El miércoles hubiera cumplido 100 años Toshirō Mifune (1920-1997), el actor japonés más conocido en Occidente, que está muy asociado con la filmografía de Akira Kurosawa y con la popularización, fuera de Japón, de la figura del samurái.
En 1946 Toho, una de las grandes productoras cinematográficas de Japón, emprendió un llamado de “nuevos rostros” para sus películas, de modo que se estableció un jurado y miles de jóvenes comparecieron para mostrar su talento. Kurosawa integraba el staff de directores de Toho y, en ese tiempo, estaba filmando No me arrepiento de nuestra juventud, su quinta película. En un intervalo del rodaje, se escapó a chusmear el test. “Abrí la puerta y me quedé paralizado de deslumbramiento. Un joven giraba por la sala en un violento frenesí. Asustaba tanto como observar a un animal salvaje herido o preso en una trampa e intentando liberarse. Me quedé petrificado. Ese hombre no sentía realmente bronca, sino que había elegido ‘la broncaʼ como la emoción a expresar en su test. Estaba actuando. Cuando terminó su desempeño, regresó a la silla con un aire de cansancio, se dejó caer y empezó a mirar a sus jueces en forma amenazadora”.
Kurosawa sabía que esa actitud era una forma de disfrazar la timidez, y también sabía que el jurado bien podía tomarla como insolencia, así que compareció expresamente en la instancia de deliberación y peleó por que el joven fuera aprobado. Finalmente, se salió con la suya.
La llegada de Toshirō Mifune al test de actuación fue fortuita. Su padre era fotógrafo comercial, y Toshirō heredó el oficio. Durante la Segunda Guerra Mundial, sirvió especializándose en fotografía aérea. Terminada la guerra, un amigo camarógrafo de Toho quiso contratarlo como asistente, pero la administración rechazó la propuesta. Consciente de que Mifune era pintún, tenía una expresión fuerte y que necesitaba trabajo desesperadamente, el amigo le recomendó que se presentara al llamado para “nuevas caras” y, quién sabe, una vez dentro de Toho, podría transferirlo al departamento de cámara. A Mifune no le fue bien en el test, jamás había actuado ni pretendido actuar, los jurados le pedían que expresara determinados sentimientos y él no sabía cómo hacerlo. Cuando llegó el momento de la bronca, al contrario de lo que interpretó Kurosawa, que se sorprendió en ese momento, él no estaba sólo actuando, sino que estaba legítimamente frustrado ante la situación de tener que hacer algo para lo que no estaba preparado, y para lo que no sentía vocación. Los jurados consideraron que había sobreactuado el sentimiento, y si no fuera por la intervención de Kurosawa, no habría sido aceptado.
Así nació uno de los más grandes actores de la historia del cine.
Los términos del concurso incluían un entrenamiento intensivo durante seis meses, así que, cuando transcurrió ese período, en 1947 debutó como actor en dos películas de experimentados directores, Senkichi Taniguchi y Kajiro Yamamoto. Kurosawa aguardó a que adquiriera un poco de experiencia y, luego de eso, lo acaparó. De las 17 películas que dirigió entre 1948 y 1965, Mifune participó en 16. En las primeras, conformó un dúo con el más veterano Takashi Shimura, con quien compartió el protagonismo hasta Los siete samurais (1954). Luego, fue el protagonista absoluto en casi todas las demás. Su primer papel para Kurosawa fue en El ángel ebrio (1948), donde hizo de un yakuza tuberculoso de espíritu rebelde. Ese rol lo convirtió en estrella.
El método Kurosawa
Las cualidades de Mifune eran perfectas para la concepción actoral de Kurosawa: no naturalista, y basada en una explicitación de las emociones que se trasladaba a todo el cuerpo. Era un estilo originado en el cine mudo, que Kurosawa recuperó para el cine sonoro, y que en el que lo plástico, lo gráfico, el choque de direcciones en el montaje o en los movimientos de cámara, tenía un papel muy prominente. En Kurosawa, la persona triste anda despacio, con las piernas flojas y la cabeza gacha; el que se sorprende abre bien grandes los ojos y la boca, y su torso tiende a inclinarse hacia atrás; y si en un grupo de personas sentadas alguien se sobresalta, entonces se para y camina de un lado para otro mientras grita y gesticula. Kurosawa sigue: “Mifune tenía una especie de talento que nunca antes encontré en el mundo cinematográfico japonés. Era estupenda, sobre todo, la rapidez con que se expresaba. El actor japonés común necesita diez pies de película para causar algún efecto; Mifune necesitaba tan sólo tres. La velocidad de sus movimientos era tal que, en una única acción, él ya contó lo que actores comunes expresarían en tres movimientos separados. Expresaba todo con coraje y objetividad, y su timing era el más agudo que haya visto en un actor japonés. Y, sin embargo, con toda su presteza, también tenía sensibilidades sorpresivamente delicadas”.
Rashomon
Cuando estaba preparando Rashomon (1950), en la que Mifune interpreta a Tajomaru, un ladrón asesino y violador del siglo VIII, Kurosawa se encontró con uno de los documentales-safari de Martin y Osa Johnson, en que aparecía un león. Se le ocurrió que ese animal tenía que ser el modelo para la actuación de Mifune: lo vemos recostado somnoliento, confiado en su propio poder, entreabriendo el ojo, rascándose perezoso. Atado, habla sacudiendo los hombros, como si las cuerdas apenas pudieran contener su energía. Se agazapa y se lanza para atacar. En medio de la floresta, baja un cerro a la carrera y a los saltos, con agilidad y velocidad felinas (que la cámara de Kurosawa aprovecha para unos planos vertiginosos, con el fondo volando atrás de la figura, una de las marcas registradas del director).
No conozco una anécdota sobre la concepción de su Kikuchiyo, el campesino huérfano marginal que quiere hacerse pasar por noble en Los siete samurais, pero apostaría que, en ese caso, el modelo fue un mono. Con el físico formidable que tenía Mifune a los 33 años, Kikuchiyo salta, mira girando la cabeza nerviosamente, hace morisquetas, se rasca, corre hacia un rincón y se agacha abruptamente, trepa un árbol en un santiamén. Y grita con una voz aguda, chillona, porque el expresionismo actoral de Kurosawa y Mifune no era sólo visual, sino que se trasladaba a la emisión vocal. Entonces Tajomaru, el león, gruñe, mientras que Kikuchiyo, el mono, chilla. Los personajes veteranos, nobles y revestidos de una autoridad natural, usan una voz grave que parece salir de la profundidad de la tierra, pero si son medio callejeros, como el Sanjuro del díptico Yojimbo (1961) y Sanjuro (1962), entonces la voz es un poco ronca, desgreñada como su pelo. Es que Mifune fue sensacional también en lo vocal.
Durante esa extensa etapa de su carrera, Kurosawa estuvo tan maravillado con Mifune que le asignó todo tipo de papeles. Incluso, teniendo a disposición un actorazo veterano como Shimura, prefirió recurrir a Mifune, que tenía sólo 35 años, para hacer el abuelo gruñón asustado frente al peligro atómico, en Ikimono no kiroku (“Registro de un ser vivo”, 1955). Fue también un Macbeth demente, maquillado con unas teatrales ojeras, en Trono de sangre (1957); el empresario maduro y humanista en El cielo y el infierno (1963), y finalmente el dedicado médico de provincia en La bondad humana (Akahige, 1965), su último rol para Kurosawa.
Sus destrezas físicas incluyeron, además de una flexibilidad, fuerza y resistencia impresionantes, mucha ductilidad como jinete. También tenía una especial habilidad para, siendo diestro, manejar la espada con la mano izquierda. Gracias a ella, vemos a Sanjuro, luego de 35 segundos de total inmovilidad, asestarle ese corte traicionero al corazón del personaje de Tatsuya Nakadai, propiciando un violento chorro de sangre; y también revistió de credibilidad a su Musashi Miyamoto, un samurái ambidiestro: lo hizo en la trilogía biográfica dirigida por Hiroshi Inagaki, 1954-1955, que le dio la oportunidad de mostrar la amplitud de su talento, evolucionando paulatinamente desde el joven agresivo y salvaje al sabio veterano impregnado de budismo zen. Su extensa filmografía incluye colaboraciones con los mejores directores japoneses anteriores a la nueva ola de los años 60: Kenji Mizoguchi, Mikio Naruse, Keisuke Kinoshita, Ishiro Honda, Masaki Kobayashi (todos los grandes, salvo el intimista Yasujiro Ozu, cuyo cine era incompatible con sus atributos actorales).
Al final de su vida, dijo que lo único que había hecho y que lo dejaba realmente orgulloso eran sus roles para Kurosawa. Nunca quedó claro el porqué del “divorcio” operado luego de Akahige. Quizá haya sido una cuestión económica: en 1963 Mifune fundó su propia productora, a la que, en un primer momento, le fue muy bien. El exigente Kurosawa, sin embargo, sin pagarle más por cada papel, le exigía una enormidad de tiempo por cada película, durante el que Mifune, además de dejar de ganar todo lo que podía, vendiéndose al mejor postor, acumulaba deudas porque tenía una empresa y empleados bajo su responsabilidad. Kurosawa parece haberse ofendido, y, por ello, el mundo se perdió las maravillas que Mifune habría podido hacer si hubiera protagonizado Kagemusha (1980) o Ran (1984), en lugar del excelente pero medio teatral Nakadai.
Bonus track
Mientras tanto, hizo cierta carrera internacional, cuyo punto más destacado posiblemente sea el soldado japonés que se pelea con Lee Marvin en una isla desierta, en Infierno en el Pacífico (1968, de John Boorman). Hizo montones de roles indignos, por los que le pagaron mucho más de lo que solía cobrar un actor en Japón: fue un mexicano en Ánimas Trujano (1961, de Ismael Rodríguez, México), integró un bizarro trío internacional con Charles Bronson y Alain Delon en el western Sol rojo (1971, de Terence Young, Estados Unidos), fue un esquimal en La sombra del lobo (1992, de Jacques Dorfman, Canadá). Y mientras tanto hizo innumerables papeles de almirante de la Segunda Guerra Mundial, en películas en las que no le tocaba mucho más que observar el horizonte con los binoculares, bajarlos con expresión preocupada y emitir algún comando (en Occidente las más conocidas de estas son La batalla de Midway, de Jack Smight, 1976, y la comedia 1941, de Steven Spielberg, 1979).
El vínculo entre Mifune y Kurosawa es comparable con otras colaboraciones, como las de John Wayne con John Ford o la de Robert De Niro con Martin Scorsese. Potenciar con sus capacidades extraordinarias 16 películas de uno de los más grandes genios del cine ya es mérito suficiente para cualquiera. Pero se pueden señalar algunos puntos adicionales.
Al ganar el Festival de Venecia y, luego, el Oscar a Mejor Película Extranjera, Rashomon reveló el cine japonés en Occidente. Luego de ello, Los siete samurais y la trilogía de Miyamoto Musashi presentaron internacionalmente el universo de los samurais. En Occidente, su Musashi y su Sanjuro establecieron la noción del ronin solitario, itinerante, que vaga sin rumbo en busca de aventuras. Callado, misterioso, desapegado, parece llevar cicatrices en el alma cuyas causas jamás sabremos, y por las cuales, suponemos, desarrolla una superficie dura, que lo deja indiferente a la admiración y agradecimiento de todos aquellos inocentes para quienes restituye la paz y la justicia con base en su ingenio y en unas habilidades de lucha que lindan con lo sobrehumano. Claramente inspirado en el cowboy solitario a la manera del Shane, en El desconocido (de George Stevens, 1953), la versión más exagerada encarnada por Mifune terminó rebotando en el spaghetti western, empezando por la “trilogía de los dólares” de Sergio Leone (1964-1967), y luego fue trasladada a Estados Unidos por el actor principal de esta, Clint Eastwood. A partir de ahí, prácticamente redefinió el concepto occidental del héroe, o al menos instaló una tipología nueva. Piénsese que la Star Wars original (1977, de George Lucas) es, en buena medida, una adaptación a la ciencia ficción fantasiosa de La fortaleza escondida (1958, de Kurosawa, en la que el personaje de Mifune sería algo lejanamente parecido a Obi-Wan Kenobi).
La pura belleza atlética de sus ágiles movimientos físicos, el poder de ese modo suyo de caminar con los puños cerrados, la fuerza de su mirada y sus labios crispados, junto a la capacidad para transmitir nobleza, entereza, maña, indolencia, desfachatez, compasión y, por supuesto, bronca, contribuyeron a llenar de vida y hacer aún mejores las muchas grandes películas en las que participó.