Para cuando estén leyendo estas líneas ‒o mientras las estoy escribiendo‒ Bettye LaVette tal vez esté acompañada por Otis Redding o Smokey Robinson, como siempre. Y no, no me estoy refiriendo al lugar común de las despedidas entrañables que honran al músico muerto imaginándolo como parte de una hipotética gran banda en el cielo. O en el infierno, algo que seguramente sería más apropiado, y también más divertido. Lo que digo es que, a sus 74 años, es probable que la cantante siga esperando el fin de la pandemia refugiada en su hogar en Nueva Jersey, acompañada por su marido y sus dos gatos, Otis y Smokey, con los que le gusta sentarse en su siempre impecable jardín. O la cocina, los dos lugares preferidos de su casa. “No soy alguien con muchas habilidades”, ha dicho recientemente. “Sé cocinar, sé coger y sé cantar. Y estoy orgullosa de las tres cosas”.

Lo que nunca tuvo Bettye fueron pelos en la lengua, y se puede suponer que por eso no pudo construir realmente una carrera durante la primera mitad del más de medio siglo que lleva cantando. “Porque tal vez era demasiado feroz para el gusto blanco, se perdió el tren de la era dorada del soul”, calculó alguna vez Ry Cooder, que sabe bastante del asunto. No por nada una de las cosas que le gusta subrayar a Bettye es que debe ser la única de su generación que no comenzó cantando en la iglesia. “Mi historia es una en la que no aparece Jesús”, escribió en sus crudas memorias A Woman Like Me (2012). “Si Dios se preocupó alguna vez por mi raza, sólo ha sido recientemente. ¿Por qué demonios se tomó tanto tiempo?”.

La pequeña Bettye aprendió a cantar en casa, más exactamente en el living, donde sus padres vendían licor y tenían una bien provista rockola, y donde recalaban los músicos que pasaban por Detroit, para beber y cantar lejos de la mirada de los que los domingos cantaban con ellos en la iglesia. “Mi madre seguramente bebió durante todo mi embarazo, así que yo crecí con alcohol en mi sangre. Al final de cada noche, cuando mis padres limpiaban la casa, vaciaba el fondo de todos los vasos cuando aún era una niña”, contó alguna vez, y en cada artículo que se habla de ella siempre tiene alguna bebida cerca.

A pesar de que el reconocimiento a Bettye le llegó tarde (“para el quinto acto de mi carrera”, bromea), su vida fue precoz: se casó a los 13, fue madre a los 14 y a los 16 grabó su primer disco, producido por la primera mujer negra en dedicarse a ese oficio, una pionera llamada Johnnie Mae Matthews, la madrina del soul de Detroit. Mientras los que comenzaron junto a ella cada uno fue asegurándose un lugar mayor o menor en la historia del género, LaVette vivió de simple en simple, de sello en sello, temiendo haber perdido el rumbo. “Hubo una época en que supe el nombre y el teléfono de cada uno de mis fans”, contó. “Fueron ellos los que me ayudaron a seguir adelante, turnándose para pagar mis cuentas”.

Su reaparición en escena fue a partir de un homenaje a The Who, cuando con apenas una canción de Quadrophenia ‒“Love Reign O’er Me”, rescatada para su disco Interpretations‒ hizo llorar a Roger Daltrey y Pete Townsend, que no sabían quién era. Desde entonces LaVette lleva grabados ocho discos, todos editados en este siglo, principalmente dedicados a hacer propias canciones ajenas: las del extraordinario I’ve Got My Own Hell To Raise (2005) están firmadas por mujeres, el fascinante Interpretations (2010) se basa en el repertorio del rock británico más clásico, y el injustamente ignorado Things Have Changed (2018) es todo Dylan.

Para su nuevo disco, el flamante Blackbirds, LaVette abandona su maravilloso talento para inyectar soul y blues a un repertorio rocker y apunta, en cambio, a un cancionero que la regresa a sus comienzos, basado en artistas como Nina Simone o Billie Holiday. Con dos excepciones: el aporte más contemporáneo de Sharon Robinson, colaboradora del último Leonard Cohen, y el clásico beatle que inspira el título, que según McCartney fue inspirado por las mujeres del movimiento por los derechos civiles de los 60, y que LaVette hace tan propio que termina siendo irreconocible, y al mismo tiempo más “Blackbird” que nunca. Y Bettye también está más Bettye que nunca, pese a que el proyecto parece pensado para acomodarse a los tiempos que corren, y no cuida su boca. No se olvida, por ejemplo, de que James Brown era un mal bicho. Y disfruta contando cómo Aretha Franklin ‒que según ella le robó “Respect”, el clásico de Otis Redding‒ se quedó con la boca abierta cuando se reencontraron por primera vez poco antes de su muerte, porque la figura de LaVette era igual a la de entonces.

Cantante pequeña, que saca su voz casi literalmente de las entrañas, hace tiempo que Bettye comprendió que debía entrenar sus abdominales. Algo que le ha permitido encarar la séptima década de su vida mirando por el retrovisor a todos los que en su momento la dejaron atrás. Hay dos nombres, sin embargo, que sólo le despiertan buenos recuerdos. Otis y Smokey, por supuesto. El primero porque compartieron juntos el comienzo de sus carreras, y hasta llegó a pedir su mano. (“Lo rechacé, era demasiado buenito”). Y el segundo porque fue su vecino de enfrente cuando recién empezaba y ella apenas tenía 13 años. “Era un adolescente, y negro como yo”, contó alguna vez LaVette. “Así que pensé: yo puedo bailar, soy linda, y puedo cantar. Y me atreví”. El resto es historia. Y canciones.