El inicio de Dogman es sensacional: luego de la silenciosa lista de créditos de producción, irrumpe ante nuestros ojos y oídos, la cara de un perrazo feroz, ladrando estrepitosamente hacia la cámara, es decir, a nosotros. Me hizo recordar esos julepes que uno se agarra cuando va caminando distraído por la calle y de pronto, de la reja de alguna residencia, un perro furibundo nos arranca a ladrar. El ladrido se intensifica por el ruidaje que acompaña a la gruesa cadena que sujeta al perro, y que es lo único que le impide destrozar a dentadas al hombre que está intentando acercársele.

Ese hombre es Marcello, el protagonista, un peluquero, lavador, embellecedor y cuidador de perros. Con los apelativos que menos podríamos asociar a una bestia agresiva como la que tiene enfrente (“Mi amor... bonito... ¿querés una galletita?”), Marcello va desarmando la resistencia de la fiera, a la que poco después veremos gozada, ya en la etapa de secado.

Es bastante evidente la comparación que Dogman traza entre ese perro blanco de la escena introductoria y Simone, un personaje al que conoceremos poco después, que es un fortachón violento, agresivo, descontrolado y adicto a la cocaína, de esos que armaron su vida y su ser en función de su ventaja física y que, con su potencia y su absoluta prescindencia de las reglas y códigos, desestabiliza seriamente a todo el vecindario. Simone muchas veces merodea a Marcello porque este le vende alguna que otra bolsita de cocaína. La venta de droga es la fuente de ingresos suplementaria con la que Marcello financia las excursiones con su hija para bucear alrededor de las islas del mar Tirreno. Es claro que Simone abusa, explota y humilla a Marcello, y, sin embargo, este insiste en tratar ese vínculo muy desigual como si fuera una amistad. Quizá Marcello pretenda domesticar a Simone como hace con los perros agresivos, pero una y otra vez termina pagando caro. Hasta que...

Esta película está basada en una historia criminal muy conocida en Italia, ocurrida en 1988 en la periferia de Roma, que se recuerda como el “crimen del perrero” (delitto del canaro), y que es bastante escabrosa e incluye detalles dignos de una película de terror (los interesados pueden googlear la historia de Pietro De Negri y de Giancarlo Ricci). Pero no fue la intención de los realizadores de Dogman insistir en esos aspectos, que están bastante suavizados respecto de la historia real. El foco está puesto en la llamativa personalidad del protagonista, en la recuperación de una italianísima interacción entre comicidad y drama, y en trabajar con cierto clima social y paisajístico. La acción fue trasladada a la actualidad y a la periferia de Nápoles, lo que entabla un parentesco con la más recordada obra anterior del director Matteo Garrone, la multipremiada Gomorra (2008).

Del foco social al existencial

El título de la película es ingenioso, ya que cubre una multiplicidad de sentidos: Dogman es el nombre del negocio de Marcello, pero el término también puede aludir a Simone, en cuanto a su parecido con el perro de la primera escena, y también refiere a Marcello, pero usando un atributo totalmente distinto de “perro”, el de la sumisión, como cuando pensamos que alguien es un perro faldero.

La personalidad de Marcello es uno de los elementos más memorables del film. Lo admiramos por la evidente dedicación a su trabajo y la habilidad con que lo desempeña; es incapaz de oponerse frontalmente a nadie, por una combinación de pusilanimidad con bondad; parece convivir en forma funcional con la posición que ocupa, la de “macho omega” (o como sea que se llame la posición antípoda a la del macho alfa) de la comunidad. Sería muy fácil que un perdedor como él, si tuviera otros rasgos de personalidad, suscitara rechazo, bromas o un mero relegamiento, pero Marcello, con su amabilidad, simpatía y carácter inofensivo, siempre sonriente, es aceptado con gusto, encuentra su posición y parece contentísimo con vivir de esa manera. El problema es que esa actitud, que funciona para el común de la gente, no camina frente a un sociópata como Simone, y una vez que Marcello es incapaz de reaccionar (y es aquí donde ese ser adorable muestra un costado exasperante, casi tonto), se va a terminar derrumbando su posición tan laboriosamente construida en la comunidad.

Dogman se ubica en el cruce entre las tensiones de tres tendencias. Por un lado, todo lo que en Marcello despierta simpatía y compasión, el contraste entre él y los demás personajes, e incluso el contraste entre él mismo y las cosas que termina haciendo en el tramo final, activan un costado de patetismo melodramático o tragicómico. Ese aspecto es parte de la dinámica de la película, de su gracia, pero nunca llega a dominar totalmente su estilo, porque juega con una tensión contraria, de sequedad realista: ambientes deslucidos, rostros curtidos, acentos regionales, la cámara en mano temblorosa, la filmación siempre en locaciones, la luz verdosa de la iluminación callejera precaria en las escenas nocturnas, las paredes descascaradas, las rejas oxidadas, los cortes muchas veces abruptos en lo visual y en lo sonoro. No hay música alguna para subrayar los pasajes más dramáticos, y la única música incidental son unos acordes ambient en los episodios de evasión del cotidiano (las escenas subacuáticas de Marcello con su hija, algún momento melancólico contemplando el mar).

Uno de los momentos potencialmente más emotivos es cuando Marcello se reencuentra con la hija luego de un año en prisión, y se muestra a través de una ventanita, a contraluz, sin que apreciemos los detalles, con el sonido velado, como si el camarógrafo hubiera sentido pudor de entrometerse en su intimidad. Varias escenas cruciales están tomadas, al contrario, con una cámara nerviosa y muy cercana. El desplazamiento de un detalle a otro, cada uno de ellos imperfecta y fugazmente captado, transmite cierta urgencia a la vez que quita énfasis, subrayado, porque el espectador queda comprometido con la tarea de hurgar en los rincones de los encuadres para captar la información (véase, por ejemplo, la escena de la salvación del chihuahua, o la pelea de Simone con los narcotraficantes).

La tercera tensión tiene que ver con el paisaje y la fotografía. Por más que la película esté rodada en un lugar realmente existente, no basta ser real para ser efectivamente realista: para ello hay que ser, en cierta forma, típico. El lugar donde se filmó Dogman tiene un elemento posapocalíptico, con sus edificios modernos aparentemente abandonados, escenografías asentadas sobre una arena amarronada, construcciones sin terminar o arruinadas, una placita desierta. La película fue rodada en Pinetamare, también conocido como Villaggio Coppola, erigido en la década del 60 para ser un balneario coqueto, pero nunca funcionó, y para peor, sufrió los efectos de terremotos. Aun cuando el clima está visiblemente soleado, el tratamiento de color tiende a amarillecer el cielo. Y así, cuando llueve es desolador. El campito de fútbol siempre está bañado por una niebla espesa. Todo eso me sugiere la expresión neosurrealista de Glauber Rocha, y tiende a trasladar el foco social a una dimensión existencial.

Dogman. Dirigida por Matteo Garrone. Con Marcello Fonte, Edoardo Pesce, Alida Baldari Calabria. Italia / Francia, 2018. En Cinemateca.