Hay guionistas ingeniosos que saben convertir obras teatrales en películas-películas, de esas que no tienen rastro de su origen teatral. Hay cineastas que, en cambio, prefieren filmar la obra a partir de la fascinación, el respeto y el amor por el hecho teatral, y pueden, con esa actitud, hacer preciosas películas. Pero suele quedar horrible cuando uno hace todos los esfuerzos por disfrazar el teatro sin lograr mantenerlo a raya. Queda como esos calvos que peinan lo que les queda de pelo para tapar la pelada y terminan mucho más feos que un sencillo hombre calvo.
En Ma Rainey’s Black Bottom la obra teatral (que no parece ser gran cosa) está taponeada por un maquillaje de recursos cinematográficos vistosos, tantos que la película parece un examen en que se cumple la consigna de usar al menos una vez todos los piques aprendidos en la escuela de cine durante toda la carrera. Hay escenas exteriores con suntuosa reconstitución de época ayudada por efectos digitales, la cámara hace movimientos tan llamativos como improcedentes, información insignificante es comunicada con ángulos dramáticos, hay montaje rítmico y simbólico-poético, hay juegos varios con la música y más. Pero todo eso enmarca largas escenas dialogadas, “animadas” con una puesta en escena en la que nadie queda quieto, realizadas desde una sensibilidad que no parece soportar que alguien hable sin verlo zarandearse por la sala, mirar a uno y a otro personaje, de lejos, de cerca, haciendo gestos y poniendo caras. Los diálogos están redactados en función de ese vicio grotesco de Broadway que consiste en concebir lo dramático como un pretexto para escenas que van creciendo, creciendo, hasta que culminan en algún monólogo en el que, de pronto, todos los demás callan y el protagonista del momento se descabella en una larga confesión bañada en lágrimas o en una descarga de sinceramiento agresivo adornada con improperios elocuentes (cuanto más escupe y lagrimea el tipo, más chances tiene de ser candidateado al Oscar).
Gertrude Ma Rainey (1886-1939) fue de las primeras cantantes de blues profesionales y una de las primeras personas negras en hacer una muy buena carrera discográfica (entre 1923 y 1928). Luego de una introducción sintética en que la vemos actuando en su Georgia natal y después ampliando su público en el norte, lo grueso de la acción transcurre durante unas pocas horas, en una sesión de grabación en Chicago. La cantante es un personaje histórico y las canciones que interpreta son suyas (arregladas para la película por Branford Marsalis y cantadas por Maxayn Lewis), pero la sesión, el estudio, los productores, los músicos y las ocurrencias son todos ficticios.
Vemos a una Ma Rainey empoderada, que no se doblega frente a quienes ocupan posiciones ventajosas, sean blancos, varones, empresarios que la contratan, músicos que “saben más música”, la Policía o lo que sea. Sólo parece vulnerable frente a su noviecita, de quien siente celos. Esos rasgos parecen subrayados como positivo ejemplo temprano de emancipación de una mujer, de una persona negra, de una persona pobre sureña, de una artista popular, de una lesbiana. De hecho, Ma Rainey fue una cantante avasallante, carismática, y ello se transmite en forma convincente en esta reconstitución en la piel de Viola Davis. Sin embargo, su tratamiento en la película (y supongo que ello viene de la obra teatral) es más bien de una persona insegura que hace pasar mal a los demás sólo para mostrar que ella puede, una prima donna caprichosa. El representante se olvidó de comprarle Coca-Cola helada y ella se rehúsa a grabar hasta que no llegue el refresco. Leí por ahí que esta escena ilustra su admirable intransigencia frente al menosprecio del blanco hacia la artista negra. Pero el pobre representante estuvo como loco intentando calmar al dueño del estudio porque la cantante llegó tardísimo a la grabación (a la que compareció con solemne lentitud expresamente para hacerse esperar), tuvo que sobornar al policía porque ella chocó el auto frente al estudio y se peleó con el chofer del otro auto, y todavía se tuvo que comer un desperdicio enorme de horas de estudio y de matrices de disco porque ella se empecinó en que la introducción de la canción fuera grabada por su sobrino tartamudo. Cómo no iba a olvidar la Coca-Cola el pobre hombre.
En realidad la película se queda menos con Ma Rainey que con sus músicos. Se supone que deberían ensayar, pero en vez de eso hablan y hablan, y de cosas serias y profundas, algo medio inverosímil cuando faltan minutos para que te llamen para entrar a la sala de grabación y despachar cuatro temas en tres horas. En esa charlita de camarín un personaje hace un detallado relato de cómo vio, cuando tenía ocho años, a su madre sufrir una violación múltiple y a su padre ser linchado. En esos minutos de espera ocurren también un acto sexual, una piña, un intento de asesinato y un despido, aparte de seis o siete explosiones emotivas, de esas que hubieran requerido un par de horas para bajar a tierra.
Esta fue la última película con Chadwick Boseman, quien murió en agosto, de cáncer. Era un actor muy bueno y parece haber ganado la simpatía de sus colegas y un cierto rol simbólico en Estados Unidos. Le tocó una filmografía particularmente mala (esencialmente Avengers: Infinity War, Pantera Negra y Da 5 Bloods), así que deja un rastro de doble tristeza, por la pérdida de su persona y porque su evidente talento fue, esencialmente, desperdiciado.
Ma Rainey’s Black Bottom. Dirigida por George C Wolfe. Basada en una obra teatral de August Wilson. Con Viola Davis, Chadwick Boseman, Colman Domingo. Estados Unidos, 2020. Netflix.