La Montevideo casi desierta de hoy quizá es el escenario más propicio para imaginar, hace exactamente 100 años, al equipo de producción de Pervanche, la primera película de ficción uruguaya, circulando en un Ford T a todo trapo. Para figurarse a Gladys Cooper de Buck, inmersa en su rol de Pervanche, actuando frente a la cámara sufrimiento, coqueteos, destreza física; a Prudencio Ellauri fingiendo su plan maquiavélico de seducción; a Alfredo Zumarán simulando una resurrección y, posteriormente, una nueva muerte. Y para fantasear con un desolado escenario de guerra y con confinadas fiestas aparatosas. La película terminaría por estrenarse el 11 de junio de 1920, en el Teatro Solís, pero por estos días director, camarógrafo y cast ocupaban calles y casonas del Prado, Parque Batlle, Pocitos y Punta Carretas –las zonas más cinematografiadas de nuestro cine silente– “despertando la tranquilidad burguesa de la aldea con el espectáculo novedoso [de la filmación]”, dictó complacido un cronista de la época.
Pero ni el económico Ford en el que circulaban ni la referencia a la burguesía anestesiada (y la necesidad de dejarla atónita) debería confundirnos acerca del origen proletario de la película. En Uruguay fue la elite –y no es exclusividad– la que incursionó en la producción cinematográfica de ficción, y concretamente, la elite femenina. Las asociaciones benéficas, de hecho, entendieron desde muy temprano al cine como potencial instrumento para su acción filantrópica: organizaron festivales y eventos alrededor de él y se lanzaron, más tarde, a la producción de cortos documentales y largometrajes ficcionales. En 1915, de hecho, la Liga de Damas Católicas del Uruguay planeó, con objetivos siempre benefactores, una película sobre la vida de José Artigas que nunca llegó a concretar. Lo logró Entre Nous, otra asociación benéfica, con Pervanche, descartando la idea de construir la nación a fuerza de celuloide, a la que sustituyó con la de escenificar un cosmopolitismo capaz de mimetizarse con las grandes superproducciones estadounidenses y europeas que ocupaban, al momento de su estreno, las 63 salas esparcidas por toda la capital, para una masa de espectadores ávidos que, siempre en 1920, superó los cuatro millones. Parte de ese público llenó dos veces el Solís para verla. Y aunque se intentó reprogramar meses más tarde, no hay evidencia de que se haya hecho. Y aquí el spoiler alert más spoiler que uno podría dar cuando habla de una película: quienes estén pensando en abandonar la página para buscarla en la red no malgasten su tiempo. Hasta que alguien encuentre una copia en la buhardilla de su casa, Pervanche forma parte del 80% de las películas silentes perdidas a nivel mundial.
La(s) trama(s) de Pervanche
Su extravío tiene el sabor de la leyenda: un marido destruyó la cinta por celos del nitrato rival. El culpable parece haber sido, aunque poco importa si la versión es cierta o no, el consorte de una de las principales artífices de la empresa, María Magdalena Villegas de Souza. Ella eligió, para dar título a la película, la novela de la entonces famosísima escritora francesa Gyp y, para su trama, el texto de Jules Sandeau Mademoiselle de la Seiglière (1848), tomándose la libertad de actualizar las coordinadas temporales: el período posrevolucionario por la Primera Guerra Mundial. El resto, intacto, incluso la ambientación gala: Uruguay se volvía –gracias a la magia del cine– Francia. Como director, Entre Nous, optó por el argentino León Ibáñez Saavedra, colaborador del diario uruguayo La Noche (que lo presentó en una previa como “marino, literato, pintor y, ahora, director peliculero”), para la realización por la uruguaya Empresa Cinematográfica Nacional Oliver y Cía., mientras que la popular orquesta del uruguayo Carlos Warren acompañó su estreno con una melodía especialmente adaptada para la obra. Y si el lector piensa que me atacó, de sopetón, un brote de patriotismo, está muy equivocado: la insistencia sobre lo uruguayo es pura “conversación” con Manuel Martínez Carril (ver recuadro).
De la película quedó un puñado de fotos de escena borrosas, varias previas, alguna entrevista, numerosas reseñas y descripciones detalladísimas de su trama.
Tiene como centro a un marqués de Monfort al borde de la ruina, instalado con su hija Pervanche en el cottage de su antiguo castillo, gracias a la caridad de Camilo, su mayordomo histórico y actual propietario. Pero la suerte del marqués cambia cuando Pierre, hijo de Camilo, muere en la guerra: el sacrificio patriótico beneficia a la casta pues Camilo, sin descendencia, devuelve los bienes al marqués, para morir poco después. Y es ahí donde podemos imaginar que empieza, verdaderamente, la acción. La reapropiación de los bienes marca el regreso a la vida mundana y fastuosa de los Monfort con la correspondiente cadena de intrigas y seducciones, especialmente, de hombres fatales interesados en la fortuna de la protagonista. Esta vuelta al orden (o al desorden) es interrumpida por el regreso inesperado de Pierre, que reclama su patrimonio. Siguen malentendidos y conflictos con la protagonista, a propósito de los bienes, al punto de que el joven intenta el suicidio y, posteriormente, desaparece. La historia se cierra con el matrimonio entre ellos. Un final romántico que funciona, además, como feliz muestra de una posible movilidad social, promesa que el cine no deja de hacer a su audiencia.
Con una trama movida, de ires y venires, enmarcada en el despliegue mundano, la película cumplía con las exigencias de buena parte de la cinematografía melodramática de la época, sobre todo de la europea que, a pesar de la violenta hegemonía estadounidense de posguerra, seguía cautivando impertérrita a la audiencia latinoamericana. Basta pensar en las suntuosas Tosca, protagonizada por Francesca Bertini, o Carnevalesca, por Lyda Borelli, estrenadas con gran éxito ese mismo año en la capital (de la última, 60 años después, una copia uruguaya serviría a la Cineteca di Bologna para su restauración).
Del charruismo ambiente y cómo incide en nuestra mirada
Tras el estreno, la crítica se dividió en dos bandos. Uno que la denostó por sus carencias respecto de aquellos venerados modelos extranjeros y por la elección de un guion “sin valor dramático, ni social, ni literario, ni histórico”, se leyó en El País. Otro que consideró a esta primera producción nacional como mera prueba y discutió, amplificando la mirada, sobre las distancias insalvables que mediaban entre las poderosas industrias cinematográficas del norte y las artesanales y precarias manufacturas del sur, con la escritora Teresa Santos de Bosch (Fabiola) a la cabeza, desde La Razón. En la misma línea lo entendió La Noche, donde se leyó: “Continúa imperando entre el charruismo ambiente, la desdichada práctica de ser excesivamente severos con todo lo que en cuestiones de arte aquí se produce, mientras se aceptan los más absurdos adefesios que nos arrojan del exterior”. Ojalá algún día la película aparezca: recuperaríamos una pieza clave de nuestra historia del cine y podríamos elegir, también nosotros, uno de los bandos.
Pervanche por Martínez Carril
En el artículo “Paradojas y contradicciones de la curiosa historia de la filmografía uruguaya”, Manuel Martínez Carril liquida a la película en pocas frases y, en buena parte, por el origen foráneo de su director. Una movida que desestima la orientalidad de sus organizadoras, de su elenco, de su confección, de la casa productora y de los escenarios. Y que olvida, por un momento, porque Martínez Carril lo sabía bien, que desde sus inicios el cine fue una empresa transnacional. Cito su versión de la cosa: “En 1919 se rueda Pervanche, extraña mezcla de exposición agropecuaria y romance sentimental que nadie conoce porque el director León Ibáñez Saavedra tropezó con un marido indignado que hizo destruir todas las copias de una película que él creía pecaminosa. El dato importa poco porque Ibáñez Saavedra, tío de Matilde Ibáñez, formaba parte de la rama argentina de la familia de quien sería esposa de Luis Batlle Berres y madre de Jorge Batlle. El cine en el Uruguay seguía en manos argentinas”.