Un hombre blanco heterosexual se puede pasar la vida entera leyendo novelas con protagonistas iguales a él, sin incursionar jamás en un punto de vista radicalmente distinto del suyo, y ser considerado perfectamente culto. El propio Vladimir Navokob, cuando le escribió al crítico Edmund Wilson para que este le recomendara dos escritores ingleses para analizar en su famoso curso de literatura europea, le dijo a Winston, cuando este afirmó que para él los dos mejores escritores de habla inglesa eran Charles Dickens y Jane Austen: “No me gusta Jane; en realidad tengo ciertos prejuicios contra todas las escritoras. Están en otra categoría. No soy capaz de ver nada en Orgullo y prejuicio...”. Eventualmente Navokob cedió a la sugerencia de Winston de que leyera Mansfield Park, se sorprendió gratamente y lo incorporó con entusiasmo a su curso. De todas formas, Austen fue la única escritora mujer incluida en la currícula.
Y esto, por supuesto, se considera normal y correcto. El discurso ha cambiado en los últimos años y la corrección política ha forzado a ampliar las miras de los literatos, pero todavía esta concesión se hace un poco a regañadientes, sin un verdadero entendimiento de que limitarse a leer a otros hombres es una forma de pobreza intelectual. Para mí esto es claro al ver las listas de los imprescindibles de la literatura o el cine o la música o lo que sea; el genio se sigue considerando un atributo mayormente masculino.
Las mujeres hemos estado en la vereda opuesta desde siempre. Si una mujer se negara a leer a los “grandes clásicos” escritos por hombres –la gran mayoría–, sería considerada incapaz de dar una opinión informada sobre literatura. Así, desde chicas, nos acostumbramos a desdoblarnos e interiorizar el punto de vista masculino a través de los libros que leemos, las películas que vemos y la música que escuchamos. Que no se me malentienda: jamás me autolimitaría y dejaría de leer a autores hombres por una cuestión de militancia. El problema es leer sólo a autores masculinos.
Y vaya problema que es para nosotras vernos exclusivamente a través de ojos masculinos. Pensarnos en tercera persona, asumir como atributos propios las proyecciones de los hombres, a menudo burdas, sobre nuestra forma de ser, nuestros motivos, nuestro fin en esta tierra.
Hay una cita de La novia ladrona, de Margaret Atwood, que viene al caso: “Fantasías masculinas, fantasías masculinas, ¿todo gira alrededor de las fantasías masculinas? Ya sea que estés sobre un pedestal o arrodillada, todo es una fantasía masculina: si sos lo suficientemente fuerte para aguantar los abusos que te reparten, o demasiado débil para hacer algo al respecto. Incluso pensar que no estás satisfaciendo las fantasías masculinas es una fantasía masculina: cuando fingís que sos invisible, o cuando fingís tener una vida propia, en la que podés lavarte los pies y cepillarte el pelo inconsciente del observador siempre presente que mira de cerca a través de la cerradura, observa a través de la cerradura de tu propia cabeza. Sos una mujer con un hombre en tu interior mirando a una mujer. Sos tu propia voyeur”.
Puede parecer hipérbole, pero no lo es: nuestra subjetividad está atravesada desde muy temprana edad por la mirada masculina –cosa que no sucede al revés–, la incorporamos naturalmente y nos dejamos definir por ella, y desenmarañarnos de ella requiere un trabajo fino, constante y que lleva la vida entera.
(Recuerdo que cuando era una niña leí por ahí que las mujeres caminaban distinto cuando un hombre las veía –automáticamente sus caderas se bamboleaban más– y me pareció extraño, pero lo asumí como una verdad hasta muchos, muchos años después. Y así con otras mil premisas ridículas).
A pesar de años de entrenarme en desdoblamientos, Lolita me resulta una lectura sumamente difícil, de dejar de leer cada tres páginas para tomar un respiro. Empieza con la tapa misma de la copia que tengo: una foto de una mujer joven, que claramente no tiene 12 años –como sí los tiene Dolores– acostada en el pasto y mirando directo a la cámara, insinuando una agencia que la nymphet de Humbert Humbert sólo desarrollaría luego de ser abusada por él, y como una táctica de supervivencia (las distintas cubiertas que le han dado a Lolita en el transcurso de los años y a lo largo del mundo cuentan su propia historia de cómo se ha interpretado a este libro y a su niña-objeto; no son pocas las tapas ilustradas con mujeres adultas y en actitud de conquista, a las que HH hubiera rehuido con espanto). Humbert Humbert es gracioso y perspicaz –aunque escribe con la pomposidad de un comentarista de Reddit– y sus descripciones de la belleza infantil, a veces tan etéreas, llegan a ser envolventes, por lo que obliga a mantener una lectura tensa, y la cosa no mejora cuando es linealmente cruel.
Siento que hay dos grandes interpretaciones de Lolita; los que la consideran fundamentalmente una historia de amor (los hay, y muchos, no se trata sólo de quienes eligen las dudosas tapas), y los que ven la novela como una gran ironía (el propio Nabokov) o incluso una alegoría política.
Por el camino quedan la niña abusada y las lectoras que forzosamente tenemos que adoptar el punto de vista del abusador, cosificar a Lolita y a través de ella cosificarnos a nosotras mismas. Esto se considera de poca importancia; al fin y al cabo, la gran literatura abunda en descripciones de mujeres violadas, golpeadas y asesinadas como instrumentos para hablar de las cosas que realmente importan, y ya fuimos entrenadas para sentirnos ajenas a esas mujeres; detenernos en esos detalles implicaría una falta de sofisticación literaria imperdonable.
Sin embargo, hoy mismo, y sin buscarlo, leí que en Dinamarca una niña de 13 años fue acusada de “incitar” a su profesor a atarla en un árbol y violarla. No hay suficiente ironía en el mundo que me vaya a servir de consuelo.