que la atraviesan. Yebra –que acaba de ser nombrado Ciudadano Ilustre de Montevideo– contó con un equipo de artistas inmejorable para llevar adelante el proceso creativo y prorrogar en la danza una narrativa tan montevideana. Gabriel Calderón y Marina Sánchez se encargaron de la dramaturgia y la coreografía, respectivamente. A ellos hay que agradecerles la correctísima traducción de literatura al lenguaje de la danza, la profunda comprensión de los personajes y su entorno para su posterior caracterización y la realización de sus ejecuciones, el destaque de los principales momentos dramáticos y su reorganización poética.

Al acierto del abordaje interdisciplinario se suman las consignas planteadas en el punto de partida: que la creación fuera libre, atemporal, no literal y centrada en la historia de amor entre Martín Santomé y Laura Avellaneda. También el hecho de que la traducción no se pareciera al original sino que –parafraseando a Jorge Luis Borges– condujera a él. Calderón hizo hincapié en esa consigna en el entendido de que el original no se puede duplicar y la traducción conlleva un proceso de pérdidas y creaciones; así lo explicó en una charla que brindó, en el marco de las celebraciones del centenario del nacimiento de Benedetti, la Casa de Alicia (la Cátedra de Alicia Goyena) junto con la Fundación Mario Benedetti. “Nosotros tenemos otra responsabilidad que es encontrar otra obra, impulsados por La tregua y también imantados por ella. Queríamos que quien salga de ver La tregua salga con preguntas, curiosidades, con ganas de ir hacia La tregua de Benedetti. ¿Qué es ese material tan fuerte, tan potente, que crea este mundo en otro campo del lenguaje?”, mencionó.

Lo lograron plenamente. Hay un ida y vuelta entre ambas piezas que hace que la primera sea vista con nuevos –y mejores– ojos luego de ver la notable performance del BNS, algo que está directamente relacionado con la profunda conexión entre los integrantes del equipo, que salta a la vista al ver el resultado. Sánchez, que ya había realizado para el BNS obras más pequeñas, como Zitarrosa entre todos y Encuentros, maneja con soltura el amplio lenguaje de la danza. La coreografía transcurre con la fluidez de la cursiva en una adecuada fusión de ballet clásico, neoclásico, danza contemporánea y tango en puntas. La música –que es como la taquigrafía de la emoción (Tolstoi dixit)– creada para la pieza por Luciano Supervielle lleva junto a la danza las emociones de los personajes directo a la platea. Con amplísimo registro incluye intervenciones sobre música clásica, delicadezas como el movimiento lento de La patética de Beethoven, y una versión realizada con dos guitarras de una pieza compuesta para un dúo de mandolinas por Vivaldi, además del hip hop y el tango al mejor estilo de Bajofondo que son sello personal de Supervielle.

Foto: Alessandro Maradei

Foto: Alessandro Maradei

Por ejemplo, mientras Sánchez se vale de movimientos secos, entrecortados, repetitivos, maquinalmente rítmicos y más propios de la danza contemporánea para recrear la vida en la oficina con un pasito tipo militar, Supervielle propone una partitura en base a tecleos, cliqueos, martilleos, golpeteos y otros sonidos propios de una oficina de hace varias décadas, con un ritmo de candombe. En otros pasajes, en donde la protagonista es la ciudad, la presencia del tango aporta un toque de vitalidad callejera, una identidad propia netamente contemporánea y rioplatense, al tiempo que enfatiza el divertimento o sirve para exorcizar frustraciones y nostalgias.

El vibrante universo creado por el BNS en torno a La tregua se complementa con un vestuario de paleta colorida pero sin estridencias que se torna completamente gris en horarios de oficina, ideado por el escenógrafo Hugo Millán. Millán también ideó una escenografía consistente en una serie de cubículos de cuatro metros de alto que por momentos hacen las veces de edificios, apartamentos, cuartos, oficinas, y recuerdan inevitablemente a celdas, jaulas o persianas (aquellas persianas bajas y negras que pintaba el uruguayo Manuel Espínola Gómez). A esa suerte de panóptico que los bailarines mueven ágilmente en escena (en contrapunto con las palaciegas y estáticas escenografías que caracterizan al ballet clásico) se suma una mesa que convoca a la reunión familiar donde se pueden palpar los lazos y tensiones entre sus integrantes, o hace las veces de un escritorio escenario de luchas, de breves y torpes interacciones, o es el punto de encuentro en un bar donde unas manos temblorosas de juntan. Las luces de Sebastián Marrero rematan la atmósfera adecuada para cada escena.

Foto: Alesandro Maradei

Foto: Alesandro Maradei

En otro idioma

La obra comienza a oscuras con el telón bajo y el sonido grave de un chelo. La presentación inicial de los personajes da lugar a una representación de la ciudad (esa ciudad que para Santomé “en horario de oficina es otra”) a cargo del cuerpo de baile, que se luce al ritmo del compás rezongón. La primera impresión es que la representación de esos uruguayos de los años 60 es demasiado colorida para la grisura imperante en aquellos tiempos y en las páginas del libro, pero de eso se trata precisamente el crear otro universo, un universo que por momentos se apega y en otros se aleja saludablemente del original.

Resulta curioso que hayan optado por nombrar a uno de los roles principales como el Azar y no como el Destino o, directamente, la Tragedia o la Muerte, lo que permite entrever las conversaciones del equipo en torno a la reescritura del guion, y los diferentes matices que habrán tenido en cuenta. El otro rol es la Rutina, que se instala en la nuca y en los hombros de Santomé, molestándolo, y no sólo es un peso terrible porque le ha escatimado los sueños y deseos más profundos, sino que actúa como una suerte de otro yo que se encarga de mantenerlo en “su lugar” en la llamada zona de confort y, de alguna manera, “protegerlo”. El Azar, más propio de los juegos de mesa, deja entrever que no siempre se cae del lado de la fatalidad y permite –en juego con la Rutina– visualizar la lucha por salir de la opacidad del personaje principal.

Foto: Alessandro Maradei

Foto: Alessandro Maradei

La obra se articula en nueve escenas sin intervalos. En ellas vemos pasar las disputas en el hogar y la oficina –las trivialidades, dificultades y rencillas cotidianas de las que está plagado el libro–, todo eso que el personaje siente que no queda otra que aguantar y parece que nunca va a terminar, excepto, tal vez, cuando llegue el tan ansiado descanso. Sánchez cuenta que optó por la danza clásica y los pasos con mayor dificultad técnica para el destaque de los solistas y por hacer en cámara lenta los movimientos vinculados a la lucha porque generan una tensión más efectiva que la propia pelea agresiva y violenta a velocidad, y otorgan una calidad más plástica y artística a la acción.

Hay innumerables momentos de embriagadora belleza. Entre las escenas más memorables está la que retrata la tregua propiamente dicha –la del título–, cuando la vida comienza a sonreír para los protagonistas, en la que uno no puede más que dejarse seducir por los movimientos, los colores, la música y la notable plasticidad de los bailarines. Ese es un momento de clímax previo al desenlace que hace al núcleo dramático.

No es la idea de esta cronista revelar nada que tenga que ver con el desenlace de la novela o la obra, sólo agregar que todo comienza con un atronador sonido de tormenta. Sí cabe resaltar que Yebra y su equipo supieron rescatar la esencia de la novela y dotarla de nuevas tonalidades y acordes.

La primera bailarina uruguaya Vanessa Fleita está espectacular en el rol del Azar; una artista con una imponente presencia en escena que no deja de sorprender con su magnetismo y que sabe calibrar sus emociones para dar lo justo para su personaje. Una artista que, al decir de Sánchez, “puede estar parada en la mitad del escenario mirando y ya proyecta miedo”. Quienes la hayan visto en su papel en Hamlet ruso pueden asegurarlo.

El primer bailarín Ciro Tamayo está completamente bajo control ya sea a la hora de representar las cavilaciones introspectivas de Santomé como de transmitir grandes pasiones, para moverse con parsimonia como para realizar rutinas más complejas con absoluta precisión sin demostrar ninguna clase de esfuerzo. “Ciro es un gran artista aparte de su destreza técnica. Yo necesitaba bailarines que cuenten la historia más allá de hacer seis piruetas. Lo más importante es la proyección que tiene el bailarín, las miradas, la sensibilidad, lo que transmite, y si todo eso lo acompañamos con técnica, perfecto”. Tamayo es además un cuidadoso partenaire y siempre es un placer verlo en escena, en este caso junto a Nadia Mara.

Foto: Alessandro Maradei

Foto: Alessandro Maradei

Mara, primera bailarina uruguaya, que se encontraba bailando en el Atlanta Ballet y fue invitada por Yebra para bailar en Oneguin hace más o menos un año, brinda una correctísima interpretación de Laura y está especialmente brillante en el pas de deux en el que se produce el primer acercamiento entre ella y Santomé. Acaoa Theóphilo (Rutina) hace sentir en los huesos del protagonista y del espectador todo su peso.

No se puede más que felicitar a Yebra por esta producción, por el buen trabajo realizado puntualmente y en todos estos años, y por el derroche de talento. La tregua es una obra que de seguro será bien recibida dentro y fuera de fronteras cuando el escenario mundial se torne más amable y pueda reencaminar sus pasos para salir de gira. Mientras tanto, no queda otra que estar atentos para ver si se devuelve alguna entrada para verla en el Auditorio –ya que con el aforo reducido por el protocolo sanitario las entradas se agotaron volando– o disponerse a verla por streaming mañana, para toda América Latina, a través de la plataforma www.teatroamil.tv/.

La tregua

Director: Igor Yebra
Ballet Nacional SODRE (BNS)
Dramaturgia: Gabriel Calderón
Coreografía: Marina Sánchez
Música: Luciano Supervielle
Escenografía: Hugo Millán
Luces: Sebastián Marrero
Función estreno: 25 de noviembre
Martín Santomé: Ciro Tamayo
Laura Avellaneda: Nadia Mara
Azar: Vanessa Fleita
Rutina: Acaoa Theóphilo
Sobre texto de Mario Benedetti
Vivo por streaming el sábado 5 a las 20.00 en https://www.teatroamil.tv/

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