La fórmula supo tener su potencia: un profesional que vino trabajando hasta ahora en forma enajenada se topa con un pequeño caso que remueve su conciencia. Se obsesiona con él y termina por descubrir hechos terribles de una magnitud que no había sospechado, en los que los culpables son gente archipoderosa, y las víctimas, ciudadanos de a pie. Con tesón, empeño e inquebrantable integridad, logra, si no una solución definitiva, al menos asestarle un golpe ejemplar a esa estructura corrompida y restituir un poco de esperanza.

La historia es real y, hasta donde sé, en El precio de la verdad está contada en forma relativamente fiel a los hechos. Se trata de los litigios que desde 1998 emprende el abogado Robert Bilott contra la corporación química DuPont. Bilott trabajaba en un bufete radicado en Cincinnati, especializado en defender empresas químicas. Un día llegó un estanciero de Virginia Occidental y le pidió que lo representara en una acción contra DuPont. Las vacas de la granja se morían por decenas, y el hombre sospechaba que esto se debía a los desechos químicos de la planta local de DuPont. Las investigaciones lo confirmaron, y llevaron a que Bilott ubicara el centro del problema en una sustancia, el ácido perfluorooctanoico (PFOA), también conocido como C8, presente en varios productos industriales, en especial el teflón. La movida empezada por Bilott terminó conduciendo a estudios que concluyeron que hay un vínculo positivo entre el PFOA y la incidencia de ciertos tipos de cáncer, colesterol alto y malformaciones congénitas. Gracias a la difusión de los productos industriales, se detectan trazos de PFOA en 98% de la población estadounidense, y probablemente un porcentaje cercano a ello en otros países industrializados. Aunque esos trazos no son muy peligrosos, la situación es grave para los empleados de las plantas industriales y para la población aledaña expuesta a los desechos.

DuPont tenía presente esos problemas sanitarios. El detalle más siniestro fue el experimento que la empresa emprendió en los años 60 con un puñado de trabajadores, sin su conocimiento: les ofreció que fumaran cigarros con PFOA para ver qué les pasaba. Nueve de diez cayeron enfermos. Bilott tuvo que rebuscarse para incriminar a DuPont debido a que en Estados Unidos los estándares de seguridad ambiental son proporcionados por la propia industria, y el PFOA no constaba entre las sustancias reguladas, con lo que no hubo transgresión.

Actualmente la fórmula cinematográfica está desgastada, pero para algo sirven esas películas. El valor de las acciones de DuPont bajó considerablemente luego del estreno, aun si la taquilla fue muy modesta.

Todd Haynes es uno de los más refinados directores estadounidenses del momento, pero nunca había hecho nada con un formato tan mainstream. Quizá por falta de contacto, sintonía y práctica con ese tipo de cine, lo maneja en forma algo torpe. Mark Ruffalo interpreta a Bilott en forma desangelada, como si fuera un autómata impulsado por alguna energía exterior a él, y con una expresión constantemente apenada. Es como si, frente a la gravedad del asunto, Haynes se plantara en la actitud de que sería indecoroso sonreír, y no hay un solo momento de luz en todo el film. El tratamiento de color imprime un tono verdoso a todas las imágenes, quizá evocando un mundo envenenado por químicos nocivos, y no se ve un solo cielo azul, un solo rayo de sol en las dos horas de metraje. La imagen de la planta de DuPont, un horrible coloso metálico emanando humo de sus chimeneas, parece de dibujo animado. La banda musical es curiosamente baratonga para una producción clase A de Hollywood, toda hecha con teclados y, para peor, con unos timbres bastante feúchos, que contribuyen a evidenciar la disposición manipuladora de acordes oscuros frente a los descubrimientos terribles, melodías tristes cuando DuPont parece invencible, y enaltecimiento heroico cuando Bilott, luego de trasnochar estudiando documentos, pasa a la acción.

Esta película viene siendo comparada con Erin Brockovich (2000), ya que los lineamientos de la situación son muy similares. Pero el film de Steven Soderbergh tenía un personaje central cautivante, diálogos memorables, era ágil, tenía tremendo swing y permitía que su historia terrible respirara en episodios de humor, sin sentirse en la obligación de mostrarse como un plomazo oscuro.

De la grandeza de Haynes quedan algunos detalles de estilo. Son preciosas sus tomas con teleobjetivo que achatan las imágenes y ponen de relieve el aspecto pictórico de esos paisajes urbanos y de sus habituales encuadres descentrados. También es precioso el patrón de travellings laterales. Una vez que la historia transcurre por casi dos decenios, fue una decisión narrativa hábil interpolar el caso judicial con escenas familiares en las que materializamos el paso del tiempo viendo crecer al hijo mayor de Robert, bebé de tres meses en 1998 y ya un adolescente con dos hermanos menores en 2015. También producen interés algunas elipsis en la narrativa, a partir de las cuales tenemos que inferir algunos eventos que directores más estándares hubieran incluido en la trama.

El precio de la verdad nos hace sentir muy mal (estamos todos envenenados, hay injusticia, y sería saludable abdicar del teflón y conformarnos con fregar laboriosamente ollas con comida pegoteada) pero también nos hace sentir bien, porque, más allá de que sea imposible evitar que esas maldades sean perpetradas, el sistema judicial y el fuerte sentido ético inherente a la profesión de abogado permite que surjan, aunque no sean mayoría, tipos íntegros como Bilott. Los jueces son gente recta y sensata. La esposa de Bilott es un lastre empalagoso, demandando que él se ocupe más de la familia y menos del granjero, pero cuando las papas queman, es tremenda compañera, la “gran mujer” que hay “detrás” de todo gran hombre.

El precio de la verdad. Dirigida por Todd Haynes. Basada en artículo periodístico de Nathaniel Rich. Con Mark Ruffalo, Anne Hathaway, Tim Robbins. Estados Unidos, 2019. En Movie Portones.